Divagaciones sobre un mundo peor
Ya no existen políticas de izquierda. Alguna vez el planeta estuvo dividido en dos y la derecha y la izquierda de algún modo convivían cada cual cercada por sus respectivos límites. Poco a poco esos límites se fueron corriendo y asistimos al banquete en el que la derecha se comió -de manera literal- a la izquierda, o lo que quedaba de ella. Desapareció también la disidencia.
Esto fue por varias causas. Se instaló en la cabeza de quienes cohabitábamos en el lado de las políticas de derecha que ser de izquierda era vergonzante. No existía la libertad de ser de izquierda sin el acompañamiento de la culpa, se agregaba un velo como de vergüenza al apoyar sus causas y estaba, como un prejuicio, ser mal visto por el resto de la sociedad.
Se había también instalado a nivel social un temor parecido, si se hablaba de política, al actual cuando se habla de los judíos (o más precisamente de los israelíes): hay que hacerlo con cuidado, midiendo las palabras para no herir susceptibilidades.
Se puede decir -por lo menos en la Argentina- «gallego» o «tano de porquería», y resulta, más que un insulto, hasta amistoso; pero si una expresión parecida se utiliza con un judío arde la Troya del antisemitismo. Ya con lo dicho muchos judíos deben estar pensando que soy un acérrimo antisemita y los derechistas, para no quedarse atrás, que soy una persona con las ideas volcadas a la izquierda más extrema.
Nada más equivocado, pero así funciona este mundo. Equivocado. Los judíos, con Hitler, contaron seis millones de muertos en los tiempos de la segunda guerra mundial. No ignoremos los 27 millones de alemanes, los 12 millones de italianos, los 22 millones de rusos -todos ellos víctima de la insanía- y tampoco olvidemos que toda guerra conlleva atrocidades indecibles, como ahora a ratos nos prmite atisbar la televisión en Iraq.
En 1959 -o tal vez 1960- vi en Milán un museo itinerante del horror, promovido por una sociedad judía. Había cosas terribles. Panes horneados con harina y aserrín de madera, veladores hechos con piel humana y jabones de grasa humana. De veras un horror nauseabundo.
En mis recuerdos quedó grabado un dato de esa muestra de entonces: los muertos en las cámaras de gas a manos de los alemanes eran dos millones quinientos ochenta mil según un cartel expuesto en la misma horrenda exposición. Cómo esta cifra llegó a ser seis millones es un misterio. La explicación más creíble que encuentro es que tal vez en esa época los datos no estaban actualizados.
Quizá sea bueno aclarar que un solo judío, negro, blanco -de cualquier religión- asesinado de esa manera es un horror. Negros y blancos, creyentes o no también conocieron muertes horribles, quemados vivos en hogueras, devorados por feras a las que hambreaban ex profeso para la ocasión.
Otros grupos, etnias y culturas han sufrido atrocidades y tremendas injusticias. Los pueblos de África tratados como animales, deportados esclavos a América y otras regiones del planeta, masacrados de manera salvaje cuando no servían más, protagonizaron una emigración tan violenta como silenciosa. Los indígenas de América del Norte, exterminados juntos a los bisontes, sin posibilidad de defensa, en su suelo nativo a manos de colonos recien instalados en su territorio. Y las grandes civilizaciones de América del Sur, aztecas e incas, borradas sin piedad por los conquistadores españoles y europeos con su sed de conquista, para no hablar de los pueblos caribeños o de las masacres que en pleno siglo XX se orquestaban en Amazonia.
En todas las geografías del planeta encontraremos muchísimas culturas saqueadas o exterminadas. Y sus sobrevivientes y herederos apenas -con el paso de los siglos- dejaron huella de sus reclamos, devorados por lo que llamamos Occidente, por el esplendor de nuestra imperial civilización judeocristiana.
Diferente es la reacción de los judíos: conservan viva memoria de lo padecido y esgrimen el Viejo Testamento como una salvaguarda y pasaporte para su regreso a la tierra de la leche y miel. Sólo que al leer con frialdad ese libro descubrimos un Dios que, por ejemplo, acepta y justifica que un reyezuelo, David -él de Goliat-, haga pillajes, asesine a mansalva y reduzca a cenizas pueblos enteros, llevando a la práctica un genocidio de proporciones sólo para no tener testigos de sus actos. A este bandido -terrorista diríamos en la actualidad- los sacerdotes de entonces, como fieles representantes de la voluntad divina, lo coronaron.
Ese libro todavía es sagrado y se lo considera el faro de nuestra civilización. Con la mano sobre él juramos decir toda la verdad. Pues bien, amparados en ese libro se lleva a cabo una guerra mentirosa y cruel en Iraq.
Winston Churchill preguntó alguna vez con despectiva retórica: «¿Qué tienen los árabes?» Y se respondió: «¡Sólo son capaces de producir estiércol de camello!» Una frase premonitoria para el futuro Estado de Israel que se instalaría años después. Y una plataforma de punta en contra de los árabes con sus inútiles y anacrónicos camellos.
