“Descolocar, descolocarme”, en versión de 25 escritoras argentinas

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Veinticinco  escritoras argentinas responden a una misma pregunta en este compilado propuesto y organizado por Rolando Rebagiatti: “¿Las obras artísticas de qué autores, por usted valorados, diría que han logrado ‘descolocarte’? ¿Desarrollarías para nosotros tus consideraciones?”

1.- Adela Sorrentino

Tengo que para responder a esta inquietante pregunta debo plantear primero lo que yo entiendo por “descolocarme”. Es un término, no sé si polisémico, pero que tiene la suficiente ambigüedad como para permitir más de una interpretación. A partir de esa premisa, estableceré caprichosamente lo que me surge. 

     En ese caso elijo la opción según la cual “descolocarme” sería salir de mi posición establecida, de lo que venía sintiendo o percibiendo hasta el momento de toparme con esa obra artística, algo así como ponerme en otra dimensión, ver algo desde otra perspectiva.

     Para tratar de responder de la forma más genuina la pregunta que nos convoca, tengo que alejarme muchísimo en el tiempo y plantarme en mis doce años mientras cursaba el sexto grado, que en aquella época marcaba el fin de la escuela primaria.

      En esa etapa, pero no en el ámbito escolar, llegó a mis manos “David Copperfield”, cuyo autor, Charles Dickens, publicó en 1850.

     Ese libro fue mi puerta de entrada a la literatura adulta en el género narrativo, ya que venía siendo lectora de diversos clásicos infantiles que circulaban entonces.

     Me sumerjo entonces en el corazón de la pregunta. ¿Por qué me “descolocó” “David Copperfield” de Charles Dickens?

     El enfrentarme en las primeras páginas con la historia de ese niño, cercano a mi edad, pero en medio de unas circunstancias tan lejanas a las mías y tan profundamente conmovedoras me produjo un impacto emocional enorme.

      A partir de esa fascinación inicial, ese personaje de David y los que estaban del lado de los buenos, me provocaron una empatía similar a la que suele surgir por personas reales a quienes uno quiere y admira. Por obvio contraste, los detestables contaban con el desprecio y hasta el odio más visceral que podía surgir en ese período del final de mi niñez.

     No volví a leerlo desde entonces y ante esta pregunta estuve tentada de buscar el libro para refrescar la memoria con los nombres de los tantos personajes que enriquecen las peripecias de la novela que parte de esa niñez desvalida y se extiende a través de muchos años en la vida de David.

     Sin embargo, frente a la consigna que me pone de frente a aquel recuerdo, me pareció más leal exponer esas sensaciones que me colocaban en un lugar muy distante de mi vida inocente y anodina y me hicieron vibrar, sufrir, gozar y hasta enamorarme de ese David Copperfield del papel como si fuera un joven de carne y hueso.

     Amé a quien él amaba, sufrí por quien él sufría, me divertí con los personajes pintorescos y me conmoví con los patéticos perdedores.

   Todo ese novedoso paisaje interior hacía que yo deseara volver cada tarde de mi escuela de la calle Gorriti -donde también disfrutaba- con el objetivo entusiasta de compartir mi merienda con esas páginas que me ponían en otro mundo: me “descolocaban”.

     Nada de esto hubiera sido posible de no mediar la calidad literaria y el goce estético que producen los grandes escritores y Charles Dickens entra sin duda en ese podio.

     Como lectora ávida que seguí siendo me topé por fortuna con otros textos y otros autores que obraron en mí como acicates y aperturas a vivencias conmocionantes, pero creo que está respondida la pregunta que dio pie a estas líneas con la evocación de los ramalazos de placer que me produjo mi David Copperfield.

2: Adriana Márquez              

     Si descolocar, según el diccionario, es desconcertar, confundir, sacar, separar a alguien o algo del lugar que ocupa, la primera que me descolocó y alteró mis plumas de lectora fue Silvina Ocampo. Pero no la escritora que conocería de adulta: la que escribía libros infantiles.  

     Tendría diez años cuando me regalaron “El tobogán”. Lo leía, miraba cada detalle, pasaba las hojas y volvía a empezar como si buscara alguna llave que me permitiera entrar y entenderlo. Todo era extraño: la historia, los personajes, los dibujos, incluso los colores de los dibujos. El final me desconcertaba, lo releía y sentía que no era un final, ¿entonces qué? Fue el primer libro que me descolocó completamente. No había pistas y, en lugar de alejarme, eso me llevaba todo el tiempo a él, como una obsesión.

Mientras lo leía no era una nena, no era adulta. Me volvía alguien sin edad. ¿Qué mundo era ese, qué hacía yo ahí, por qué la obsesión con algo que me repelía? Muchos años después sabría que la autora era Silvina Ocampo. Y Beatriz Bolster, la ilustradora que había incluido lo que no se veía en los cuentos infantiles de esa época: colores no tradicionales (terrosos, negro), nada de brillo; dibujos extraños, algunos difusos como manchas que caían, lo que sumaba algo onírico que activaba la extrañeza del libro y mi desconcierto. Ese libro se publicó en 1975, todavía lo tengo.

Por suerte Silvina Ocampo siguió desconcertándome en sus cuentos para adultos, donde lo más sencillo suele volverse tan perturbador como aquel tobogán.           

     Cuando leí a Felisberto Hernández sentí algo similar. Cuentos donde la seguridad que brinda lo conocido (un objeto cualquiera, una persona, un hecho cotidiano), mostrado desde una mirada ingenua, tierna, apacible, podía a la vez convivir con una mirada donde aparece algo de otro orden y la ingenuidad se camufla o desaparece; por ejemplo, fantasías sexuales con una mujer a la que se ve y presenta como a una vaca (“Úrsula”) o con una muñeca de tamaño real rellena de agua tibia para parecer más humana (“Las hortensias”).

Este escritor uruguayo desmantela la mirada sobre todo lo que le es materia narrativa: una silla, un piano, una muñeca, una mujer, un caballo. Y lo hace de un modo único, por eso al menos en mi caso desmanteló también mi mirada, provocó una extrañeza que por momentos me era cómoda y por momentos me llevaba lejos, me sacaba de mi lugar seguro.

     También la poesía de César Vallejo me desconcertó. Otra vez lo cotidiano se podía volver un espectro, un lugar inseguro, dolor, tinieblas. Pero Vallejo iba más allá: hablaba de la condición humana de un modo que nunca antes yo había encontrado en la poesía, sacudiendo el lenguaje y sus registros, la gramática, la sintaxis, los versos. En el poema “Ha triunfado otro ay. La verdad está allí”, de su libro “Trilce” (mi preferido), leemos algo que, creo, remite a esos lugares tan certeros como ambiguos donde habita todo lo que podemos llamar “descolocado”:

Tengo pues derecho

a estar verde y contento y peligroso, y a ser

el cincel, miedo del bloque basto y vasto; 

a meter la pata y a la risa.

Absurdo, sólo tú eres puro.

      La mayor parte de la literatura nos dice: no estoy para abrigarte. Por suerte, pienso.   

3: Agustina Roca

 Siempre buscaba, fascinada, imágenes de la obra de Louise Bourgeois, me producían cierto escozor y me embrujaba esa expresión pícara de su mirada, su sonrisa, aunque jamás había visto su obra. Vivía en España y el Museo Picasso realizó una exposición de 103 obras. La escultora jamás tuvo empacho a la hora de titular: se llamaba “He estado en el infierno y he vuelto”. Desde que atravesé la puerta, empecé a recibir sus flechazos. 

     Caminaba, atónita, ante cada obra, me ahogaban esas formas humanas retorcidas, amuchadas entre ellas, sin cabezas, de tejidos blandos, de lanas, de telas, si agarraba una, la podía despedazar en un triz. Una frase saltó a mi mente, “esta mujer, flor de maestra, hace arte con sus traumas” y este martillo se repetía, machucón en mi frente, ante cada obra. 

     Llegué a “La destrucción del padre” (1974). Su padre, el lobo, mujeriego implacable, se llamaba, paradójicamente, Louis. Un día, Louise, a sus ocho años, se peleó con él en una comida, furiosa, hizo una figura con una miga de pan, la descuartizó y se comió sus miembros. Después tuvo una visión, ella y sus hermanos, sentados en la mesa, devorándose al padre. Como espectadora, estaba ante la escena de un crimen: una instalación color piel dentro de una cueva oscura/útero, de un rojo intenso. La mesa, colmada en su totalidad por las típicas figuras de Bourgeois, blandas –órganos, vísceras, senos, nalgas– los niños representados en forma abstracta, en plena rebelión ante el autoritarismo paterno, sus abusos, lo asesinaban. 

     Necesité un café, recuperada, me encontré con la serie “Celdas”. Seis inmensas estructuras/cárceles, de materiales arquitectónicos recuperados –paredones de hierro, ventanas de metal, puertas industriales o de vidrio, mallas– donde se puede entrar, pero resulta difícil salir. Dentro, objetos personales muy importantes para la escultora, figuras esculpidas, rotas, otras, encontradas en la calle. Cada celda despierta un temor diferente, ancestral. Una siente que la escultora, además de revelarnos y revolcarnos en sus miedos, nos observa y siente nuestro pánico, físico, intelectual o emocional, el olor que expelen nuestros cuerpos. Intuimos que, de alguna manera, juega con nosotros, diciéndonos, querés huir, te atrapé, aguantate el chubasco. 

