El duro camino de la lectura

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La idea del gobierno de Costa Rica no parece boba; crear un departamento en el Ministerio de Cultura que evalúe qué libros -por ejemplo aquellos de contenido pornográfico o los tradicionales de horóscopos cada fin de año- pagarán más tributo. Surge, claro está, la pregunta: ¿quiénes evaluarán los contenidos? Aparece el riesgo de establecer una censura indirecta.

El IVA a los libros, sería de un 15 por ciento. Lo curioso es que las autoridades se han embarcado en un programa de fomento a la lectura. Costa Rica se enorgullece de uno de los porcentajes de alfabetismo mayores del continente: 95 por ciento.

El impuesto al libro -que se aplica golosamente en Chile- lo encarecería de modo notable. En la actualidad el precio de un libro de relativa buena producción no baja de los 5.000 colones (unos 12 dólares estadounidenses), lo que no es barato dado el nivel de ingresos de la población.

En El Salvador, en cambio, una medida similar no fructificó. Sólo un día después de que el Ministerio de Hacienda reconoció que había ordenado imponer el IVA al costo de los libros, el Ejecutivo echó marcha atrás el nueve de agosto -2004- y aseguró que no aplicará el impuesto. Se trataba de un impuesto del 13 por ciento sobre el valor de venta al público, ya establecido en la llamada Ley de Imprenta.

«Una industria muerta»

Que la literatura, el cine, el teatro, en fin, sean gravados por vía tributaria parece normal cuando se nos convence que todo esfuerzo y actividad humana debe asimilarse a una mercancía. «La industria del libro en Latinoamérica es una industria muerta», escribió el costarricense Jesús Obaldía.

En Argentina, producto de la exitosa neoliberalización de la economía a partir del primer año del decenio Menem, han cerrado más de 200 librerías desde 2001 -para no mencionar otras 150 cerradas «a piedra y lodo» en años anteriores-.

En el descalabro general orquestado cuando el gobierno del abogado De La Rúa la Argentina perdió no poco de sus fondos editoriales. Las imprentas, al menos durante 2002 y 2003, pudieron, las grandes, salvarse imprimiendo para editores extranjeros por la diferencia de precio al acabarse el «un peso igual a un dólar» que, como algún imperio soñado, iba a durar mil años.

Las tiradas de libros, que no hace mucho eran de unos 3.000 ejemplares para las editoriales establecidas y de 1.000 para las pequeñas y alternativas -considerando autores poco o nada conocidos- bajaron dos tercios. Cerraron casas editoras y apagaron sus máquinas muchos pequeños imprenteros.

En Venezuela no hay problemas con los libros; en Caracas no permanecen abiertas más de dos o tres librerías y la otrora orgullosa editorial estatal Monteávila permanece entubada y con pronóstico reservado (aunque, dicho sea entre paréntesis, no se puede culpar al gobierno de Higo Chávez de sus cuitas; irresponsabilidad y latrocinios anteriores la liquidaron).

Pero la mayoría de los venezolanos -que jamás tuvieron acceso a la lectura- parecen comenzar a interesarse en ella, y el libro más leído es la Constitución Bolivariana. Una lectura peligrosa, la de la Constitución, en cualquier país del mundo. ¡Mire si gente se pone a pedir que se las cumpla!

En Chile -la «mejor» economía de Latinoamérica- el negocio del libro se viste con parche en el ojo y ondea la clásica bandera negra con dos tibias cruzadas. La actividad del libro ilegal -pirata- es oscura. Pero cuando de títulos que venden bien se trata, es posible comprarlos en las calles a menos de la mitad de lo que cuestan en librerías.

Habitualmente son ediciones bastante dignas y el texto es el mismo que se puede leer en aquellas que llevanlogotipos afamados. El riesgo comienza al adquirir, por ejemplo, una obra escrita en idioma extranjero que aun no llega traducida al país. El caso del último Harry Potter resultó, en este sentido, paradigmático: se vendieron miles de ejemplares, pero en una traducción hecha por algún programa de computación y prácticamente sin revisarla. Las ambiciones rompen sacos.

Los libros chilenos en Chile deben ser los más caros de América Latina; inconcebible si pensamos que el país es un productor de papel -para el caso es indiferente si a costa del ambiente natural-.

Lo cual, claro, no interesa mucho a nadie. Por algo existe la televisión -abierta y por cable o satelital-. Éstas últimas poco tienen que envidiar en materia de cantidad de anuncios comerciales a la TV abierta. ¿Acaso no fue la promesa básica que se pagaría para no soportar las «tandas de avisos».

Frente a la tele el mal de muchos no consuela a nadie. Salvo, tal vez, al medio millón de bonaerenses que está «colgado» y no paga un céntimo. Cierto es, a cambio, que tampoco tienen un céntimo para comprar lo que aquella les ofrece.

Reflexión que permite sacudir el molesto, paranoico pensamiento de que estamos ante una política diseñada para la estupidización de nuestros pueblos. Y si no que lo digan esos millares de adolescentes, perfectamente instruidos, que son incapaces de entender algo más allá de los titulares de los diarios (y eso porque suelen venir acompañados por una ilustración).

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Fuentes inmediatas:

www.clubdelibros.com/critica.htm

 www.laprensa.com.sv

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