Parece que esta es la realidad de hoy. Aunque la plataforma se convirtió en guerra abierta contra aquellas regiones -y musulmanes- que no se doblegan a la voluntad de los israelíes, en primer término, y luego a la de Washington, que parece a estas alturas lacayo de los intereses de Israel.
¿Qué más se puede hacer con pueblos cuya habilidad es producir estiércol de camello, sino invadirlos para tomar sus bienes naturales, representados por sus inmensos campos petrolíferos? Nada debe asombrarnos. ¿Acaso no ocurrió de la misma manera con toda cultura de menor desarrollo tecnológico cuando otra más poderosa le puso los ojos encima? Cabe preguntarse cuándo China juzgará que está en condiciones de intervenir.
Desde hace generaciones el virulento capitalismo, apoyado en las Sagradas Escrituras, se defiende y se difunde sembrando muertes (que no siempre vemos o queremos ver) y se expande como mancha de aceite sobre la faz de la tierra. En Iraq y Afganistán era necesario dar señales claras sobre quién es el que manda en el planeta. Los chinos vienen -al menos por ahora- con las armas de la no violencia. Son temibles competidores. Y está Europa que deberá jugar a ser grande, pero falta todavía para eso.
La expansión del nacionalismo y desarrollo económico chino por su solidez es un balde de agua fría sobre los banqueros que no dudaron en conquistar el mundo con la astucia de una moneda imperial, en apariencia fuerte -pero en realidad débil y basada en la especulación-. El enfermo dólar de hoy provoca dudas en los mercados. Hay 6.031 billones de dólares en circulación en el mundo entero, respaldados por el PBI de EEUU, que es de 10,6 billones. 6021 billones de dólares sin respaldo, falsos entonces, sustentados en la sola confianza que despiertan.
Así lo confirman las palabras de Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, que dice: «Cuando es necesario ponemos en movimiento la maquinita de fabricar dólares». Con eso pagan deudas.
Todo declarado, sin tapujos, para que no haya dudas. Con esa «maquinita» hacedora de dólares, utilizada sin escrúpulos, se adueñaron del mundo entero, inclusive de buena parte de la región donde imperaba el socialismo soviético. Poder del dinero fácil que utilizado con astucia da resultados insuperables. ¿Quién puede hacerle frente a este gigante imperial? Nadie. La vieja Europa unida, obligada a obedecer vetustas normas éticas y sociales, no tiene el vigor de esa economía práctica, cruel (y enferma) que es la estadounidense. Tampoco los emergentes chinos, ocupados en desarrollarse en lo tecnológico.
Escuché decir alguna vez que los políticos comunistas eran personas muy inteligentes. Nada más errado. Algunos deben de haberlo sido, pero los verdaderos inteligentes son los capitalistas. Es una inteligencia planificada que se transmite merced a sus archivos de datos y objetividad. Conocen como nadie la naturaleza humana. Han hechos estudios serios sobre el comportamiento del hombre como sujeto social, saben como reaccionamos frente a las emergencias, al pánico, a las manifestaciones de júbilo o de terror. Conocen los límites de nuestras tolerancias, saben en que medida la religión nos inmoviliza, nos seda, nos convence.
Los capitalistas, aquellos de los grandes capitales, los que fomentan las guerras y firman la paz, tienen toda la esencia de nuestras conciencias en sus bases de datos y saben como moldearlas y seducirlas para responder ciegamente a sus intereses. Hombres astutos versus hombres ingenuos. Eso es.
Ahora asistimos los movimientos finales de una revolución totalitaria en marcha acelerada que nos aprisiona a todos, como una gran boa, y nos quita poco a poco la respiración. Somos un rebaño conducido hacía un horizonte de felicidad ecléctica, despersonalizada y digital. En esta fase de la revolución conservadora lo que importa es comprar el alma de la gente que tenga influencia sobre la población para que la convenza de que el futuro tan temido será harto feliz, aún cuando no tengamos fuerza para respirar de manera abierta y padezcamos un déficit de oxigenación cerebral.
Justo para no pensar que la hecatombe será terrible cuando esta civilización, levantada sobre las Sagradas Escrituras, comience a mirar a los chinos como ahora ve a los árabes, simples productores de estiércol de camellos. Pero para eso tenemos aún algunos años de espera. Por ahora sentémonos tranquilos a ver desde una ventana quien gana en el orden de las superaciones tecnológicas. Ese es un punto importante y es ahí donde «tenemos» años de ventaja. Pero los chinos, se sabe, son esforzados.
Como se leyó el último domingo en el diario Clarín, de Argentina – una columna firmada por Henry Kissinger, que de eso entiende-: «Fue Emanuel Kant quien mejor sintetizó hace 200 años el dilema de nuestra época. En su ensayo La Paz Perpetua señaló que el mundo estaba destinado a la paz perpetua. Esta sobrevendría ya fuera por previsión o por una serie de catástrofes que no dejarían otra opción. Cuál de los dos caminos se hará realidad es la pregunta que deberá abordar, en éste y todos los temas de política exterior, el reelecto presidente George W. Bush».
Escalofriante, sin comparaciones históricas, el futuro que nos espera.