Eduardo Pérsico / El tango, aquellas francesitas y las dudas de un periodista especializado…

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El furor por afrancesar el tango, estragado por cierto aluvión parisino de musetas, mimises, yvetes y manones, al periodista especializado Mingo Echeverri le produjo íntimos reparos con algunos extraviados del espíritu popular —con perdón de la expresión.

Aunque siempre se disculpara por rozar de refilón al inigualable José González Castillo, por aquella mezcla rara de pizpireta que trajera la poesía del Quartier —más que barrio, digamos rioba—  y francesita que soñaba con Des Grieux sin hallar a su Duval para morirse en París bien Dama de las Camelias-Margarita Gauthier.

Una pena, porque su Griseta, tango romanza sin canyengue y tragicomedia en broma, mucho más lo celebraría esa engolada especie de frecuentar boliches y tutearse con trasnochadores conocidos, para parlotear luego por su cuenta sobre cada misterio de la madrugada, lo recóndito de cualquier nostalgia y atribuirse ser compadre de los duendes oníricos del vino.

Esos nocturnos líderes de Buenos Aires, tan profanos de cualquier apretujón madrugante por no llegar tarde al laburo ni de los  apremios a las pibas fabriqueras que cruzan la plaza de Lanús a las cinco de la mañana a veces cuando hace un frío que ni te cuento. Algo que comprendiera el Mingo, periodista especializado que nunca vivió engrupido de ser un laburador condenado a bailar siempre con el enemigo, por decir algo, pero a quien agarrarlo malparado para discutir con él cómo somos los naturales de esta comarca resulta más difícil que recular en chancletas.

Porque este insigne de por aquí, sin jugarla de héroe ni matarse por valores que vaya uno a saber, al sentirse del lado de la razón se prende contra cualquiera de los engreídos referentes que por memorizar ante cámaras un incierto ideario de los argentinos, al fin nos repiten la misma patraña que recitaron sus abuelos tiempo atrás —que en la dinámica actual es una eternidad o masomenos…

Y como nuestro hombre curte cierta mala leche por leer, ligó en un libro de un gomía común cómo por 1874 una partida de milicos iba de trote parejo tras el matrero Juan Moreira: "recién despuntaba la mitad del otoño, fin de abril, y en la cuneta de la casa de putas Café Pompadour aún brillaban los cristalitos de la escarcha. Buena señal si uno pretende un invierno llovedor… Si amigo, le dije Café Pompadour; y es que ya nos venía de antes nuestra pretensión de ser extranjeros…"
 
La calentura franchute por el tango existió, no es broma, y semejante fiebre no quedó encerrada en los cabarutes de París (donde por 1920 Ricardo Güiraldes —el mismo del Segundo Sombra— que por ahí lucía dotes de bailarìn pero minga de milonguero, según lo calificara el Mingo), también se expandió por salones, bares,  teatros y los grandes hoteles de moda.

Al menos eso le contara al Echeverri don Francisco Canaro —sus músicos debieron tocar vestidos de gaucho por 1925— que actuara en los salones parisinos más costosos con clientes como Rodolfo Valentino, que no aprendió a bailar el tango ni apretado por la cana, y distinto al violinista Jascha Heifetz que se la rebuscaba bastante bien. Sí, el fenómeno duró años y en El Garrón, local de un argentino que se volviera por el año cuarenta, luego que cerraban los dáncings  conocidos y caros seguía abierto hasta el amanecer.

Y quiérase o no  esta aceptación francesa por el tango llegó con tanta fuerza a Buenos Aires que escandalizó la selecta revista El Hogar antes de 1920, al publicar que "los porteños decentes de la buena sociedad se preocupaban porque temían que París nos quisiera imponer el tango argentino". Y serían muy pelotudos para ignorar que esa música era habitual en todo sainete teatral de Buenos Aires que entonces disponían el éxito popular de los tangos con letra, y en cada presentación era infaltable que el primer acto transcurriera en un conventillo de nuestro arrabal y el siguiente en un cabaret de París. Historia pura.

Pero los tangueros persistieron con la francesidad de cualquier polaquita de Galitzia reclutada y traída por la Varsovia y la Zwig Migdal a putanear en los prostíbulos de Dock Sud —que fueron muchas y una veintena de ellas hoy engordan el recatado cementerio de la calle Arredondo, en Avellaneda, a cien metros del municipal la calle Agüero—. Y aunque en su mayoría fueran rubias y sus ojos celestes no portaban nombres como Germaine o Jacqueline como se difundiera, ¿o la galleguita del tango también era francesa? Alguien lo cargó al  Julián Centeya por su "a mi Claudinette pequeña y tan querida me la negó la calle de París".

Port más que el griterío pasado hoy mucho no interese, este asunto encubre cierto doble perfil: uno es el ser nosotros esperando que alguien nos diga quienes somos, por esa aspiración a registrarnos más allá de nuestro mapa.

Y el otro, mucho más jodido, según el Mingo, periodista especializado, "persiste en nuestra comarca por esa gente que viaja mucho y por ahí anda, y padece de ansiedad por sentirse tan extranjero que hasta se envanece por nombrar en francés a un prostíbulo en medio de la pampa".

* Escritor.

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