     De pronto, una jaula de malla metálica, un tapiz suave sobre la puerta de entrada. No quise entrar, ya estaba agobiada con los sacudones que me había pegado esta vieja pícara. Se llamaba “Araña” (Spider, 1997). Es la primera de la serie arácnidos, arriba de la celda/cárcel se veía el diminuto cuerpito de la araña y 8 inmensas patas fijas, pero tan bien creadas que parecían en movimiento, cazando esa inmensa celda. Mi primera impresión fue que, si entraba, se cerraría la puerta de golpe y empezaría a rodar con sus tentáculos entre las celdas restantes y acabaría devorada por esos monstruos. Si querías perturbarnos, Bourgeois, ¡chapeau! 

     La “Araña” se convirtió en el eje central de su obra desde finales de los 90. La más grande, las más famosa, “Maman” –10 metros de altura por 10 de diámetro– tiene veinte huevos en su abdomen. La escultora hizo otras seis, de 9 metros de altura, que están en diferentes museos del mundo. “Maman” es el homenaje, la oda, que hace a su amada madre, representa la vulnerabilidad y la protección de la maternidad, más allá de su aspecto aterrador.

Para Louise la araña es reflexiva, inteligente, paciente, delicada, sutil, igual a su madre, su mejor amiga. Además, su progenitora era tejedora, su familia se dedicaba a restaurar tapices. Su Maman murió joven, cuando Louise estudiaba matemáticas y por ello, abandonó su carrera y se lanzó a estudiar lo que sería el patrón de su vida, arte. El eje que predomina en la brutal obra de Bourgeois, realizada con despojos que deja la naturaleza y materiales simples, además del pavor en todos sus rostros, es el género, la sexualidad. ¡Saravá, Louise Bourgeois, saravá! 

4: Amalia Pérez

La redacción de la invitación de Rolando me interesó especialmente porque sentí que demandaba comprometerse profundamente con la respuesta. Según la Real Academia Española, el sentido de la palabra descolocar es “quitar o separar”. ¿De qué podría separarme la poesía? ¿O alguna poesía es capaz de asomarme a aquello que se me fue quitado? ¿Quizá esa separación puede ser tan fuerte como para descolocarme y sacarme de mi eje? Y es así, hay cierta poética que puede sacarme de mi eje, que invade mis emociones y me lleva consigo. Son esas emociones que están ligadas a la poesía tanguera.

A esa hibridez de poesía y música que nació no sólo desde los muros de mi ciudad, sino que también se alzó entre los viejos adoquines portuarios que vieron bajar a mis abuelos, tanos y gallegos pobres de mirada larga y manos callosas. Piedras que de tan viejas y quebradas, hoy día se parecen a mi piel. Entonces acuden muchos poetas a lo errante de mi alma, algunos Homeros* o Cátulos* o Enriques* como también Horacios*. Ellos me descolocan de la linealidad de mis días zamarreándome hacia esa herida absurda. Me habitan en este Buenos Aires que yo miraba, a veces desde adentro, a veces desde lejos y la veía como una lluvia de cenizas y fatigas para mí, que era una sombra que tornaba del pasado.

La cosa es que cuando escucho “vengo de un país que está de olvido y siempre gris”, siento que no estuve tan sola cuando estuve de olvido y siempre gris. Y que a veces salgo por mi barrio como las venusianas de Horacio Ferrer (1) con mi sombrilla clara, honda, callada, triste y rara. Porque esa poética es aquello que me faltaba cuando Buenos Aires era para mí una lejanía a la deriva y ahora, cuando ese Buenos Aires recibe mis huesos como antiguo ancladero, me descolocan de todas las extrañezas.

(1)Homero Manzi, Homero Expósito, Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo, Horacio Ferrer. Poetas del universo de la poesía del tango. 

5: Andrea Wolf

Cuando recibí la propuesta me gustó que la consigna incluyera la palabra “descolocar”. Me inspiró el verbo como disparador de un estruendo que desencaja, desbarata, desordena y perturba. Acciones todas que remiten a sentimientos que las mujeres conocemos muy bien. Ni hablar si nos referimos a mujeres que han intentado expresarse o darse a conocer a lo largo de la historia, contra viento y marea.

}Historia breve, sin duda, si tenemos en cuenta los siglos en que las mujeres permanecimos en el ostracismo de lo doméstico, lejos del poder del lenguaje, lejos del ámbito de lo público, aunque dentro del infernillo donde se cocinan además de nutrientes vitales, secretos y perversiones de toda índole. En esta trastienda se fue tejiendo una trama de voces disruptivas, que en su mayoría debieron enfrentarse con la estigmatización y la caza de brujas, como práctica común en sus múltiples variantes. Alzar la voz no era cosa de mujeres y aún hoy sigue siendo una osadía.

Por este motivo siempre pensé, como lectora, que las mujeres que habían decidido dar a conocer su palabra ante tanta adversidad, era porque seguramente algo importante o muy valioso tendrían para decir y más aún para darle forma. Dar forma o parir a una criatura extraña, o al menos no solamente a criaturas de carne y hueso. Algo que Mary Shelley supo hacer con mucho talento.

     Empiezo por una gran perturbadora del sentido común: Flannery O’Connor. Nació en 1925 Georgia, y vivió apenas 39 años. Una autora católica, que escribió en el sur protestante y atentó contra toda moral convencional. Sus temas: la gracia, la epifanía de lo divino llevada al extremo del Gótico sureño. Sus personajes: una galería de excéntricos, marginales o monstruosos a los que la autora arrastra hacia límites de violencia simbólica o real, para confrontarlos con la verdad de la condición humana, sin atenuantes.

Todos sus cuentos crean un mundo propio que no sólo nos hace replantearnos la existencia, sino que nos conecta con nuestro yo más visceral. No importa dónde nos situemos, la autora siempre se las ingenia para desemplazarnos de lo conocido y abandonarnos a una nueva experiencia. O’Connor logra en “Un hombre bueno es difícil de encontrar”, que una viejita manipuladora que representa el desamor, el egoísmo, el anhelo aspiracional de pertenecer a los valores más oscuros y banales de una época, sea tan o más cruel que el asesino con que se topan ella y su familia, en un viaje de paseo que termina convirtiéndose en tragedia colectiva. Destroza una y otra vez la doble moral con su inteligente humor negro. Humor que lleva al grotesco de la maldad tan afín a estos tiempos.

     Imposible no nombrar a Clarice Lispector si hablamos de escritoras que trastocan modelos y formas. Extrañamente podría decirse que está en las antípodas de Flannery, en tanto y en cuanto Clarice se aleja de cualquier texto realista, borda un mundo hacia adentro, explorando el lenguaje sin límites y se vale de lo más cotidiano para romperlo y transportarlo a lo onírico, siendo capaz de transmitirlo, pero no como O’Connor, que se vale de la realidad para describir un lugar físico, ordenar la trama y enumerar los actos que llevan a cabo los personajes, sino todo lo contrario.

En Clarice no hay bordes ni superficies, ni tramas lineales, ni transparencias. Juega con el mundo, lo construye y lo deconstruye a través de la lírica, las texturas inasibles y los ritmos del lenguaje. Podría decirse que descoloca porque nos hace bucear en la condición humana a través de una mirada de mujer, donde la epifanía surge al mismo tiempo que lo cotidiano, lo místico y lo social, como en Flannery, pero valiéndose de recursos, casi antagónicos.

Es infinito el juego que se propone Clarice con el lenguaje: como no le alcanzan las palabras para nombrar el mundo, nos sumerge en un juego donde si bien no las inventa (a las palabras) las descoloca, las corre de sus lugares habituales y utiliza combinaciones sintácticas ilógicas, creando ese extrañamiento que tanto amamos en ella.

     Otra escritora y poeta que se supo al margen como mujer y como escritora, y que se reconoció como no pensada (fue madre soltera) es nuestra gran Alfonsina Storni. Hoy sabemos lo que significaba ser consciente de su género y de su clase para una mujer argentina nacida en 1892 y escritora de la periferia. Privada de voz, excluida de su cuerpo vivió, y escribió en pos de la construcción de una identidad propia. Por todo esto le debemos a ella no sólo su batalla política desde la escritura, sino también desde la militancia feminista. Nada fue fácil para Storni, su padre murió muy joven, cuando Alfonsina tenía apenas 18 años. Incursionó primero como actriz y luego se recibió de maestra, trabajó como docente en Rosario, donde comenzó a escribir sus primeros poemas. Los cuales fueron estructurados como sonetos, pero ya desde un principio no sigue la rima del modo estipulado.

En breve comenzó a alejarse de los sonetos escritos en sus primeros libros, para crear antisonetos, desafiando en su escritura también las pautas de la época. Su poesía se caracteriza por una sencillez lírica y su capacidad para expresar emociones complejas con una voz única. Dice lo que no se podía decir abiertamente. A pesar de haber sido denostada por el mismo Borges, quien afirmaba que Alfonsina era una “superstición argentina, que profería chillidos de compadrita”, Alfonsina supo a través de la ironía usar estos agravios a su favor.

De hecho, escribió una columna “femenina” en el diario “La Nación”, en la que camufló un pensamiento feminista en donde se suponía debía mantener un recato femenino, que nunca fue lo suyo. Amamos a Alfonsina porque supo “descolocar” los mandatos de una época que aún no termina, y construyó su fama como escritora abriéndose paso en un mundo de hombres, que, al principio del siglo XX, no sólo fue una novedad, sino una osadía.

