Dos caminos, dos orillas
Hernando Calvo Ospina*
Fue hace unos meses. Durante un extenso intercambio, un oficial de los servicios de seguridad de Estados Unidos me dijo: ‘Tú y tus amigos deberían aprender del ex comandante guerrillero Joaquín Villalobos.’ Me contó que, junto a las tropas oficiales, asesores de su país habían combatido a las fuerzas de Villalobos, al norte de El Salvador.
No dijo que en esa zona el ejército cometió las peores masacres contra la población, durante la guerra civil que vivió ese país en los años ochenta.
Recordemos que Villalobos era de los más radicales del movimiento guerrillero. Fue uno de los responsables del asesinato del poeta y militante Roque Dalton, en 1975, señalado como agente de la CIA y de los servicios de inteligencia cubanos. Acusaciones desmentidas cuando ya era bien tarde. Villalobos estuvo entre los fundadores del Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN, que aglutinó a varios grupos guerrilleros.
Después de los acuerdos de paz en 1992, Villalobos se desplazó a Estados Unidos. Instituciones académicas y “laboratorios de ideas”, más conocidos como think tank, lo habían invitado. A su regreso, confrontó a los otros dirigentes del FMLN, ya convertido en un partido político, porque no tomaban el camino de la socialdemocracia. Su transmutación ideológica se radicalizó, plasmándola al viajar hasta México para servir de asesor a los militares en la represión al movimiento guerrillero Zapatista.
En 1999, luego que el pueblo salvadoreño lo rechazara en las urnas, se marchó a estudiar en la Universidad de Oxford. Sacó tiempo para llegar hasta Colombia como consejero de los jefes narco-paramilitares, responsables de miles de crímenes de lesa humanidad, que se estaban “desmovilizando”.
Desde Londres se fue lanza en ristre contra los movimientos populares y de izquierda en Latinoamérica. Y la gran prensa mundial le cedió gustosa el espacio. Aunque sus dardos se han centrado en la revolución cubana, y los procesos liderados por los presidentes Hugo Chávez y Evo Morales.
‘Es un buen socialdemócrata,’ me aseguró el oficial estadounidense. ‘Si aprendieran de él, nosotros seríamos amigos de tus amigos, y a ti te levantaríamos la prohibición de paso por nuestro país. Te sacaríamos de la lista.’ (1)
También me contó que había peleado contra “comunistas” en África y América Latina. Que alguna vez, junto a una patrulla del ejército de un país centroamericano, habían matado a un guerrillero. La alegría les aumentó cuando encontraron en su mochila un casete. ¡Información!, exclamaron. Corrieron a escucharlo. Sólo encontraron algunas tonadas románticas y una ranchera. En su letra, ésta decía que era lindo saber leer, tener una casita, y un pedacito de tierra para sembrar maíz.
El fornido oficial se quedó callado y me miró, esperando mi reacción. Le pregunté si por ese deseo, o sueño, el joven asesinado era comunista. ‘No lo sé, me respondió, pero era comunista. Peleaban por eso.’
Lo miré a los ojos, sin rabia, pero muy seguro de que nuestras orillas seguirán bien apartadas.
*Periodista y escritor colombiano, colaborador de Le Monde diplomatique