Eduardo Pérsico / Un capítulo de El olvido está en libertad

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Aunque muchos quisieron nunca saber y otros dicen haber olvidado, lo cierto es que la Argentina vivió días terribles en la dècada de 1971/80. Ésta novela, publicada en 1986 por Editorial Futuro da cuenta de ellos inmersa en la cotidianidad común de esos años. que "la gente" —es decir el pueblo, su historia— se niega a olvidar.
Vamos, pues, con el capítulo 17. Diciembre de 1975…

A Quelo Varela ese fin de año también le asqueaban las enunciaciones vanas y las grandes frases. “Este paìs será el artìfice de su propio destino”. “Valores consagrados de la tradición contra intereses extraños al sentir nacional”; cuánto palabrerìo.si en la madrugada ambulan pibes idiotas de hambre. Què ganas de llorar la puta que nos parió, se repetia y acumulaba una llorada calmadora de angustias, según hicieron tantos en mitad del ’74 con gimoteos desde la ingle ante la muerte del viejo Peròn.

Cuando entre lloradores se colaron antiguos mandones, usadores del Poder, viejos y novedosos camaradas de armas, y tantos perpetuos sindicalistas con sus serviles guardaespaldas  empujándose por una posición ante la cureña y su magnífico cadáver. A él le dolìa la frase ‘a peròn peròn que grande sos lo pueden heredar sus enemigos que odian al pobrerío’ que dijera su amigo Jorgito, pero esa certidumbre de llanto acumulado por esos días lo atenuaba con Marìa Victoria, única dueña de un negocio en Témperley sin mucha necesidad de ganar dinero y librera casi para entretenerse.

Hermosa cuarentona de pelo corto y lejos de jugar en veteranas por su brillo pícaro en la mirada, la justeza de sus nalgas y piel intrigante para ser devorada en besos mordisqueados de calmar la soledad y la frustración de cada uno. Cuando Quelo la visitaba ella saludaba ‘hasta mañana’  a Liliana; su prescindible empleada y creciente mirona del vendedor, señor Varela; y ante tantas miradas en francés de la chica él recibò un aviso de su ángel atorrante y no perdió tiempo. Diciembre descolgaba barullos de celebración y en tres breves contraseñas Quelo y Lilianita se convocaron a encontrarse "de casualidad" en un bar cercano. Enseguida Quelo admitió lo gratuito que eran sus versos cameleros ante esa liberada veinteañera estudiante de psicología que no ofrecìa resistencias,  y asì le desmañaba su machismo no habituado a perder por decisión del contrario.

—Vamos un rato a un lugar màs tranquilo —le propuso la gatita serval embutida en unos ‘hot pants’ de moda, y ahí Quelo tuvo la sensación de cambiar de dìa sin saberlo.

El hotelito màs cercano estaba sobre la calle Pasco, dos pisos de habitaciones amontonadas con ventanas a un patio de estacionamiento, y con Lilianita bien entrenada en ejercicios de alcoba la sesión era discreta. Sin exprimentaciones ni acrobacias rebuscadas con un poco de ternura eso si, la imprescindible, así que pasado el primer encontronazo era natural fumar un cigarrillo mirando el cielorraso y dejarse hormiguear el vello del pecho al demorar alguna caricia sobre las colinas de la hembra joven. Separados, individuales y casi lejanos de ese único cuerpo que se realiza entre dos cuando el amor es cierto.

—No me dijiste si estàs casado. ¿Tenés hijos? —preguntò la chica y los ruidos que llegaban de la otra habitación le hicieron pensar a Quelo que si algo no cambiaba en las amuebladas por hora era la intimidad ambiental. Se escuchaban grititos en la pieza contigua, pasos apurados y de pronto voces de orden desde el pasillo. Y Lilianita seguía con su cuestionario del descanso, primer tiempo, en todo el ámbito los ruidos fueron creciendo y acallados de pronto. Por ahí un grito muy agudo se apagò de golpe, el traspié de alguien apresuró la escalera y los tironeos ya eran pared por medio.