6: Candelaria Rojas Paz

Me han sorprendido las obras de muchos autores, y ante algunas, por cierto, me he percibido descolocada. Debo decir que las que me movilizan son las que hablan del ser humano y su problemática social, desde la existencia misma, que se sale del yoísmo, que cuentan historias o sensaciones de otros, o desde la voz propia al trasmitir una mirada crítica de la humanidad, como César Vallejo, Ernesto Cardenal, Idea Vilariño, Francisco ‘Paco’ Urondo, Roque Dalton.

Pero es Armando Tejada Gómez quien, en su momento, me ha descolocado, increpándome y permitiéndome ver la posibilidad de escribir desde otro lugar, y en realidad, varios autores de diferentes épocas me asombraron con su forma de decir oralmente un texto, con su forma de poemar desde la voz, puesto que no es lo mismo leer un poema uno mismo que escucharlo por el autor, y en mi juventud, pude oír a maestros, como  Orlando Galante y José Augusto Moreno, de Tucumán, mi provincia, con una escritura identitaria de nuestro Norte y su forma de proyectar y amasar cada palabra con sus voces y silencios, que transmitían cada verso como si estuvieran subiendo pesadamente un cerro o bajando relajados o veloces por el cauce de un río, con lo áspero del barro hecho adobe o la  suavidad de una pluma caída de un hornero.

Tengo cierta debilidad (más que nada un criterio fundamental como anteojos del corazón, con vidrios de revalorización de nuestros productores culturales) por los autores tucumanos, destacando la obra de Gabriel Gómez Saavedra, con una estética exquisita para hablar sobre lo cotidiano y lo popular, donde podemos encontrar la descripción de un baldío con un caballo muerto descomponiéndose. De las nuevas generaciones de mi provincia, me atravesó la poesía de Samuel Amaya, que nos trae la experiencia de un sector social (de la periferia geográfica, rodeada de la zafra y el contexto de un ingenio, y la periferia de “genero” con los avatares y amores transcurridos en su vida), con vuelo poético y un léxico propio de los jóvenes, con desparpajo y naturalidad narrativa. Me atrapa lo visual y experimental, el juego con los sentidos, y puedo destacar el formato del libro “Blanco” de Octavio Paz, que se presentó rompiendo estructuras, en forma de acordeón, y que puede leerse de arriba hacia abajo y viceversa.

Me maravilla la poesía en imagen, en objetos, tanto como la poesía que encontramos en la música con autores como Luis Alberto Spinetta, Violeta Parra, Chico Buarque o Manuel J. Castilla. Pero fueron dos poetas, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, quienes me impresionaron por sus historias de vida, en un caso, ser madre soltera, enfrentarse a un círculo literario cerrado para las mujeres y compartir con convicción su bella poesía, sin saber quizás que estaban transformando la historia sociocultural desde la palabra y la educación.

7: Cecilia E. Collazo

Gracias a Lacan, me topé un día con la escritura del irlandés James Joyce.

     Más allá de lo llamativo de sus síntomas quedé tomada por su invención, una que con su estrategia y lógica logra aplicar en el sentido más interesante de su arte. Hay mucho recorrido de este autor de habla inglesa para describirlo, pero sólo el “Finnegans wake” produjo en mí, una conmoción que descoloca al lector. Escritura que no va por la línea del sentido, sino por la del sonido de ese, que hace resonancia y conmueve. 

     Si se intenta encontrar un camino de significantes tal vez nos aburra, porque puede sonar a palabras locas, desencadenadas del lenguaje, pero cuando se logra asir lo que Joyce hace con las palabras en la magia de su genio, o en el status lingüístico de su estirpe, uno se maravilla con su estética, esa que toma un uso en el más estricto de los términos. En una lectura ligera se podría decir que destroza la lengua inglesa, pero al profundizar en ese saber hacer del escritor, se reconoce la invención de una lengua nueva a su medida de gigante. 

     Separa las palabras, toma sílabas, trozos de ellas y las complota en una fiesta de sonidos donde trozos del texto, nos introducen en la magia de los ruidos que hace el agua, hace llover con ellas y nadamos allí. Otros sonidos de la naturaleza nos acercan a lo maravilloso de su obra. Importa lo que nos hace sentir, lo que provoca un resonador que moviliza el cuerpo de quien lee. 

     El mismo Joyce decía que su “Finnegans wake” era un texto para ser escuchado y no leído por uno mismo. Su magia está en la posibilidad de escuchar al agua, y que ella nos moje, viento y que él no vuele, calor y que él nos abrace. Nada de entender lo que es la naturaleza y avatares, el texto nos hace vivir lo que sus sonidos nos convocan. 

     Según Jacques Lacan es “un eco del que hay un decir”, un acontecimiento que resuena en el cuerpo de quien lee o de aquel que lo escucha, uno que provoca el movimiento del goce mortificante en el sujeto. Éste, en su última enseñanza nos dijo que el sujeto se cura por resonancia más que por la vía del discurso de la palabra o por metonimia, así se conmociona y moviliza ese goce abigarrado; en un paso que es un acto, prestándose al juego que permite la cura en lo real de la cuestión. 

     La luz del otro, como en este caso, suele iluminar las propias formas, las de uno. El saber hacer del otro nos transmite no sólo una pragmática en ese uso, sino que nos hace saber cómo alguien puede hacer con lo imposible de ser. 

     El oído de Lacan descubre la maravilla de su luz, con la suya propia. No sólo Joyce es el artista de su época, el artista de Lacan logra iluminarnos con la escucha de la invención del otro, quien en su gloria arma los pedazos singulares en su obra y sostiene un ser con la artesanía de la resonancia. 

8: Cecilia Pontorno

Empiezo con poesía, siempre poesía. Elijo “El arte de perder”, de Mirta Rosenberg, que no es grandioso, pero sí me es indispensable. Vuelvo a esa obra varias veces al año. Al azar, leo sus poemas y son tan desconcertantes que me sacan de mi espacio y mi tiempo. Hacia dónde, en qué nuevo lugar me dejan, es un misterio. Sólo sé que cuando una obra artística te saca de vos mismo, está cumpliendo su razón de ser (o una de ellas). “Escribir”, de Marguerite Duras, es otra obra que elijo que, si bien ya no me “descoloca”, sigue provocándome, en el más amplio de los sentidos. Me invita a pensar y repensar no sólo mi forma de escribir poesía, sino de leerla y de interpretarla. Me invita a seguir adelante en mi constitución como una “mujer que escribe”, me da pelea y, eventualmente, me asegura que nada está dicho. Página a página, me abre caminos.  

     Vuelvo a la poesía y traigo conmigo a Inés Aráoz; creo que todo lo que he leído me ha descolocado gratamente. La siento cercana, amable, necesaria en mis lecturas.

     Por otro lado, así como puedo sentir cercanos a Joaquín Giannuzzi o Juan L. Ortiz, por el contrario, existe cierta distancia con los poetas de los 90 que, podría decirse, igualmente me descolocan, como Washington Cucurto o Verónica Viola Fisher, con sus lenguajes poéticos despojados de prejuicios, crudos. Pero si hablamos de descolocar a lo grande, aquí tengo que hablar de música: “La máquina de hacer pájaros” y su “Hipercandombe”, o las deliciosas locuras de Pink Floyd en “Animals”. Nina Simone me descoloca artística, emocional y poéticamente, especialmente cuando interpreta “I feeling good” o “Ain’t Got No, I Got Life”, y así podría seguir.

     Para cerrar, pero no con menor importancia, quiero mencionar a un escritor/poeta y a un director de cine/actor, unidos por la poesía que han logrado construir en sus obras: estoy hablando de Diego Roel y de Andrei Tarkovski. El director ruso ha sido reconocido mundialmente y con justa razón: sus películas son y serán un faro y una fuente inagotable de poeticidad. La obra de Diego, por su parte, es sensible y compleja, de invención rigurosa y conmovedora. 

     ¿Me preguntan por obras artísticas que me han “descolocado”? Si el arte no mueve de su sitio lo estancado, se pudre. Si el arte no des-coloca, no es arte. ¿Es mucho? Reformulo: es arte podrido. Finalmente, la obra que me atrapó, me inquietó, me sorprendió y descolocó fue “Trilce”, del gran César Vallejo. De “Trilce” y de Vallejo no hay retorno posible, su lectura es potenciadora, un movimiento eterno. 

9: Claudia Vázquez

Obras artísticas de autores que ganaron mi asombro, me “descolocaron”: En primera instancia (adolescencia y juventud) fue la poesía de Alejandra Pizarnik. En ella encontré la palabra precisa, sin agregados ni faltantes. Cada verso de cada poema (y hasta el día de hoy) atraviesa esa parte más íntima, desgarradora, esos lugares donde uno va cayendo, esas sombras, esas voces. Ese silencio, esa herida, que en mí tocó y perforó hasta la tripa.

Además, la forma de decirse en el poema, la palabra exacta, la hendidura por donde se va “metiendo” en la “casa” de uno. Agrego a este decir que no pude terminar de leer sus “Diarios”, creo que leí un cuarto de ese volumen y lo cerré. También digo que llega un momento (como en todo) que hay que encontrar el camino para despegarse de la voz de Pizarnik. Su poesía me “invadió” de una manera que fue un proceso salir de sus voces. De todas formas, es una de las poetas que fue como marcando en mí una huella profunda. Sus libros no están en mi biblioteca, están desparramados a mi lado.  

