El juicio de Roma y la absolución de 12 terroristas de Estado uruguayos: crónica de una farsa prevista

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La sentencia de absolución de 12 de los 13 uruguayos acusados de crímenes contra ciudadanos de origen italiano en el marco del Plan Cóndor, dictada por el Tribunal de Roma el martes 17, tenía nombre y apellido: Jorge Néstor Tróccoli, el capitán de navío que en la segunda mitad de los setenta torturaba prisioneros en las instalaciones de Fusileros Navales e integraba el aparato del Ocoa que secuestró a una veintena de uruguayos en Argentina, en diciembre y enero de 1977-78, todos desaparecidos hasta el día de hoy.

De hecho, Tróccoli fue el único beneficiado directo de una sentencia que decepcionó al vicepresidente, Raúl Sendic, dejó atónita a la presidenta de la Institución Nacional de Derechos Humanos, Mirtha Guianze, y enfureció a los familiares de las víctimas que siguieron paso a paso la instancia final. Los restantes ya están condenados en Uruguay, algunos disfrutando de libertad condicional –como el ex canciller Juan Carlos Blanco, a quien el fallo italiano a cadena perpetua no modifica su situación, porque su proceso continúa–; alguno ya fallecido, como el general Gregorio Álvarez; otros, como José Gavazzo y Ernesto Ramas, en una cómoda prisión domiciliaria; y ocho –Ricardo Arab, Juan Carlos Larcebeau, Luis Maurente, Ricardo Medina, José Sande Lima, Jorge Silveira, Ernesto Soca y Gilberto Vázquez– cumplen reclusión en el penal de Domingo Arena. (Una situación especial es la del teniente naval Ricardo Eliseo Chávez Domínguez, cuyo nombre fue incluido por error en una lista de torturadores, pero a quien el tribunal ya había adelantado que le concedería la absolución).

Dibujo de Ombú/Brecha

Tróccoli era el único que, de haber sido condenado, debía pasar directamente a la cárcel; en el caso del coronel Pedro Mato, que confesó haber participado en los asesinatos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, el Tribunal de Roma, de haberlo condenado, difícilmente hubiera obtenido la extradición desde Brasil, donde el militar se refugió cuando fue requerido por el asesinato de Luis Batalla, ocurrido en 1972. El epiléptico brazo de la justicia uruguaya no ha logrado alcanzarlo, aunque fotos provocativas de su buen pasar en playas brasileñas son reiteradamente publicadas; ¿por qué iba a lograrlo la justicia italiana?.

La absolución de Tróccoli es un final a la medida de una historia de decepciones, broncas, incoherencias y complicidades; un final previsible, además. A diferencia de sus colegas terroristas, que se arman de desparpajo para mentir descaradamente ante los magistrados, las veleidades intelectuales del capitán de navío retirado, alumno añejo de la Facultad de Humanidades, lo indujeron a escribir un libro (cuyo título, La ira del Leviatán, propone adivinar quién es el monstruo marino), en el que, con displicencia, confiesa haber torturado, pero un poquito, nomás, en la credulidad de que la confesión, parcial, facilonga, lo eximía de culpa y encubría otras atrocidades inconfesas.

Cuando la justicia pretendió interrogarlo a fines de la primavera de 2007, el Leviatán puso en marcha un plan de escape cuyo primer paso consistió en la obtención, en setiembre de 2002, de la carta de ciudadanía italiana, concedida por el Ministero della Giustizia, una vez confirmado el “derecho sanguíneo” por su ascendencia. El juzgado que lo reclamaba no tomó la provisión de cerrar fronteras en el momento de citarlo al juzgado. El que se presentó fue su abogado, quien adujo que Tró­ccoli estaba en alta mar, trabajando a bordo de un barco. En realidad estaba en Brasil, en ruta hacia Italia, donde finalmente lo ubicó la Interpol.

Para entonces hacía dos años que el gobierno tenía en sus manos una información proporcionada por el comandante de la Armada, vicealmirante Tabaré Daners, que incriminaba a Tró­ccoli y a otros oficiales del Fusna en secuestros, desapariciones y torturas. Un anexo del informe brindado a la Presidencia por el comando de la Armada detallaba un siniestro mecanismo, denominado La Computadora, que obligaba a prisioneros a realizar análisis de inteligencia sobre las confesiones de otros prisioneros arrancadas bajo tortura. En La Computadora llegaron a analizarse las declaraciones de uruguayos que habían sido detenidos y desaparecidos en Buenos Aires. Los documentos de La Computadora no llegaron nunca a los juzgados, ni por iniciativa de la Presidencia ni de algunos militantes de derechos humanos que manejaban dichos documentos, los que recién aparecieron en ocasión del juicio de Roma.

