El Estado «de arriba» y el Estado «de abajo»

En varios países de América Latina –como Bolivia, Ecuador o Venezuela– presenciamos esfuerzos por imponer la igualdad de derechos de los pueblos indígenas y la democracia en el conjunto de la las relaciones sociales –que son la base del Estado– mientras se discute la construcción de las formas estatales que mejor corresponden a las necesidades de los diversos sectores que en el campo nacional a veces se unen, otras meramente conviven y otras se diferencian y combaten.

Como en el combate por escapar del atraso y la miseria que se han visto agravados por la crisis mundial del capitalismo se juntan y entremezclan diferentes revoluciones –la descolonizadora de los pueblos indígenas, la democrática y por la unidad nacional y la anticapitalista en germen– no todos los diferentes revolucionarios persiguen hasta el fin la transformación económica y social real, la construcción de relaciones no capitalistas. Por consiguiente, en el gobierno o en las organizaciones de masas todos hablan de revolución, pero cada uno le da al concepto un contenido diferente.

Esos países, como todos los latinoamericanos, por su relación con el capital financiero internacional y su inserción en el mercado mundial capitalista, tienen un Estado dependiente y relaciones de producción capitalistas. Lo que está en disputa en todos es el grado mayor o menor de aplicación de las políticas neoliberales y, por ende, las políticas y formas de funcionamiento y de sustentación de los gobiernos capitalistas locales. Al mismo tiempo, la movilización independiente de los sectores más oprimidos por el capital y menos integrados en los modos de vida y de consumo capitalistas (que los gobiernos y todo el establishment presentan como si fueran algo natural) les lleva a extraer del pasado para darles vigencia en la lucha actual tradiciones y restos de formas de organización comunitarias que dan las bases para nuevas relaciones sociales colectivistas que chocan con el capitalismo.

Surge de allí un poder paralelo al del Estado capitalista y su gobierno (por ejemplo, policías comunitarias o sindicales, leyes y organismos de justicia que no son los oficiales) y esa red de poderes locales reales tiende a abrirse paso en la Constitución nacional y es la expresión naciente de otro tipo de Estado de transición, no capitalista, creado desde abajo y que se legitima y legaliza mediante las luchas contra el poder estatal central con el cual se entrelaza el capital nacional y extranjero.

Éste, por supuesto, se defiende recurriendo a la violencia y a la cooptación de los dirigentes sociales para unificar al país bajo su férula, ya que no se propone eliminar el sistema capitalista sino reformarlo, crear un capitalismo «andino» o vernáculo, y acepta sólo la igualdad formal ante la ley (entre un gran minero y un indígena comunitario, por ejemplo) y no el desarrollo de la autonomía y la autogestión social generalizada que cree las condiciones para la «federación de libres comunas asociadas» que Marx sugería podría ser la forma del socialismo y del comienzo de agonía y disolución del Estado para dar paso a una nueva organización social en la que, como decía Saint Simon, «se administrasen las cosas y no las personas».

Los revolucionarios de la revolución modernizadora del Estado, como García Linera, el vicepresidente boliviano, quieren reforzar el aspecto unitario, centralista, en la Constitución y hacer del Estado un aparato más eficaz para el desarrollo capitalista en el país, acabando con la corrupción, el regionalismo, los privilegios de casta y eso les lleva a aborrecer las autonomías. Los revolucionarios autonomistas y autogestionarios, por el contrario, queremos reforzar el Estado naciente, el de abajo aún en construcción, las decisiones asamblearias de los pueblos indígenas y las comunidades de todo tipo que la actual Constitución boliviana, por ejemplo, consagra pero que los primeros violan cuando les conviene recurriendo no al consenso sino a la violencia.

Si se consultase a los directamente afectados, en su territorio, su vida y su cultura, por las diversas opciones técnicas o económicas que se enfrentan (construir o no una carretera en un bosque virgen, por ejemplo, o dar un rodeo por otras zonas que no la rechacen) no sólo se reforzaría el consenso político con que cuenta el gobierno sino que también se construiría ciudadanía, pensamiento crítico, democracia.

El jacobinismo, el caudillismo, el verticalismo, la utilización del aparato estatal para imponer una línea trazada a espaldas de los sujetos mismos del cambio social debilitan, en cambio, al mismo Estado que tratan de modernizar y de reforzar. La fuerza que cambiará Venezuela no es el gobierno de Chávez sino la organización, concientización y capacidad de iniciativa de quienes apoyan a Chávez, y en los que éste se apoya. Una «revolución ciudadana» en Ecuador sin la izquierda, los indígenas y el ambientalismo de izquierda dependerá sólo de la disciplina dudosa de las fuerzas armadas.

Por supuesto, la red de autonomías y autogestiones debe ser aún construida o reforzada para que sea un Estado, no Estado de abajo, y hay que utilizar y mejorar al insuficiente y deformado Estado actual para navegar en el mercado mundial y reparar injusticias sociales en el plano nacional. Pero, si se quiere apostar a un cambio social, hay que construir consenso, autonomía, autorganización, autogestión, democracia.

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