     Otra poeta que gano mi asombro es Mirella Muiá. Hacer de lo cotidiano, del hecho más mínimo, llevarlo a la profundidad de la belleza, de lo sagrado, me hace vibrar el alma.  Siempre hay algo más detrás de su palabra y más. Escudriñar el fondo de las cosas diarias, transformarlas en ese misterio que nos lleva a ver más allá, a sentir el espíritu de las cosas, de la vida. Esta poeta me descolocó en el asombro de lo pequeño que trasciende. También, después de haber leído sus poemas, me interioricé en su vida y realmente es digna de leerla, tanto su experiencia de vida como su poesía. 

     Para ir finalizando, otro poeta que me descolocó en mi asombro es San Juan de la Cruz.  Su poesía llena de imágenes, con el lenguaje de su época, me dejaron ver un más allá que no terminaba de comprender. Al leer sus comentarios en prosa, por ejemplo, de “Noche oscura” y “Cántico espiritual”, me sentí dentro de un camino en el cual cada verso contiene senderos infinitos. Por ejemplo, en el caso de “Noche oscura”, el desasimiento (la “Noche oscura de los sentidos” y la “Noche oscura del espíritu”).

San Juan de la Cruz, como poeta místico, contiene en su decir poético un lenguaje que exalta la belleza de la creación y a su vez lo que guarda el alma. No olvidemos que el poema “Noche oscura” y sus comentarios en prosa fueron escritos desde la cárcel. En el “Cántico espiritual” (figura del “Cantar de los cantares”), es esa unión mística del alma con Dios (como así los místicos lo expresan) en sus comentarios en prosa, en lo personal, me abrió el corazón, desovillando la madeja que con el correr de la vida vamos tejiendo. Hay que volver a destejer, hay que volver al principio del amor. 

10: Elena Garritani

     Mis padres eran lectores, en casa había libros, mis hermanos y yo fuimos lectores, sin duda, el ambiente influyó. Mi lectura ha sido gradual desde la adolescencia, como dice Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mis circunstancias”; en distintas etapas, distintas obras imprimieron su turbación y sosiego. Alfonsina Storni, Rubén Darío, Pablo Neruda, Gustavo A. Bécquer, Juana de Ibarbourou, Nicolás Guillén y Atahualpa Yupanqui. Algunos llegaron a través de discos. Se respiraba el clima de Serrat, Violeta Parra y Paco Ibáñez, que reunían voces entrañables de la poesía: Antonio Machado, Miguel Hernández, Quevedo, Góngora, García Lorca, Goytisolo, Gabriel Celaya, entre otros.

Este universo, vertiginoso, nos “descoloca”, esa extrañeza inherente a la poesía que el lector encuentra y busca para vivir. Intentando escribir, me apasionaron los poetas simbolistas y surrealistas. La obra de Oliverio Girondo, por su originalidad, el humor y el uso del lenguaje. “Sebastián en sueños” de Georg Trakl y “Elegías de Duino” de Rilke. George Trakl da al dolor y la culpa una belleza trágica asombrosa. Las obras poéticas de Dylan Thomas, Odyseas Elytis y Kavafis, calan hondo en mi ser.

La obra de Roberto Arlt me cautiva, hacen presente el peso de la angustia existencial, en un Buenos Aires de inmigrantes escindidos entre su patria y el país al que llegan; pinta la miseria y la explotación. La obra de Leopoldo Marechal es impecable, nos afianza al pueblo, nuestra patria y su devenir. Empaticé con la obra de Franz Kafka, ella me inspira profundamente. A Borges llegué más tarde, antes con el pensamiento que con la emoción. Aunque cada vez siento más cercana a su obra. Amos Os, escritor israelí, tiene dos novelas, “Hacia la muerte”, breve, y “Tocar el agua, tocar el viento”, con una poética asombrosa. El mundo de Clarice Lispector me involucra, me cobija, me interpela, tanto como su vida. La obra de Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y de otros autores del realismo mágico fueron necesarias. Tardíamente llego a John Fante, escritor estadounidense. Sus novelas “Pregúntale al polvo” y “La hermandad de la uva”, conjugan magistralmente realidades difíciles con autenticidad y belleza.                                                                                                                      

 El cine tuvo gran influencia en mi, fueron las épocas de los cines “de arte” Lorraine, Lorca, Cosmos, entre otros, en la ciudad de Buenos Aires, donde vimos películas que, incuestionablemente, “nos descolocaron”. El cine del sueco Ingmar Bergman, el neorrealismo italiano. Entre nuestros directores, Leopoldo Torre Nilsson llevando a la pantalla la novela “Boquitas pintadas” de Manuel Puig; “La hora de los hornos” de Fernando Solanas y Octavio Getino; “Operación masacre”, dirigida por Jorge Cedrón, basada en la novela de no ficción periodística de Rodolfo Walsh (publicada, recordémoslo, nueve años antes que la tan difundida “A sangre fría” de Truman Capote); “La Patagonia rebelde”, a partir del libro del historiador Osvaldo Bayer, dirigida por Héctor Olivera. Comparto con Heidegger aquello de que los poetas revelan el ser de una manera que los filósofos no pueden y que la poesía es esencial para la comprensión del mundo.

11: Ernestina Elorriaga

     El campo de respuestas que se abre ante la propuesta es infinito. De modo permanente cruzan y me atraviesan, en impactos, en estertores, en ráfagas, a veces, en torbellinos obras artísticas que vienen a traer o a dejar y/o a recordarme el ejercicio del asombro y la admiración ante la belleza de las mismas. Es este un don que no debe ser minimizado, todo aquello que contribuye a que nos reconozcamos, no como artistas, si no como parte indisoluble de la vida del reino animal al que pertenecemos y nos descoloca, es decir aquello que hace que volvamos nuestra mirada de un modo introspectivo, para crecer en humanidad, debe ser agradecido. 

     No me alcanzaran los días para agradecer a Dostoyevski por su “Crimen y castigo”. La posibilidad de saber que nada en nuestro espíritu es absoluto, permitirme salir de la cuadratura de la razón y albergar el vuelo de sentimientos, emociones e imaginación que a la hora de la escritura me liberaron del mandato de la razón que, al menos en mi formación, fue casi absoluto. La razón era como la medida de todo, pero resulta que la lectura de esta obra mayor de la literatura, me descolocó de tal manera, no digo que me hice practicante cristiana, pero pude abrir mi pensamiento a la dimensión espiritual y aceptar la fe, de y en otros, como un camino. He leído con devoción casi cristiana su obra y puedo afirmar que ella me alejó de una cierta obscuridad que me impedía encontrar el camino liberador para mis días.

     No sé, o no recuerdo si las leí en el mismo año, pero “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sabato, produjo también un desgarramiento de profunda intensidad, pero en otra dimensión del de “Crimen y castigo”. Aquí pude colocarme e identificar mi pertenencia social, saber de dónde venía, identificar mi condición de clase y a su vez pude leer desde otras claves el proceso histórico evolutivo de nuestra patria, las antinomias de una oligarquía que sigue siendo presente en su encono hacia las clases populares.

     No puedo dejar de lado los “Cuentos completos” de Juan Carlos Onetti y el descubrir la belleza de la poesía en su narrativa, textos escritos de modo tan ajustado que no sobra ni falta palabra alguna. Precisos para develar nuestra condición humana, me permitió descubrir que la poesía no está necesariamente en el artefacto poema, si no que ella habita la escritura, y que el lenguaje de una novela o un cuento tienen a veces más poesía que la poesía misma. Escribir, acercar y ajustar la lengua para traer en ella la belleza que le pertenece y no desfallecer en ese intento, es lo que me interpela a la hora de la escritura y posterior lectura en voz alta de mis textos.

     La pintura de Hieronymus Bosch –el Bosco-, visitar sus reproducciones y su simbolismo cargado de criaturas extrañas, figuras híbridas e infinitud de detalles que descolocan nuestra-mi- imaginación y habilitan la posibilidad de ir un poco más allá de lo que nuestra-mi- conciencia permite. Mezclar la realidad con lo fantástico, desafiando la lógica, lo que en literatura devino en llamarse surrealismo y que en el tríptico “El jardín de las delicias”, Bosch realizó con maestría y que a pesar del paso tiempo sigue interpelándonos.

     Quiero traer al poeta dominicano Manuel del Cabral y su “Antología clave”, editada por Losada y que en mesas de oferta de los años setenta se conseguía por unos pocos pesos. Su poesía se hunde y bucea en la profundidad de las problemáticas sociales de su pueblo afro-descendiente. Después de leer el Martin Fierro, su “Compadre Mon” me confirmó que el campo de la poesía es infinito y que él, con su palabra fue capaz de parir ese libro, texto mítico, basado en una poética donde lo social, la identidad, la propiedad de la tierra, como en el libro de José Hernández, pueden ser tema principal de una obra. 

12: Esther Pagano Merkert

     En 2019 visité los Museos del Vaticano. Tuve el privilegio de haber compartido la visita con el artista visual y profesor de Historia del Arte, Guillermo Horacio Pagano, quien supo aportar detalles a mis escasos conocimientos. Muchas fueron las maravillosas obras que podría destacar, pero sólo una logró, cabalmente, descolocarme:La escuela de Atenas”, creada en el Renacimiento italiano por Rafael Sanzio entre los años 1509 y 1511. Dominado por una concepción espiritual, neoplatónica y humanística, Rafael unifica la sabiduría y la belleza en figuras de noble humanidad. 

