El espionaje estadounidense y la hipocrecía descarada
El gobierno de Francia y el presidente François Hollande acaban de protestar ante su amigo y aliado estadunidense por la intercepción y el copiado de millones de comunicaciones orales o escritas de autoridades, políticos, empresas y grupos de ciudadanos o individuos de ese país.
El gobierno alemán y la canciller Angela Merkel personalmente hicieron lo mismo cuando los servicios secretos alemanes probaron que incluso el teléfono celular de la funcionaria había sido interceptado. También protestaron el gobierno argentino y el mexicano e incluso Felipe Calderón, quien fue continuamente controlado durante su administración, y la presidenta brasileña Dilma Rousseff anuló el viaje que tenía programado a Estados Unidos y protestó oficialmente por esa intromisión inaceptable. La Unión Europea y el dúo Alemania-Francia actuarán conjuntamente contra el gobierno yanqui. El resultado de esa ola de indignación, sin embargo, no será mucho.
Estados Unidos, en efecto, justifica impertérrito el espionaje, sosteniendo que forma parte de la protección de su seguridad nacional y no se excusa ni asegura que el delito no se repetirá. Mientras tanto, extiende impunemente su poder policial allí donde lo dejan y une su espionaje industrial a los competidores extranjeros de sus empresas con el de tipo político y la acumulación de datos que le permitirán chantajear a los corrompibles funcionarios civiles y militares de sus vasallos y aliados. Hoy más vale ser enemigo potencial –como Rusia o China– que amigo porque el espionaje en ese caso, además de tener que enfrentar la barrera del contraespionaje local, será menos cínico y descarado.
Estados Unidos, además, envía grupos de asesinos que penetran en sus países vasallos para ejecutar a quienes, después de servir por años a sus intereses, como Bin Laden, se transforman en testigos incómodos y en obstáculos para su política. Ejerciendo lo que osa llamar derecho de extraterritorialidad, ingresa a la fuerza e ilegalmente en países soberanos como Somalia, Yemen o Pakistán y secuestra personas que luego encierra en una cárcel flotante en aguas internacionales para su interrogatorio porque Guantánamo, en suelo cubano, se ha convertido ya en un centro de tortura políticamente insostenible.
Los espiados que protestan porque a ellos –que se sienten tan importantes– les aplican los mismos métodos que a los gobiernos de las semicolonias, saben, por supuesto, que el espionaje a los medios de comunicación no puede ser separado de esa pretensión de Washington de ser juez, policía y verdugo en cualquier parte del mundo, la cual supera de lejos la idea de soberanía limitada teorizada por Leonid Brezhnev. Pero callan cuando el violado es otro país y sólo gritan cuando les toca el turno de ser violados.
Para colmo, los que protestan legítimamente contra ese espionaje masivo en su propio territorio aplican sin problemas el mismo método de control sobre sus sociedades, como reconoció sin rubor la agencia policial francesa encargada de la llamada Seguridad (del sistema, no de los ciudadanos). Además, saben desde hace años que son espiados por sus aliados (como confirma la policía alemana que verifica de inmediato la intercepción de las comunicaciones de Merkel). Si el gobierno inglés o el italiano, por no hablar del español, por ahora no chillan ante estas violaciones es porque son demasiado débiles y serviles para levantar la voz contra el amo, pero tienen plena conciencia del hecho, pues la justicia italiana condenó a la CIA por secuestrar ilegalmente en Milán a un mullah residente en Italia y llevarlo a El Cairo para interrogarlo. Un cartón en el diario argentino Página 12 ilustra jocosamente esta situación nada cómica: un edecán le dice a la presidente argentina Cristina Fernández de Kirchner que Obama la felicita por su recuperación y se entabla el diálogo siguiente:
CFK: –Dígale a Obama que le agradezco mucho y espero que esté bien.
Edecán: –¿Se lo escribo?
–CFK (desde su despacho): No vale la pena, seguramente lo está escuchando.
Las libertades individuales, proclamadas por las constituciones, son violadas continuamente por las violencias policiales y extrapoliciales, legales o clandestinas y por la utilización de los aparatos estatales como pistolas y cachiporras gangsteriles contra los ciudadanos que protestan o contra los mismos adversarios en el campo de la política burguesa. Los muertos y desaparecidos, los líderes campesinos encarcelados o asesinados en México así lo prueban y lo mismo sucede en todos los países donde la correlación social de fuerzas obliga a los gobiernos capitalistas a depender sólo de la violencia y el fraude electoral.
Lo preocupante es que Estados Unidos –que empuja su crisis y su deuda enorme hacia adelante tratando apenas de ganar tiempo– practica ya una política de tiempos de guerra mundial cuando todavía rige, formalmente, una paz inestable, e igualmente preocupante es que sus aliados se instalen en esa lógica. Mientras, las bases sociales de la actual paz se estrechan, pues la crisis del sistema por un lado empuja en Europa y en Estados Unidos a sectores conservadores –como en los años 30– hacia la xenofobia, el racismo y la extrema derecha y, simultáneamente, hace crecer la resistencia popular y tiende a radicalizarla. Al ambiente de preguerra mundial se suma así un aumento importante del conflicto de clase.
Por el momento, aún no se ve claramente cuál será el desenlace político de esta relación de fuerzas inestable e insostenible. Hasta ahora nadie presenta sino falsas vías de salida, como la búsqueda de reformas democráticas a un sistema que no las acepta ni tolera, o el intento de fuga y desconexión del mundo enterrando la cabeza en un pocito local. Sin embargo, ha llegado el momento de examinar urgentemente qué pasa, dónde estamos, a dónde podemos ir. Esa es la tarea.