El consumismo, ¿una enfermedad?
En el corazón de las selvas del Petén, en lo que actualmente es Guatemala, en la cima del Templo IV, joya arquitectónica legada por los mayas del Período Clásico, dos jovencitas turistas estadounidenses -con ropa Calvin Klein, con calzado Nike, con lentes de sol Rayban, con teléfonos portátiles Nokia, cámaras fotográficas digitales Sony, videofilmadoras JVC y tarjeta de crédito Visa, hospedadas en el hotel Westing Camino Real y habiendo viajado con millas de «viajero frecuente» por medio de American Airlines, hiperconsumidoras de Coca-Cola, Mc Donald’s y de cosméticos Revlon- comentaban al escuchar los gritos de monos aulladores encaramados en árboles cercanos: «pobrecitos, aúllan de tristeza, porque no tienen cerca un ‘mall’ donde ir a comprar».
Consumir, consumir, hiper consumir, consumir aunque no sea necesario, gastar dinero, hacer shopping… todo esto ha pasado a ser la consigna del mundo moderno. Algunos -los habitantes de los países ricos del Norte y las capas acomodadas de los del Sur- lo logran sin problemas.
Otros, los menos afortunados -la gran mayoría planetaria- no; pero igualmente están compelidos a seguir los pasos que dicta la tendencia dominante: quien no consume está out, es un imbécil, sobra, no es viable. Aunque sea a costa de endeudarse, todos tienen que consumir. ¿Cómo osar contradecir las sacrosantas reglas del mercado?
Podríamos pensar que el ejemplo de las jóvenes arriba presentado es una ficción literaria -una mala ficción, por cierto-; pero no: es una tragicómica verdad. El capitalismo industrial del siglo XX dio como resultado las llamadas sociedades de consumo donde, aseguradas ya las necesidades primarias, el acceso a banalidades superfluas pasó a ser el núcleo central de toda la economía. Desde la década de los 50, primero en Estados Unidos, luego en Europa y Japón, la prestación de servicios ha superado largamente la producción de bienes materiales. Y por supuesto los bienes masivos suntuarios o destinados no sólo al aseguramiento de la subsistencia física (recreación, compras no unitarias sino por cantidades, mercaderías innecesarias pero impuestas por la propaganda, etc., etc.) encabezan por lejos la producción general. ¿Por qué esa fiebre consumista?
Todos sabemos que la pobreza implica carencia, falta; si alguien tiene mucho es porque otro tiene muy poco, o no tiene. En una sociedad más justa, llamada socialismo, «nadie morirá de hambre porque nadie morirá de indigestión», dijo Eduardo Galeano. No es necesario un doctorado en economía política para llegar a entender esta verdad. Pero contrariamente a lo que podría considerarse como una tendencia solidaria espontánea entre los seres humanos, quien más consume anhela, ante todo, seguir consumiendo. La actitud de las sociedades que han seguido la lógica del hiper consumo no es de detener el mismo, repartir todo lo producido con equidad para favorecer a los desposeídos, detener el saqueo impiadoso de los recursos naturales. No, por el contrario el consumismo trae más consumismo. Un perro de un hogar término medio del Norte come un promedio anual de carne roja mayor que un habitante del Tercer Mundo.
Mientras mucha gente muere de hambre y no tiene acceso a servicios básicos en el Sur (agua potable, alfabetización mínima, vacunación primaria), sin la menor preocupación y casi con frivolidad se gastan cantidades increíbles en, por ejemplo, cosméticos (8.000 millones de dólares anuales en Estados Unidos), o helados (11.000 millones anuales en Europa), o comida para mascotas (20.000 millones anuales en todo el Primer Mundo). ¿Somos entonces los seres humanos unos estúpidos y superficiales individualistas, derrochadores irresponsables, vacíos compradores compulsivos? Responder afirmativamente sería parcial, incompleto. Sin ningún lugar a dudas todos podemos entrar en esta loca fiebre consumista; la cuestión es ver por qué se instiga la misma, o más aún: es hacer algo para que no continúe instigándosela.
Lo cual lleva entonces a reformular el orden económico-social global vigente. ¡Esta locura no puede seguir así!
Si bien es cierto que en las prósperas sociedades de consumo del Norte surgen voces llamando a una ponderada responsabilidad social (consumos racionales, energías alternativas, reciclaje de los desperdicios, ayuda al subdesarrollado Sur), no hay que olvidar que esas tendencias son marginales, o al menos no tienen la capacidad de incidir realmente sobre el todo.
Recordemos, por ejemplo, el movimiento hippie de los años 60 del pasado siglo: aunque representaba un honesto movimiento anti-consumo y un cuestionamiento a los desequilibrios e injusticias sociales, el sistema finalmente terminó devorándolo. Dicho sea de paso: las drogas o el rock and roll, sus insignias de las décadas de los 60 y 70, acabaron siendo otras tantas mercaderías de consumo masivo, generadoras de pingües ganancias (no para los hippies precisamente, por cierto).
Una vez fomentado el consumismo, todo indica que es muy fácil -muy tentador sin dudas- quedar seducido por sus redes. Por ejemplo: los polímeros (las distintas formas de plástico) constituyen un invento reciente en la historia; en el Sur recién se van conociendo a mediados del siglo XX, luego que ya eran de consumo obligado en el Norte, pero hoy ya ningún habitante de sus empobrecidos países podría vivir sin ellos, y de hecho, en proporción, se consumen más ahí que en el mundo desarrollado donde comienza a haber una búsqueda del material reciclado. Por diversos motivos (¿para estar a la moda que le impusieron?), es más probable que un pobre del Tercer Mundo compre una canasta de plástico que de mimbre. El consumismo, una vez puesto en marcha, impone una lógica propia de la que es muy difícil tomar distancia. Es «adictivo», podría decirse.