“La escuela de Atenas” subraya mediante la proyección central de sus arcos y la arquitectura interior, la reunión de las “siete artes libres” bajo un solo techo con la discusión libre de los representantes por excelencia de estas disciplinas: a  la izquierda del cuadro los filósofos y poetas unidos alrededor de Anacreonte y Pitágoras; a la derecha, los matemáticos y científicos en torno a Euclides y Tolomeo, quien sostiene el globo terráqueo; mientras que al centro, enmarcadas por el arco final, caminan discutiendo amistosamente, Platón, que apunta hacia el cielo representando la búsqueda de la verdad y la sabiduría, y Aristóteles, quien señala hacia la tierra representando la importancia de la observación y la experiencia.

     La composición de la obra es impecable, con una perspectiva central que guía la mirada del observador hacia el centro de la escena. Los personajes están dispuestos en un semicírculo, otorgando un sentido de movimiento y dinamismo. Rafael utiliza un colorido vibrante y una iluminación suave para introducirnos en un ambiente sereno y contemplativo. La luz natural que entra por las ventanas del fondo ilumina la escena, destacando las figuras y ofreciendo un sentido de profundidad plena de simbolismos y referencias a la filosofía y la cultura clásica.

13: Eugenia Páez

La raíz de la desazón: El eco profundo de María Adela Agudo, Rosario Castellanos y Alejandra Pizarnik, tres voces femeninas que marcaron un antes y un después en la literatura latinoamericana, tienen en común algo más que su genio literario: su capacidad para descolocar, conmover y, en ocasiones, desbordar al lector.

     María Adela Agudo, a través de su poesía y su prosa, me confrontó con una mirada descarnada de la realidad. Su escritura destila una visceralidad que atraviesa los sentidos, llevándome a enfrentar una verdad no dicha, una brutalidad que no se esconde ni se maquilla. En sus textos hay un dolor palpable, pero también una reflexión acerca de la condición humana y de la muerte, tema recurrente en su obra.

     Rosario Castellanos en su sinceridad, me hizo reconocer que, a veces, la vida no tiene respuestas fáciles, y que el dolor y la belleza coexisten en un mismo espacio, haciendo que el alma se retuerza ante la incertidumbre. 

     Alejandra Pizarnik construye una atmósfera de angustia existencial que, al mismo tiempo, envuelve al lector en un halo de belleza indescriptible. Pizarnik no solo descoloca, sino que permite que el lector se identifique con su soledad, su incomodidad en el mundo, y esa conexión profunda es la que, de alguna manera, deja una marca indeleble en el alma.

14: Flavia Soldano Dehesa  

Pocas veces un texto (“La vara y el río” de Laura Klein, 2025, hilos editora) ha podido despellejarme, tengo los ojos fijos en el encuentro con una escritura que arrebata, criminal. Necesito leer una y otra vez, recibir los golpes para que duela, fragmentarme en un escenario devorador. Es una voz que no permite nombrar ¿Cómo contar el puñal?  Inexpugnable, esa la palabra que llega. No puedo vencer al poema tenaz. Esta fricción entre un tiempo que no avanza y una geografía que ocurre en un tiempo de atraso, expone a un delta de violencia. La letra que disloca, la confidencia, me toma y guía en un sueño fluvial: el río, fragmentos de caras, lo que azota y se hace azotar.

Entre los pedazos, primero se extrae el junco y luego el río, una lancha que devora el paisaje, la estría. La única materia es el golpe; un escenario de fuga voraz me traga junto a los destinatarios del golpe y al golpeador. Un susurro habla lo imposible, relata la insistencia, por detrás lo arrancado es nada. ¿Qué ha sucedido? “La vara y el río”, lo poético que extraña, por fin. 

     El eco de “Lazzaro felice” (2018, dirigida por Alice Rohrwacher) me persiguió por una semana, como un acúfeno poético que no deja de sonar. “Lazzaro felice” no es una película, más bien es una grieta que surge, una fricción entre un tiempo que no avanza y un espacio que no cambia. Es un resplandor que abrasa y quema lento. Me llevó varios días volver a mí. La elijo, la elijo por sobre todas, porque amo su herida por donde se filtra otra luz, una luz que no ilumina, sino que circunda la fábula de milagro, de realismo y dolor. El modo en que los personajes parecen surgir del tiempo y desvanecerse en el espacio expone la indefensión, la fragilidad.

Sobre esa superficie, la narración ocurre. Y esa palabra, ocurre, es más que un verbo: es una posición existencial. Los hechos simplemente emergen, brotan, se presentan sin aviso ni justificación, como si el mundo tuviera una lógica anterior a la historia. Dentro de ese tiempo suspendido, hay un espacio que parece no variar jamás. La aldea, la carretera, el campo, la ciudad: todos esos lugares pertenecen a una misma geografía secreta. Cambian los muros, cambia la época, pero el espacio es constante, como si fuera un destino de encierro antes que un territorio. Existe para ellos como un escenario que nunca se renueva, un paisaje que persiste más allá de la vida que pasa por él. En ese paisaje inmóvil, Lazzaro desconcierta, es acontecimiento. Parece estar hecho de la materia del lobo, Lazzaro y el lobo pertenecen a lo sagrado. No es una película, es una vibración.

15: Laura Klein

Conocí los poemas de Martucci en su primer libro, “Peste bufónica”. Fue un rayo, una expansión arando un agujero negro.

     Ah fruta amputada… Picoteada por pájaros pesados una alegría rozaba lo insoportable, el desorden de una cabeza vital que no cede, un mar donde ahogar los consabidos pesares inconclú. Entonces, la invitación: acoger las esquirlas de una mente asqueada de palabras. 

     Una enloquecida fiesta negra de lenguaje sostenía los hilos de esas letras para que no fugaran de la página, de un mundo hasta entonces muerto. Por debajo del estallido, una ligereza sin ancla, tridentes que no guadañas. Un ansia de reventar la versificación atraviesa la médula de la escritura de Daniel Martucci, que firmó este primer libro bajo el alias “Maruki”. Tenía todo a su favor, y lo dinamitaba. Gozaba de todas las músicas, y las hacía chirriar: encaje de sufre azur.

     En el poema final de ese primer libro suyo, con cierta ironía titulado “Bucólica”, el poeta pone de manifiesto su maestría -augusta, soberbia. Sombra de la montaña devora el cerezo / ¿o es que acá no hay cerezo? // sombra del cerezo cubre al que duerme / ¿o es que el que duerme está despierto / en otra parte? Florecía el libro ahí, en su no mejor poema. El perfecto, el feliz. Desflorecía entonces, para mi pobreza de lectora. 

     Y vi. El libro me atraía y a la vez corría mi quicio, lo desafiaba. No ostentaba –a propósito- la elegancia de Girondo ni tampoco –tan taimado- la dulzura de Vallejo: era desprolijo, provocador, cuidadamente descuidado. ¿Quería ser efímero? ¿Desconfiaba del cineclú, del honoris causa, del acre horizonte Utopía, del manantial de cosas importantes que cuentear? ¿Preferías, Martucci, melindre y purpurina, ir papando maravillas por el zendero? ¿Despreciabas tu perfección, tu lirismo? ¿Confiabas, acaso, en que nada nos pertenece / viene del caos y se va al desenfreno / por cañerías desbocadas? Y sabías –¿cómo, desde cuándo? – que volverá a brillar la loca / fugaz / como un naufragio que se fifa el mar. ¿Cómo podía hacer versos tan perfectos y después derrapar en una urdimbre, en sílabas desmontadas cayendo al precipicio de una lengua ajada y ajena? 

     Entré incómoda, leí azuzada, quise salir despectiva. Volví. “Hartó” en su artaúd me había devuelto las ganas de vivir. En medio del convite había también un “Sonete”, un convoy de tango y arpegios del que el Tata Cedrón, tomando el guante, se apropió y al que la vanguardia, enamorada, se rindió. 

     Burlas de dolor: no sé si decir huesitos. Infamias del buen decir, lamé de napalm y nicotina. Dulzura e ironía, dolor y compasión; lo alto y lo bajo, el endecasílabo logrado y despreciado, esa corona arrancada del cordón de la vereda. 

     Años después, cuando leí “Cámara profana”, volvió a descolocarme. Un lirismo desembozado, al borde de los clásicos. Hay una sola tristeza y es infinita (…) Hay infinitas tristezas, una sola de ellas resulta interminable

16: Laura Nicastro

Varios son los autores a los que admiro, pero tengo la certeza de que dos me “descolocaron”: Felisberto Hernández y Katherine Mansfield (en simultáneo).

Hernández despliega una curiosa humanización de elementos –cotidianos o no- que él convierte en personajes de sus historias. En uno de los cuentos, una muchacha escribe versos al balcón de invierno: “él es mi único amigo”, sostiene. Una noche ella visita al huésped en su habitación y le lee sus poemas. Poco después el balcón se derrumba. “Se tiró. Se puso celoso cuando lo fui a visitar a usted la otra noche” explica la muchacha (“El balcón”). 

“La silla era de la sala y tenía una fuerte personalidad. La curva del respaldo, las patas traseras y su forma general eran de mucho carácter. Tenía una posición seria, severa y concreta…” (“La casa de Irene”).

