Editorial de The New York Times / Informe sobre la tortura

La mayoría de los estadounidenses hace mucho que saben que los horrores de Abu Ghraib no fueron la obra de unos pocos sociópatas de poco rango. Todos menos los seguidores más recalcitrantes del presidente Bush reconocieron la cadena de decisiones carentes de principios que llevaron al abuso, la tortura y la muerte en las prisiones dirigidas por los militares y servicios de inteligencia de EEUU.

Ahora un informe bipartidista del Comité Senatorial de los servicios armados ha preparado el equivalente de un fuerte caso para acusar criminalmente al ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld, su asesor legal William J. Haynes; y potencialmente a otros altos funcionarios, incluyendo el ex asesor legal de la Casa Blanca Alberto Gonzáles y David Addington, el ex jefe de personal del vicepresidente Dick Cheney.

El informe muestra de qué manera las acciones de esos hombres “provocaron indirectamente” lo que sucedió en Abu Ghraib, en Afganistán, en la Bahía de Guantánamo, Cuba, y en prisiones secretas de la CIA. Dice que esos altos funcionarios, que tenían la responsabilidad de defender la Constitución y el prestigio de Estados Unidos en el mundo, introdujeron metódicamente prácticas de interrogatorio basadas en torturas ilegales, ideadas por agentes chinos durante la guerra de Corea.

Hasta el advenimiento de la administración Bush, su único uso en Estados Unidos fue para entrenar a soldados a resistir lo que pudieran hacerles si fueran capturados por un enemigo que no respeta la ley.

Los funcionarios emitieron posteriormente documentos ilegales e inmorales para justificar sus acciones, comenzando con una orden presidencial que decía que las Convenciones de Ginebra no se aplicaban a prisioneros de la “guerra al terror” –la primera vez que una nación democrática reinterpretó unilateralmente las convenciones.

Esa orden preparó el terreno para la infame redefinición de tortura por el Departamento de Justicia, y luego la autorización del señor Rumsfeld del uso de métodos “agresivos” de interrogación. Algunos de estos métodos son tortura según cualquier definición racional y muchos de ellos violan leyes y tratados en contra del tratamiento abusivo y degradante.

Estos altos funcionarios ignoraron advertencias de abogados de todas las ramas de las fuerzas armadas de que estaban violando la ley, arriesgando a soldados uniformados a posibles acusaciones criminales y autorizando abusos que no solo eran considerados ineficaces por expertos, sino que en realidad eran contraproducentes.

Una página del informe incluye las repetidas objeciones que ignoraron tan despreocupadamente el presidente Bush y sus ayudantes.

La Fuerza Aérea tuvo “serias preocupaciones acerca de la legalidad de muchas de las técnicas propuestas”; el principal asesor legal de la fuerza de tarea de investigación criminal de los militares dijo que su valor era dudoso y pudiera poner a los soldados en riesgo de ser procesados. Uno de los principales abogados del Ejército dijo que algunas técnicas que casi llegaron a la horrible práctica del submarino “puede que violen el estatuto de tortura”. La Infantería de Marina dijo que “puede argumentarse que viola la ley federal”. La Marina solicitó que se hiciera una verdadera revisión.

El asesor legal del jefe del Estado Mayor Conjunto comenzó por aquel tiempo la revisión, pero dijo al Comité Senatorial que su jefe, el general Richard Myers, le ordenó que la abandonara por instrucciones del asesor legal de Rumsfeld, el señor Haynes. El informe indica que Haynes fue uno de los primeros proponentes de la idea de usar la agencia que entrena a soldados a soportar la tortura a fin de que ideara planes para el interrogatorio de prisioneros en manos de militares norteamericanos.

Esos entrenadores –que no eran interrogadores, sino solo expertos en cómo se inflige dolor físico y mental y cómo puede ser soportado– fueron enviados a trabajar con interrogadores en Afganistán, Guantánamo e Iraq.

El 2 de diciembre de 2002 Rumsfeld autorizó a los interrogadores en Guantánamo a usar una gama de técnicas abusivas que eran utilizadas ampliamente en Afganistán, consagrándolas como política oficial. En vez de basar esa autorización en una minuciosa revisión legal, Rumsfeld lo hizo basándose en un memorando de una página que le envió Haynes.