El siguiente capítulo de la farsa se desplegó en la capital italiana, en la Navidad de 2007, cuando la policía detuvo a Tróccoli, quien para entonces se había instalado en un exclusivo puerto turístico de la costa amalfitana, la Marina di Camerota, y a los efectos contrató a un costoso abogado, todo con la jubilación de un modesto capitán de navío. Cuarenta y ocho horas después comenzó a correr el plazo de tres meses para tramitar la extradición. Sin embargo, mientras la Suprema Corte de Justicia traducía el voluminoso exhorto con todos los antecedentes de Tróccoli, funcionarios del gobierno y de la justicia fueron alertados respecto a que, muy probablemente, el capitán fugado había elegido Italia, entre todos los destinos posibles, porque su ciudadanía italiana le ofrecería ventajas judiciales, entre ellas la que deriva del Convenio de Extradición de Criminales entre Italia y Uruguay, que en su artículo XI establece que “la extradición no tendrá lugar cuando el reclamado sea ciudadano de la nación demandada”, en cuyo caso esa nación “se obliga a someterlo al juzgamiento y sentencia de sus propios tribunales”.

La condición de ciudadano italiano de Tróccoli recién se conoció en mayo de 2008, cuando la Comune di Camerota certificó que desde octubre de 2007, “dicho ciudadano italiano es residente de la población por inmigración desde Montevideo”. Para entonces Tróccoli, que había pasado tres meses en prisión preventiva, recuperó su libertad y se afincó definitivamente en Marina di Camerota, hasta el día de hoy.

Entre diciembre de 2007 y marzo de 2008 se desplegó el tercer acto. El expediente de la extradición llegó a la embajada uruguaya en Roma sobre el filo de la fecha límite, y el embajador, Carlos Abín, instruyó al cónsul para que presentara el documento en la cancillería, con una nota verbal; él viajaba a Barcelona para una consulta médica. La nota verbal de la embajada, fechada el 25 de marzo, exhibe un acuso de recibo con un sello: “Ministero Affari Esteri – 27 mar 2008 – Accettazione corrispondenza”. Sin embargo, el oficio que la cancillería italiana remitió con el exhorto de extradición al juzgado correspondiente afirmaba que la documentación fue recibida el 31 de marzo, es decir, a fecha vencida. Inmediatamente Tróccoli recuperó su libertad, gracias a una “mano amiga” que adulteró las fechas, y que el abogado que defendió los derechos de las víctimas en el juicio del Cóndor atribuyó a un posible esquema de apoyo de estructuras de inteligencia.

Pero para entonces, en Montevideo, la indignación por la libertad de Tróccoli descargó toda la responsabilidad en el embajador. El primer “empujoncito” lo dio el segundo jerarca de la embajada, el encargado de negocios Tabaré Bocalandro, quien susurró lo suficientemente fuerte que Abín se había trasladado en forma “clandestina” a Barcelona. Bocalandro, un diplomático del riñón del Foro Batllista (que había sido expulsado de Perú por haber puesto en riesgo la vida de 450 diplomáticos secuestrados por la guerrilla Tupac Amaru en la toma de la embajada de Japón, de la que se escapó), pretendía “recuperar” para su partido político la embajada de Roma, donde, entre otros, descolló otro forista, Julio César Lupinacci, vocero de la dictadura en los organismos internacionales y uno de los artífices de la patraña que permitió, mediante una foto trucada, suspender la investigación parlamentaria de la desaparición de Eugenio Berríos.

Bocalandro permaneció al frente de la embajada hasta que, producto de un sumario administrativo, fue relevado del cargo y sancionado con una suspensión de tres años por “el injustificado retraso constatado en la presentación a la cancillería italiana del exhorto, librado por la justicia uruguaya, solicitando la extradición de Jorge Tróccoli”. Para entonces Carlos Abin había sido cesado en su condición de embajador por la misma razón, pese a que el entonces canciller Gonzalo Fernández ordenó apelar la restitución de la libertad de Tróccoli en virtud de la documentación que probaba la presentación en fecha del exhorto. La apelación fue desestimada porque “Uruguay no tenía legitimación para intervenir en un asunto interno entre la cancillería y la justicia”, lo que confirmaba la intencionalidad de la sustitución de fechas.

El siguiente embajador uruguayo en Roma, Alberto Bre­ccia, intentó hasta que se produjo su fallecimiento que el capitán Tróccoli, que no podía ser extraditado por su condición de ciudadano italiano, fuera juzgado por los tribunales de la península. El reclamo no prosperó pero Tróccoli finalmente fue juzgado en la causa del Cóndor. Durante 13 años el fiscal Giancarlo Capaldo cruzó repetidamente el Atlántico recabando testimonios de víctimas y recopilando antecedentes judiciales, para terminar en una sentencia que no encontró pruebas de la responsabilidad de los participantes directos de los crímenes. ¿Qué hubiera ocurrido en Nurem­berg si los jueces y fiscales se tomaban 13 años para dictar justicia?

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