Pero los sentidos participan de esta “humanización” al atribuirles intencionalidad. “Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado… Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones” (“El balcón”). 

Hernández cruza elementos muy disímiles entre sí. “Las muñecas recibían día y noche cantidades inmensas de miradas codiciosas, y esas miradas hacían nidos e incubaban en el aire; a veces se posaban en las caras de las muñecas como las nubes que se detienen en los paisajes” (“Las hortensias”).

Y luego tenemos, su inagotable capacidad de simbolización desplegada en “Diario del sinvergüenza”.

Valgan estas pocas citas como ejemplos de qué fue lo que me conmovió en la narrativa de Felisberto Hernández. Releerlo multiplica la sorpresa del descubrimiento. Diferente fue el impacto de Katherine Mansfield.

Sigo admirando su capacidad de sugerir. En su prosa pesan los sobrentendidos, los sentimientos rara vez enunciados. A menudo, Mansfield describe colores o imágenes a través de los personajes para subrayar el estado emocional de sus criaturas literarias. ¿Ejemplos? Las descripciones en “Felicidad”: preciosas fruteras que adornan la mesa, la decoración armónica, el árbol a la luz de la luna. Todo da cuenta del enamoramiento y la plenitud que experimenta la protagonista. Otras veces, sugiere el final del cuento con la observación de una conducta aviar que funciona como metáfora (“El señor y la señora Palomo”).

O relata las catástrofes personales más íntimas con la mayor sutileza: una niña queda huérfana de madre y debe ir a vivir con sus abuelos. No hay descripción de dolor o soledad, pero el botón faltante en su ropa lo testifica (“El viaje”); Mansfield tampoco verbaliza específicamente la desazón de dos hermanas solteras que han dedicado su vida al padre ahora muerto. Apenas una duda sin respuesta para el anhelo que las inquieta: “Y si nuestra madre no hubiera muerto, ¿nos habríamos casado?” (“Las hijas del coronel difunto”).

 Mansfield es una maestra en estimular al lector a completar lo silenciado. Sabe que la descripción puntual limita: la sugerencia abre un abanico de posibilidades en la mente de quien lee. 

17: Marisa Chazarreta

Si he de ser honesta frente a esta consulta, tengo que decir que el arte y los artistas me han “descolocado” desde siempre, cuando repasaba guiada por el dedo índice de mi abuelo, aún antes de saber leer, los exquisitos grabados de los libros de cuentos infantiles del siglo XIX traídos en su largo viaje desde Budapest. Toda la finura y la expresividad se deslizaban por la falda de la aldeana alimentando a sus gallinas u observando el cielo con una sonrisa esbozada en el rostro, mientras tomaba la puntilla de su delantal con la mano.

¿Cómo haber podido sustraerse a esa magia de amor?  ¿Cómo no estar “descolocada”, hambrienta y ansiosa de descubrir ese mundo que me abría, precisamente, “las puertas del mundo”?

En los tiempos juveniles, me crucé con un caballero de la pluma que sí me “descolocó” fuertemente, encontrado en las lecturas a mansalva que caracterizaron siempre mis búsquedas: Charles Baudelaire. Sus flores del mal, su poema majestuoso y terrible, espejo del cuerpo y del alma de las grandes ciudades que transitaban un cisma civilizatorio.

De su mano entré a la adultez en poesía, retratista de las escenas y personajes que con las transformaciones que impone el devenir de los tiempos, aún vemos a diario. 

Creador de una nueva estética, disruptor profundo diríamos hoy, por sus estrofas desfila, circula y se manifiesta toda la vida en sus aspectos más primordiales, más entrañables y más duros. La vida en toda su pavorosa realidad y toda la sabiduría, la angustia y el spleen. Las certezas, pero la enorme carga de incertidumbre. Totalmente conmocionada en aquel tiempo, he vuelto a él recurrentemente como una inspiración permanente desde la universal humanidad del poema.

     Qué decir del hallazgo de la poesía de Antonin Artaud… otro “descolocador” a medida. Lo acompañé en la angustia y la soledad de su escritura y de su vida, con el corazón acongojado. Sus perfiles afilados hirieron para siempre mi propia escritura.

Me pregunto cómo abreviar tantos impactos y la ansiedad por saber, conocer. Nutrida de textos poéticos y prosa de la más diversa procedencia y temáticas, sólo por mencionar algunas impresiones fuertes citaré a la gran Clarice Lispector de quien, más allá de ponderar su exquisito uso del lenguaje, al que como ella misma decía, no había que cambiarle “ni una coma”, debo decir que “nos hermana” en el espacio y el tiempo, su profundo sentir, su análisis, su visceral contacto con la gente, esa crónica que la impele a contar “toda la verdad”, el rescate de la humildad, el desprecio por el orgullo vano.

     Cómo no hermanar con alguien que se impone como tarea crear desde la convivencia diaria con la palabra, saber de todo, palparlo, extender la mano abierta en generosidad, quien hizo de la intuición herramienta de sus textos y el vértice de su escritura sensible.

Agrego, en vertiginosa catarata, algo de lo mucho y demás que poblaron y pueblan mi vida y también me han “descolocado”: el tesoro artístico del Museo de Bellas Artes Juan B. Castagnino, León Ferrari en “La civilización occidental y cristiana”, Marta Minujín, Luis Felipe “Yuyo” Noé, cómo no decir Berni, Pujía, Julio Le Parc’? 

     Saltearse a Yupanqui, Piazzolla, Vinicius, Barenboim, Julio Bocca en el Basilio de “Don Quijote”, a Marta Argerich?

     Fui de la mano de Irene Vallejo en “El infinito en un junco”, recorriendo la escritura de todos, estuve con Elena Poniatowska, con Sartre y el Castor. 

     Sólo diré con Siri Hustvedt, para cerrar, que leer y escribir alteran nuestra organización cerebral: es decir, el fluir de la vida que se nos manifiesta plena de significados y nos envuelve en emoción.

18: Natalia Schapiro

     Me descoloca la prosa de Samanta Schweblin. Te instala en lo cotidiano, estás en un bar oyendo la típica conversación de alguien que le pide al mozo papas fritas, o en la vereda, junto al grupo de madres y padres que esperan que salgan sus hijos de la escuela. De pronto el mundo se quiebra, caés por una alcantarilla, se abre un pasadizo que te lleva a un universo desconocido, siniestro, donde se subvierte lo obvio, otra faceta de la humanidad cobra presencia.

     Los primeros en sacudirme fueron los poetas surrealistas. La ruptura de la sintaxis, en revolución permanente, el quiebre de las reglas que conocemos y nos ordenan, la posibilidad de dar vuelta el lenguaje, que sea un globo aerostático que pueda llevarte a cualquier parte. De adolescente me impactó mucho el poema “Unión libre” de André Breton, en el que despliega unas imágenes increíbles, estallan las metáforas para describir a su mujer.  No puedo evitar compartir algunos versos al releerlo:

(…) Con talle de reloj de arena

Mi mujer con talle de nutria entre los dientes del tigre

(…)

Con dientes de huellas de ratón blanco sobre la tierra blanca

(…)

Con cejas de borde de nido de golondrinas

(…)

Mi mujer con muñecas de fósforos

(…)

Mi mujer con pies de iniciales

Con pies de manojos de llaves con pies de pajaritos que beben

(…)

Mi mujer con espalda de pájaro que huye vertical

(…)

Mi mujer con caderas de barca

(…)

Mi mujer con sexo de alga y de bombones viejos (…)

También redescubrí ese juego al leer “Caza de conejos” de Mario Levrero, que salta y juega a las escondidas con las palabras, hace estallar cada ladrillo de sentido común que endurece nuestra mirada. La única regla es que todas las reglas pueden (¿deben?) ser transgredidas. 

     Me seduce la propuesta surrealista de hacer añicos el muro de lo obvio, el lenguaje inventa un cielo con estrellas nunca vistas, el lector es invitado a mojarse las patas en un lago con peces de colores. 

     Algo de ese efecto sorpresa también me produce Alejandra Pizarnik, aunque, por supuesto, con un tono más lúgubre y fragmentario. El lenguaje se disgrega y en esas fisuras teje su bella extrañeza. “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado” las palabras remiten a zonas desconocidas, te llevan en un barco donde se abre un paisaje otro, que puede transformarse en un pantano que angustia y cautiva a la vez.       

19: Nora Patricia Nardo

Guy Debord (1931-1994) fue un revolucionario filósofo, escritor y cineasta francés. Lo que más me descolocó de él fue su lucidez para observar cómo la realidad se transformaba en una mera representación de imágenes y los seres humanos en consumidores pasivos. Su anticipación a estos tiempos líquidos se evidencia, cuando en 1967, escribió “La sociedad del espectáculo”.

Me deslumbró su profundidad para mirar el mundo y su forma de escritura que combina filosofía, poesía y sociología. Ya vislumbraba una sociedad dominada por el consumo, la pérdida de la autenticidad y la mercantilización de la vida cotidiana. Pareciera hablar del presente. Es un texto que incomoda porque interpela. El espectáculo “no es un conjunto de imágenes sino las relaciones entre las personas mediatizadas por imágenes” escribió y también advirtió: “Nuestro tiempo… prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser…”. “El arte de la conversación está muerto, y pronto lo estarán casi todos los que saben hablar”.