Del mismo modo, y siempre en esa dinámica, veamos lo que sucede con el automóvil. Actualmente es archisabido que los motores de combustión interna -es decir: los que le rinden tributo a la monumental industria del petróleo en definitiva- son los principales agentes causantes del efecto invernadero negativo; y sabido es también que producen un muerto cada dos minutos a escala planetaria por accidentes de tránsito, inconvenientes todos que podrían verse resueltos, o minimizados al menos, con el uso masivo de medios de transporte público, más seguros en términos de seguridad individual y ecológica (un solo motor puede transportar cien personas, por ejemplo, pero hasta no acabar la última gota de petróleo no habrá vehículos impulsados por energías limpias: agua o sol por ejemplo).
Un motor quemando combustibles fósiles por persona no es sostenible a largo plazo en términos medioambientales, pero curiosamente para los primeros veinticinco años del siglo en curso las grandes corporaciones de fabricantes de automóviles estiman vender mil millones de unidades en los países del Sur, y los habitantes de estas regiones del globo, sabiendo de las lacras arriba mencionadas y conocedores de los disparates irracionales que significa moverse en ciudades atestadas de vehículos, no obstante todo aquello están gozosos con el boom de estas máquinas fascinantes.
En esa lógica entonces, quien puede, aún endeudándose por años, hace lo imposible por llegar al «cero kilómetro». Todo lo cual nos lleva a dos conclusiones: por un lado pareciera que todos los seres humanos somos demasiado manipulables, demasiado fáciles de convencer (los publicistas lo saben a la perfección). No otra cosa nos dice la semiótica, o la psicología social de cuño estadounidense centrada en el manejo mercadológico de las masas. De no ser así George Bush hijo, un alcohólico recuperado bastante poco ducho en las lides políticas, no podría haber sido presidente de su país en dos ocasiones (gracias a un video sensacionalista en su segunda campaña presidencial, por ejemplo, que explotó los miedos irracionales del electorado); o el cabo del ejército alemán Adolf Hitler no podría haber hecho creer al «educado» pueblo alemán ser una raza superior y llevarlo a un holocausto de proporciones dantescas.
Pero por otro, como segunda conclusión -y esto es sin dudas el nudo gordiano del asunto- las relaciones económico-sociales que se han desarrollado con el capitalismo no ofrecen salida a esta encerrona de la dinámica humana. El gran capital no puede dejar de crecer, pero no pensando en el bien común: crece, al igual que un tumor maligno, en forma loca, desordenada, sin sentido. ¿Para qué la gran empresa tiene que continuar expandiéndose? Porque su lógica interna lo fuerza a ello; no puede detenerse, aunque eso no sirva para nada en términos sociales. ¿Por qué los millonarios dueños de sus acciones tienen que seguir siendo más millonarios? Porque la dinámica económica del capital lo fuerza, pero no porque ese crecimiento sirva a la población. Y ese crecimiento, justamente -como tejido canceroso- se hace a expensas del organismo completo, del todo social en este caso, haciendo consumir, consumir lo innecesario, depredando recursos naturales, y volviéndonos cada vez más tontos, manipulando nuestras emociones a través de las técnicas de mercadeo para que sigamos comprando. «Pobrecitos. Aúllan de tristeza, porque no tienen cerca un ‘moll’ donde ir a comprar»…
Dictando modas, fijando patrones de consumo, obligando a cambiar innecesariamente los productos con ciclos cada vez más cortos (obsolescencia programada), haciendo sentir un «salvaje primitivo» a quien no sigue esos niveles de compra continua, con refinadas -y patéticas- técnicas de comercialización (propaganda engañosa, manipulación mediática que no da respiro, crédito obligado), el gran capital, dominador cada vez más omnímodo de la escena económica-político-cultural planetaria, impone el consumo con más ferocidad que las fuerzas armadas que lo defienden lanzan bombas sobre territorios díscolos que se resisten a seguir ese guión.
Por cierto que, dadas ciertas circunstancias, el «consumismo» irrefrenable podría ser considerado como una conducta patológica. De hecho en la Clasificación Internacional de las Enfermedades -CIE- de la Organización Mundial de la Salud, así como en el Manual de Transtornos Mentales de la Asociación de Psiquiatras de Estados Unidos -DSM, versión IV- aparece como una posible forma de las compulsiones. Y desde esa matriz médico-psiquiatrizante pudo llegar a describirse la «compra compulsiva» como una categoría diagnóstica determinada. «Preocupación frecuente por las compras o el impulso de comprar, que se experimenta como irresistible, intrusivo y/o sin sentido. Compras más frecuentes de lo que uno se puede permitir y de objetos que no se necesitan, o sesiones de compras durante más tiempo del que se pretendía».
Sin negar que ello exista como variable psicopatológica («Se calcula que la compra compulsiva afecta entre 1.1% y el 5.9% de la población general y es más común entre las mujeres que entre los hombres»), el consumismo voraz que nos impone el sistema es más que una conducta compulsivo-adictiva individual. En todo caso, nos habla de una «enfermedad» intrínseca al sistema mismo. Si las jovencitas del ejemplo con que se abría el presente texto son tan «estúpidas», frívolas y superficiales, no son sino el síntoma de un transtorno que se mueve a sus espaldas. Transtorno que, por cierto, no se arregla con ningún producto farmacéutico, con un nuevo medicamento milagroso, con otra mercadería más para consumir, por más bien presentada y publicitada que esté. Se arregla, en todo caso, cambiando el curso de la historia.
Esta es una verdad tan rotunda que duele como una cachetada.
Y lo que más nos mortifica es saber que esta práctica consumista va creciendo hasta la voracidad, hasta fagocitarnos.