—De chica aprendí que a la gente mayor como vos debemos tratarla con  cariño —quiso bromear la chica ajena al resto. Y Quelo le dijo ‘dejate de joder y si entran quedate tranquila y no grites’ mientras se abrochaba la camisa y dos detonaciones atenuaron un chillido angustioso.

Un miedo pegajoso lo doblegó al escuchar los pasos tan cercanos y hasta maldijo estar  con esa pendeja espectacular ‘pero una tarada si no entendía lo que pasaba’. Afuera crecìan forcejeos, golpes, dientes apretados, resistencias hundidas en algún sollozo y alguien que atinó a gritar ‘hijos de puta ella no tiene nada que ver’.

Al descorrer apenas la cortina del ventanal divisó un auto maniobrando para buscar la salida. El chofer, un gordo de camisa colorinche por encima del pantalón y una careta de goma sobre la cara, bajó del auto y ayudó a tironear de los pelos a un tipo flaco que vestìa sólo un vaquero azul. La incipiente luna de diciembre alumbró las manos atadas del muchacho al voltearlo sobre el asiento trasero y el enmascarado en tanto hizo lugar en el baùl del auto. Ahí Lilianita encendió dos cigarrillos de espaldas a la ventana.

—Tomà mi amor, fumà y contame que estás viendo.

Quelo no respondió. Abajo se veía el coche con el baúl abierto y algo terrible lo congeló al ver embutiendo en ese hueco a una muchacha; largo pelo negro, mal envuelta en un sábana con manchas de sangre y una pierna tostada le colgó unos segundos afuera antes de cerrar la tapa. La luz de la noche se le abatió por ùltima vez y el Falcon gris salió sin apuro.

Pasado un rato el silencio era imbatible y no queriendo seguir en el papel de tipo grande y asustado, Quelo Varela se esmerò en reflotar alguna ocurrencia que lo devolviera a la cama. Pero a pesar del entusiasmo de Lilianita no hubo caso; aquella fiestonga de fin de año fue organizada en un ambiente muy ruidoso y  animado por máscaras no invitadas.    

Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
 Aunque muchos quisieron nunca saber y otros dicen haber olvidado, lo cierto es que la Argentina vivió días terribles en la dècada de 1971/80. Ésta novela, publicada en 1986 por Editorial Futuro, da cuenta de ellos inmersa en la cotidianidad común de esos años que "la gente" —es decir el pueblo, su historia— se niega a olvidar.
Vamos, pues, con el capítulo 17. Diciembre de 1975…

A Quelo Varela ese fin de año también le asqueaban las enunciaciones vanas y las grandes frases. “Este paìs será el artìfice de su propio destino”. “Valores consagrados de la tradición contra intereses extraños al sentir nacional”; cuánto palabrerìo.si en la madrugada ambulan pibes idiotas de hambre. Què ganas de llorar la puta que nos parió, se repetia y acumulaba una llorada calmadora de angustias, según hicieron tantos en mitad del ’74 con gimoteos desde la ingle ante la muerte del viejo Peròn.

Cuando entre lloradores se colaron antiguos mandones, usadores del Poder, viejos y novedosos camaradas de armas, y tantos perpetuos sindicalistas con sus serviles guardaespaldas  empujándose por una posición ante la cureña y su magnífico cadáver. A él le dolìa la frase ‘a peròn peròn que grande sos lo pueden heredar sus enemigos que odian al pobrerío’ que dijera su amigo Jorgito, pero esa certidumbre de llanto acumulado por esos días lo atenuaba con Marìa Victoria, única dueña de un negocio en Témperley sin mucha necesidad de ganar dinero y librera casi para entretenerse.