Destaco su espíritu de resistencia y de lucha. Fue fundador de la “Internacional Situacionista”, grupo de vanguardia que buscó transformar la vida cotidiana a través de la experimentación artística y política. “La sociedad del espectáculo” formó parte importante de esa obra total, de su modo de habitar el mundo y resistirlo.

     Hilma af Klint (1862-1944) fue una artista pionera del arte abstracto, anterior a Kandinsky y, sin embargo, permaneció invisibilizada durante décadas. Lo que más me sorprendió fue descubrir una obra tan visionaria que había quedado arrumbada y silenciada por tanto tiempo. Esa demora, ese silencio histórico, me impresiona profundamente. Su primera gran retrospectiva recién llegó en 2013, un siglo después de haber creado sus piezas más potentes. Las obras que más me conmovieron fueron: “Las pinturas para el templo”, 193 trabajos realizados entre 1906 y 1915, organizados en distintas series y formatos. En ellas hay una búsqueda simbólica intensa y una energía espiritual que intenta revelar dimensiones casi invisibles. Sus formas y sus colores parecen anticiparse a su tiempo. No obstante, incluso hoy su obra no termina de ser plenamente reconocida. Su posición de outsider -una artista que trabajó más allá de las normas establecidas y que aún descoloca al sistema que la ignoró- persiste. A esto se suma su condición de mujer, en una época en la que las voces femeninas, en la pintura, la literatura y todas las artes difícilmente encontraban legitimación.

     Roland Barthes (1915-1980), en su libro “Fragmentos de un discurso amoroso”, me indujo a detenerme en frases que tenía que releer varias veces. Por ejemplo, “quiero comprenderme, hacerme comprender, hacerme conocer, hacerme abrazar, quiero que alguien me lleve consigo” o ese proverbio chino que dice que “el lugar más sombrío está siempre bajo la lámpara”. Barthes escribe un discurso lírico, íntimo, donde cada fragmento toca el alma a su modo. Ese libro me descoloca porque me obliga a pensarme, mirarme, y también mirar al otro, que me devuelve mi mirada, de otra manera.

20: Patricia Nasello

   Tengo para mí que, quien desee alcanzar una verdad a través de la realidad, puede hacerlo leyendo a John Steinbeck en “Las uvas de la ira”, o a Marco Denevi en “Rosaura a las diez”. Del mismo modo, quien desee llegar a una verdad a través de confrontación, debería leer a Friedrich Nietzsche en “Así habló Zaratustra” y a Andrés Rivera en “La revolución es un sueño eterno”. Así también, quien desee arribar a la verdad a través de la belleza, le convendrá elegir “Kalpa imperial” de Angélica Gorodischer, a Liliana Bodoc en la trilogía de “Los confines” y a Italo Calvino en “Las ciudades invisibles”. Todos los nombrados, libros que iluminan. Incluso, en ocasiones, nos forzarán a ver, sin sombra de duda que apacigüe el ánimo o la conciencia, aquello que hubiésemos preferido ignorar.

     Sin embargo, gracias a que la propuesta de Rolando Revagliatti me conduce a revisitar a aquellos artistas cuyos trabajos me “descolocaron”, faltaría a la honradez intelectual si no nombrara a Paul Klee. Mi vida cambió de una vez y para siempre por causa de su obra. Concluía la década del ochenta cuando cierta tarde decidí atender un documental acerca de la obra de este famoso artista plástico. Fascinada por su trabajo, y sin olvidar mi completa falta de habilidad para el dibujo, me propuse imaginar un cuadro y describirlo con palabras. En “El escritor y sus fantasmas”, Ernesto Sábato expresa que dentro de todo lector empedernido vive un escritor que puede, o no, manifestarse. Para mi sorpresa, aquella tarde escribí mi primer cuento. Y ya nunca me detuve. Siempre he considerado al arte de Klee, a su luz, como el origen de mi llamado escritural. 

     Estos fueron parte de los hechos. Para decirlos completos y ya retornando al arte de la literatura, confieso que Augusto Monterroso con su “La oveja negra y otras fábulas”, la autenticidad profunda que logra en sus brevísimos textos, me golpeó con la potencia de un rayo. Fábulas preñadas de una luz que duele sin dramatismos. De allí a encontrarme con “La sueñera” de Ana María Shua y a “Esperan la mañana verde” de María Rosa Lojo, apenas medió un paso. Escritoras a las que ya nunca dejé de leer.

     Para completar este sucinto análisis deseo nombrar varios de los cuentos que dejaron una huella indeleble en mi memoria. En el ámbito del terror realista, “La gallina degollada” y “El matadero”, escritos por Horacio Quiroga y Esteban Echeverría respectivamente. Maravillosos juegos intelectuales, “La casa de Asterión” de Jorge Luis Borges y “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar.

     Drama, “Encender un fuego” escrito por Jack London. A caballo entre el género realista y el fantástico “Los objetos” de Silvina Ocampo. No cerraré este párrafo sin nombrar al inclasificable “Ante la ley” de Franz Kafka. Sé que menciono textos clásicos, pero tengo una deuda tan grande con ellos, con la dicha de su lectura, que siento que es mi deber nombrarlos. Como también sé, y lamento, haber dejado de lado muchos otros igualmente extraordinarios. 

     Me despido con un recuerdo amoroso hacia Hans Christian Andersen y los hermanos Grimm, quienes, durante aquel período indeterminado dado en llamar infancia, me pusieron en el espléndido camino del goce estético a través de la palabra.

     Gracias, Rolando, por esta encantadora propuesta que culmino de escribir con una sonrisa. 

21: Silvia Rodríguez Ares                  

     Registros de la fascinación. Tengo nueve años y leo en una placa de bronce: “Quisiera esta tarde divina de octubre / pasear por la orilla lejana del mar…” Una mujer de piedra, con los cabellos al viento, está a punto de arrojarse a la corriente y yo la miro, no me atrevo a detenerla, tampoco quiero que se vaya. Entonces, la llevo conmigo, la consuelo, recorremos la playa, la arena se queda en mis manos y sus poemas se esparcen en la orilla: “Dientes de flores, cofia de rocío / manos de hierbas…” 

     El impacto de esa niña al conocer a Alfonsina Storni nunca se agota, la mujer adulta que soy sigue fascinada con la obra de la gran poeta: “¿Qué diría la gente, recortada y vacía, / si un día fortuito, por ultrafantasía, / me tiñera el cabello de plateado y violeta…” Es increíble que el hecho “ultrafantástico” que imagina Storni hoy es algo corriente y cotidiano, vemos a menudo cabelleras teñidas de los más diversos colores. Lo que no abunda ni se repite es su brillantez poética, única y eterna.

     Años después, ya estudiante de Letras, me “descoloca” y quedo maravillada ante una película que comienza en blanco y negro y se sitúa en Berlín: “Las alas del deseo’, de Wim Wenders. La mirada de los dos ángeles me atrapa, el narrador es un poeta, y la voz en off recita a Peter Handke: “Cuando el niño era niño / andaba con los brazos colgando, / quería que el arroyo fuera un río, / que el río fuera un torrente / y que este charco fuera el mar. / Cuando el niño era niño no sabía que era niño, / para él todo estaba animado / y todas las almas eran una.” El ángel Daniel se enamora de una chica y cae, se vuelve frágil, humano. Salgo del cine en éxtasis, levitando, fuera de este mundo.

     Sigo andando, y otro fogonazo: “Me ilumino de inmenso.” Este verso de Giuseppe Ungaretti me atraviesa. Tanta intensidad condensada, oh maravilla de la palabra. “Balaustrada de brisa / para apoyar esta tarde / mi melancolía.” Durante un tiempo, la poesía de Ungaretti es mi obsesión, la voz de los dioses, el verbo que produce el milagro.

     Hasta que llega, para incorporarse e instalarse en mi Olimpo personal, alguien que exclama y pregunta: “¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes / angélicas? Y aun si de repente algún ángel / me apretara contra su corazón, me suprimiría / su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada / sino el principio de lo terrible, lo que apenas somos capaces / de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente / desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.” Este es el comienzo de la “Elegía I” de Rainer Maria Rilke. Voz mágica, etérea, luminosa a la vez que sombría. Versos como rayos que resuenan en mi mente y tocan mi corazón voluble, tan dispuesto al nuevo latido, al asombro que descoloca y hace de este pálido mundo un lugar por momentos fascinante.

22: Soledad Gutiérrez Eguía

     En respuesta a la pregunta formulada, resulta imprescindible destacar y subrayar, en ausencia de orden jerárquico, las obras de Fernando Antonio Nogueira Pessoa (1888-1835) y Chantal Maillard (1951-). El corpus de cada autor brilla en su propio derecho. Por su unicidad, valor intrínseco y autenticidad.

     El primero de los autores, nacido en Lisboa, Portugal, fue uno de los mayores genios literarios del siglo XX. Logró escindirse en más de setenta heterónimos. Llevando así al extremo a la poiesis. La estética pessoana, fundamenta la multiplicidad en la unidad. Las obras, arquetipos del enigma, de escritura pesimista, solitaria y melancólica, conforman una escalera en espiral, donde el trayecto está marcado por el tedio, el hastío y la saudade, un anhelo de vuelta y de regreso a lo primordial. Entrelazan ciencia, arte, ética y religiosidad.

     En el sujeto pessoano nos encontramos con el caos, la indeterminación.