El panel del Senado señaló que altos abogados militares consideraron que el memo era “legalmente insuficiente" y "lamentablemente inadecuado”. Rumsfeld rescindió su orden un mes después y disminuyó el número de “técnicas agresivas” que podían usarse en Guantánamo. Pero lo hizo solo después de que el abogado en jefe de la Marina amenazó con protestar formalmente por el tratamiento ilegal a los prisioneros.

Para entonces, al menos un prisionero, Mohammed al-Qahtani, había sido amenazado con perros militares, privado de sueño durante semanas, desnudado por completo, obligado a usar una traílla y hacer de perro. Este año, un tribunal militar en Guantánamo desestimó las acusaciones contra el señor Qahtani.

El abuso y tortura de prisioneros continuó en prisiones dirigidas por la CIA y especialistas del programa de resistencia a torturas siguió participando en el sistema militar de detención hasta 2004. Algunas de las prácticas que Rumsfeld dejó como herencia parecían ilegales, como la privación del sueño. Estas políticas han dañado profundamente la imagen de Estados Unidos como un país de leyes y puede que haga imposible llevar a hombres peligrosos ante la justicia real.

El informe dijo que las técnicas de interrogatorio eran ineficaces, a pesar de las repetidas aseveraciones de la administración en contrario. Alberto Mora, el ex abogado general de la Marina que protestó por los abusos, dijo al Comité Senatorial que “hay oficiales en servicio con rango de almirante que mantienen que la primera y segunda causas identificables de muertes norteamericanas en combate en Iraq –como se consideran por su eficacia para reclutar a combatientes insurgentes para el combate– son, respectivamente, los símbolos de Abu Ghraib y Guantánamo.

Podemos comprender que los estadounidenses estén dispuestos a dejar atrás esos oscuros capítulos, pero sería irresponsable para la nación y una nueva administración ignorar qué ha sucedido –y puede aún estar sucediendo– en prisiones secretas de la CIA que no están cubiertas por la actual prohibición de los militares a usar actividades como el “submarino”.

Debe nombrarse un fiscal que estudie realizar acusaciones criminales contra altos funcionarios en el Pentágono y a los otros implicados en el planeamiento del abuso. Dados sus otros problemas –y la distancia que ha recorrido desde las sólidas posiciones que adoptó en estos asuntos al principio de la campaña– no tenemos verdaderas esperanzas de que Barack Obama, como presidente, tome una decisión tan políticamente difícil.

Al menos el señor Obama debiera, como sugirió la organización derechos humanos Primero, ordenar a su fiscal general que revise las más de dos docenas de casos de abuso de prisioneros que supuestamente refirieron el Pentágono y la CIA al Departamento de Justicia –y que los abogados de Bush rechazaron.

El señor Obama debe considerar las propuestas de grupos como Vigilancia de Derechos Humanos y el Centro Brennan para la Justicia de nombrar un panel independiente para que examine estas y otras horribles violaciones de la ley. Al igual que la Comisión 11/9, examinaría en profundidad las decisiones acerca del trato a prisioneros, así como las interferencias telefónicas sin autorización que erosionaron el imperio de la ley y violaron los derechos más fundamentales de los norteamericanos.

A no ser que el país y sus dirigentes sepan precisamente qué se hizo mal en los últimos siete años, será imposible arreglarlo y asegurarse de que esos errores terribles no se repitan. Esperamos que Obama mantenga la promesa que hizo una y otra vez en la campaña –ante muchedumbres que vitoreaban en los mítines de campaña y en otros lugares, incluyendo nuestra oficina en Nueva York–.

Dijo que uno de sus primeros actos como presidente sería ordenar una revisión de todas las órdenes ejecutivas del señor Bush y revocar todas aquellas que erosionaron las libertades civiles y el imperio de la ley.

Esa tarea será responsabilidad de Eric Holder, un veterano fiscal que será designado fiscal general, y de Gregory Craig, abogado de larga experiencia en asuntos de seguridad nacional que ha sido nombrado asesor legal de la Casa Blanca.

Un buen lugar principio sería revocar la desastrosa orden del Bush del 7 de febrero de 2002, que declaró que Estados Unidos ya no estaba legalmente comprometido a observar las Convenciones de Ginebra.

Original en inglés aquí

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