Hermosa cuarentona de pelo corto y lejos de jugar en veteranas por su brillo pícaro en la mirada, la justeza de sus nalgas y piel intrigante para ser devorada en besos mordisqueados de calmar la soledad y la frustración de cada uno. Cuando Quelo la visitaba ella saludaba ‘hasta mañana’  a Liliana; su prescindible empleada y creciente mirona del vendedor, señor Varela; y ante tantas miradas en francés de la chica él recibò un aviso de su ángel atorrante y no perdió tiempo. Diciembre descolgaba barullos de celebración y en tres breves contraseñas Quelo y Lilianita se convocaron a encontrarse "de casualidad" en un bar cercano. Enseguida Quelo admitió lo gratuito que eran sus versos cameleros ante esa liberada veinteañera estudiante de psicología que no ofrecìa resistencias,  y asì le desmañaba su machismo no habituado a perder por decisión del contrario.

—Vamos un rato a un lugar màs tranquilo —le propuso la gatita serval embutida en unos ‘hot pants’ de moda, y ahí Quelo tuvo la sensación de cambiar de dìa sin saberlo.

El hotelito màs cercano estaba sobre la calle Pasco, dos pisos de habitaciones amontonadas con ventanas a un patio de estacionamiento, y con Lilianita bien entrenada en ejercicios de alcoba la sesión era discreta. Sin exprimentaciones ni acrobacias rebuscadas con un poco de ternura eso si, la imprescindible, así que pasado el primer encontronazo era natural fumar un cigarrillo mirando el cielorraso y dejarse hormiguear el vello del pecho al demorar alguna caricia sobre las colinas de la hembra joven. Separados, individuales y casi lejanos de ese único cuerpo que se realiza entre dos cuando el amor es cierto.

—No me dijiste si estàs casado. ¿Tenés hijos? —preguntò la chica y los ruidos que llegaban de la otra habitación le hicieron pensar a Quelo que si algo no cambiaba en las amuebladas por hora era la intimidad ambiental. Se escuchaban grititos en la pieza contigua, pasos apurados y de pronto voces de orden desde el pasillo. Y Lilianita seguía con su cuestionario del descanso, primer tiempo, en todo el ámbito los ruidos fueron creciendo y acallados de pronto. Por ahí un grito muy agudo se apagò de golpe, el traspié de alguien apresuró la escalera y los tironeos ya eran pared por medio.

—De chica aprendí que a la gente mayor como vos debemos tratarla con  cariño —quiso bromear la chica ajena al resto. Y Quelo le dijo ‘dejate de joder y si entran quedate tranquila y no grites’ mientras se abrochaba la camisa y dos detonaciones atenuaron un chillido angustioso.

Un miedo pegajoso lo doblegó al escuchar los pasos tan cercanos y hasta maldijo estar  con esa pendeja espectacular ‘pero una tarada si no entendía lo que pasaba’. Afuera crecìan forcejeos, golpes, dientes apretados, resistencias hundidas en algún sollozo y alguien que atinó a gritar ‘hijos de puta ella no tiene nada que ver’.

Al descorrer apenas la cortina del ventanal divisó un auto maniobrando para buscar la salida. El chofer, un gordo de camisa colorinche por encima del pantalón y una careta de goma sobre la cara, bajó del auto y ayudó a tironear de los pelos a un tipo flaco que vestìa sólo un vaquero azul. La incipiente luna de diciembre alumbró las manos atadas del muchacho al voltearlo sobre el asiento trasero y el enmascarado en tanto hizo lugar en el baùl del auto. Ahí Lilianita encendió dos cigarrillos de espaldas a la ventana.

—Tomà mi amor, fumà y contame que estás viendo.

Quelo no respondió. Abajo se veía el coche con el baúl abierto y algo terrible lo congeló al ver embutiendo en ese hueco a una muchacha; largo pelo negro, mal envuelta en un sábana con manchas de sangre y una pierna tostada le colgó unos segundos afuera antes de cerrar la tapa. La luz de la noche se le abatió por ùltima vez y el Falcon gris salió sin apuro.

Pasado un rato el silencio era imbatible y no queriendo seguir en el papel de tipo grande y asustado, Quelo Varela se esmerò en reflotar alguna ocurrencia que lo devolviera a la cama. Pero a pesar del entusiasmo de Lilianita no hubo caso; aquella fiestonga de fin de año fue organizada en un ambiente muy ruidoso y  animado por máscaras no invitadas.    

Eduardo Pérsico, escritor, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.

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