     Al “Libro del desasosiego”, obra cumbre, podemos llamarla la Biblia Pessoana. Diseño rigurosamente lúcido de un tratado de estética, poética y filosofía. De carácter confesional, el texto mismo es una autobiografía. Intimista, reflexiona sobre la introspección, el existencialismo, la soledad y, sobre todo, los sueños; en una obra laberíntica y metafísica. Una geometría del abismo.

     Pessoa fue “nadie” y a la vez el universo entero.

     Chantal Maillard, filosofa, ensayista y poeta, nacida en Bruselas, ha logrado alcanzar una voz única y radical. Ha ido trascendiendo progresivamente los géneros, desde su cuatrilogía de diarios (“Filosofía en los días críticos”, “Diarios indios”, “Husos” y “Bélgica”, reunidos todos ellos en “La arena entre los dedos”, libro desconcertante debido a su maestría intelectual) a la escritura híbrida de las obras últimas.

     Chantal, hace de la propia conciencia objeto de reflexión. Subraya el método de observación del proceso mental.

     Habitada de resonancias, estados cognitivos, territorios por desvelar; lucha contra los conceptos, contra lo prejuzgado. “Nadie puede escribir fuera de su experiencia vital”, manifiesta. Explora la deconstrucción, asimismo una ética que reemplace la moral defensiva.

     “La compasión difícil”, en palabras de la autora, es un libro incómodo, censurado y maldito. “La vida no es un bien, no hay razón por lo menos para suponer que lo sea”, sostiene. Aborda el tema: El hambre, el círculo del hambre. Interpela respecto a traer hijos al mundo. “Porque seguimos pensando que el nacimiento es algo que debe ser”. “Caer al mundo es oficio de tinieblas”, sentencia. 

     A partir de “La compasión difícil”, nace “Medea”, historia de la culpa. “El daño no se cura con bálsamos sino destejiendo la trama que nos mantiene presos”. Medea encarna la hybris, el conflicto interior. 

     A raíz de “La mujer de pie”, una invitación a la escucha, una reflexión sobre la enfermedad, surge “La herida en la lengua”, revelación de la extrañeza de vivir y la incapacidad del lenguaje para dar cuenta de ello. Expone la violencia, el dolor, la inocencia y la fragilidad del animal que nos habita.

     Maillard nos aporta diagnósticos y propuestas a modo de utopías. Diarios, ensayos y poesía se entrelazan indisolublemente con un solo objetivo común, averiguar qué hay “abajo del abajo” de cada cual.

23: Susana Giraudo

     Siempre sentí hambre por develar el misterio del arte. No cualquier obra me produce una conmoción tal que dejo de percibir el entorno para entregarme a la sensación. Conmoción (del latín conmotio) quiere decir cambio de ánimo por sorpresa. He admirado de manera presencial y por libros de arte, innumerables obras, y llegué a la conclusión de que la arquitectura y la pintura son el arte que marca el tiempo histórico. Las pinturas rupestres que llevaron al hombre a dejar marcas de su tiempo, hasta la obra de Antoni Gaudí en Barcelona, que sigue en marcha con su proyecto bello y misterioso.

Con el “Guernica” de Pablo Picasso ante mis ojos, enmudecí y supe que ese impacto de dolor, dejó constancia de la inocencia de un pueblo que no sabía porqué la muerte venía del cielo. Tal como la contemplación de la fotografía de aquella niña que escapaba desnuda y despavorida de la deflagración de Hiroshima. La “Polonesa heroica” de Chopin mueve hasta mis vísceras, sabiendo de la voluntad del joven músico que dejó tanta belleza y amor a su tierra que dispuso al morir que su corazón, viajara a su destino actual, Polonia. Hablar de literatura sería ocupar este espacio a la más grande pasión de mi vida.

24: Sylvia Cirilho

     Desde siempre he devorado cultura americana, tal vez por mi raíz y mi raza misturada o por la poesía libre y personal de movimientos en lucha o al margen de algunas convenciones sociales, o tal vez, pienso, por una postura ante la vida. Muchos autores de movimientos literarios han logrado impresionar e influenciarme a mi entero gusto, favorablemente (aunque algún tallerista de escritura me haya dicho que cambie). Formas y placeres míos que en el hoy permanecen.

     He seguido muy de cerca a autores del infrarrealismo mejicano, tales como José Alfredo Cendejas (a) Mario Santiago Papasquiaro en su “Aullido de cisne” y en su obra y el manifiesto “Nada utópico nos es ajeno”, compendio maravilloso en donde José Vicente Anaya logra descolocarme tanto como el anterior. No perseguir la inmortalidad en la escritura ni fama en los versos: Yo solo escribo el bosquejo de mi voz que te jode.

     Elijo obras y autores ocultos al ojo y telescopio y conformados por alguna luz que me lleve a buscar leerlos y aprehenderlos. No sigo al Olimpo de algunos “consagrados” sino que me lleva profundamente la necesidad de leer otras músicas en la escritura.

     Así, Roberto Bolaños en la búsqueda de Cesárea Tinajero en los desiertos de Sonora, Jorge Amado en el grito de “Tocaia grande”, Bruno Montané en la definición poética, la imagen en absoluto, el Sistema Poético del Mundo, lo órfico-pitagórico, el Curso Délfico, el Siglo de Oro, lo barroco americano, el banquete infinito de los pordioseros, las Eras Imaginarias y, como alumna de Cecilia Drummond de Andrade, todo lo del viejo querido Carlos Drummond de Andrade y en língua portuguesa -la leo y escribo- con su “…Penetra sordamente en el reino de las palabras. Allá están los poemas que esperan ser escritos.”

     Resulta difícil mencionar las circunvoluciones que se han agitado en mí desde que recuerdo haber leído e investigado -en la torpe forma robada al escaso tiempo- a autores como Mahfúd Massis, Juan Bañuelos, Salvador Bécquer Puig, Ernesto Cardenal, Roque Dalton, Leopoldo Marechal. Todos ellos han dejado un camino en mi cuerpo, todos han salpicado de algún fuego y aún hoy, sigo encontrándome en sus versos.

25: Viviana Bermúdez-Arceo

Acepté la invitación de mi amigo. Una exposición de cuadros famosos que había recorrido varios países y por eso me apresuré para la experiencia publicitada como innovadora, de inmersión en la realidad virtual aumentada. Una ligera atmósfera de ansiedad me cubrió en el inicio del viaje, al escudriñar las pinturas, a través de pequeños agujeros, un ínfimo sector de claridad contrario a los paneles laterales y al techo, totalmente negros. Espiar, como en la adolescencia, en el cine de barrio, junto a una amiga. Allí venían las tomas inquietantes de Drácula. Espiar, mitad temor, mitad goce, a través de los ojales del tapado.

En la última sala nos dieron un visor que me ajusté y comenzó a instalarse un panorama desconocido pero simple, una baranda, algunos sectores de una famosa pintura, detalles de plantas. Sin embargo, algo nimio ya despuntaba hasta ser confuso. Lo notaba: mi pulso se había acelerado porque una suerte de nube grisácea se había aposentado en mi cerebro. Todo empezó a estar suspendido, lento, mientras unas columnas dóricas e inestables blanqueaban sectores irreconocibles.

Fue inesperada la aparición, pero presentida, si quiero ser sincera: una figura pálida de estatua, como un espectro estaba a mi lado y aunque era un busto clásico de estatua, sin brazos ni piernas, se deslizaba y se deslizaba, todavía dándome la espalda. Esto comenzó a atormentarme. Lo terrible me había descolocado. Me preguntaba en medio de mi neblina, si yo continuaba siendo yo. ¿Yo estaba dentro de mí todavía? ¿Era este un terror justificado? Imágenes de recuerdos estrellados como ángulos punzantes en mi cabeza. Dentro del visor mis ojos se cerraban con la fuerza que parte de mí les imponía, pero el temor, no sólo silencioso, sino sobre todo vergonzante, me inundaba.

Sabía muy bien mi miedo que la figura voltearía, mostrándome los ojos terriblemente vidriosos, como los de aquel Auriga que había visto en Delfos, destellando líneas como ascuas, que vendrían amenazantes y me desplomarían. Sentí que demasiados segundos o minutos había otorgado, condescendiente a esas provocaciones que lograban desestabilizarme y sumergirme en un delirio de percepción que no estaba en condiciones de juzgar si correspondía a lo que yo juzgaba como realidad.

Esa especie de locura que me estaba trabajando hizo que me arrancara el visor y sin siquiera levantar la mano para pedir ayuda a la asistente, como habían indicado, lo largué en algún lugar de ese espacio turbador. Mi retirada fue rápida y quizás sorprendente para los otros, a quienes no me distraje en mirar, incluido mi amigo, que seguramente andaría como un zombi, atontado al tantear esas realidades engañosas y perturbadoras, como yo había observado antes de introducirme en la sala y su torbellino. 

*Su quehacer en narrativa y en poesía ha sido traducido y difundido al francés, vascuence, neerlandés, ruso, italiano, asturiano, alemán, albanés, catalán, inglés, esperanto, portugués, bengalí, maltés, rumano y búlgaro. Ha sido incluido en casi ochenta antologías de la Argentina, Brasil, Perú, México, Chile, Panamá, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela, España, Alemania, Austria, Italia y la India. Desde 2013 realiza entrevistas a escritores argentinos que difunde SurySur

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