El mar y los secretos de la locura humana

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Los periodistas somos estudiosos de la locura humana. Palestina, Irak, el golfo, Persia, Durante más de 100 años, el hecho de que nuestro Occidente se haya inmiscuido en Medio Oriente cae en la definición de la palabra en inglés folly, que, según un diccionario, significa «una tonta y costosa empresa que termina en desastre».

Sospecho que el término contiene también una mezcla poco sana de vanidad y orgullo desmedido.

Hace unos días, parado sobre las rocas golpeadas por las olas que se encuentran en el viejo puerto libanés de Enfeh -sí, Ricardo Corazón de León (que hablaba francés, no inglés) pasó una noche aquí para escapar de las tormentas- me di cuenta que las más sublimes y también las más ridículas aventuras temerarias siempre parecen ocurrir en el mar.

fotoDe la misma forma en que el capitán Smith insistió en conducir al Titanic a toda velocidad hacia el hielo del Atlántico norte en 1912, porque quería impresionar a los estadunidenses, 19 años antes el vicealmirante George Tryon, del HMS Victoria, no lejos de donde yo me paré, decidió obligar a la flota de la Marina Real del Mediterráneo a ejecutar las más rápidas y peligrosas maniobras navales conocidas por el hombre para impresionar a los turcos otomanos.

En Enfeh, este día, el viento ruge desde el mar. He notado que las traicioneras mareas hacen que el oleaje se levante en pequeñas montañas a lo largo de la costa. Pero Christian Francis, un buzo libanés-austriaco, aún parte todos los días de un hotel semiabandonado para ver el hundimiento que descubrió a 480 pies de profundidad.

Su entusiasmo por la historia y por el buceo es contagioso y él, con mucho gusto, me proporcionó lo que cada vez amo más del periodismo: archivos, papeles e informes oficiales que los «centros de poder» producen para justificar sus insensateces, o pedir más presupuesto. En este caso, toda la penosa historia está contenida en un procedimiento de corte marcial de la Marina Real, de 1893, para «investigar la pérdida del navío de Su Majestad Victoria». Tryon, al parecer, era un futuro Smith.

Un estricto creyente en la disciplina -entre los términos menos amables con que lo describen sus subordinados figuran «taciturno» y «difícil- también tenía, como Smith, la fama de ser excelente marino. De hecho, era la pesadilla de cualquier niño en la escuela; un hombre autoritario, que prefería la obediencia a la iniciativa.

Así, el 22 de junio de 1893, cuando los otomanos lo observaban desde la antigua ciudad de Trípoli, Tyron ordenó a sus dos flotas de 11 barcos girar 16 grados y navegar a toda velocidad unos hacia otros. Ninguno de sus subordinados dijo una palabra. En el último momento, se suponía que los barcos debían dar la vuelta y seguir navegando uno junto a otro, en dirección contraria. Los hombres de Tyron tenían demasiado miedo como para cuestionar esta locura.

El único que titubeó fue su segundo de abordo, al almirante Albert Markham, a bordo del HMS Camperdown, quien en respuesta recibió un irritado mensaje con señales de banderas: «¿Qué está usted esperando?»

Con fatalidad digna de Esquilo, los 14 mil caballos de fuerza y las 11 mil toneladas del Victoria -que fue uno de los primeros barcos británicos con recubrimiento metálico y el primer navío construido con una turbina a vapor- chocó contra el Camperdown, que se incrustó en el barco de Tryon abriendo una herida de seis metros en su casco.

Las últimas palabras son el arma favorita de un periodista en contra de los muertos. El almirante nos da un par de clásicos que están a la altura de lo que dijo Smith al dueño del Titanic después de chocar contra el iceberg: «Bueno, ahora sí va a tener encabezados, señor Ismay».

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En el caso de Tryon, rodeado por sus sorprendidos y silenciosos subalternos al tiempo que el Camperdown se le incrustaba, un vicealmirante gritó: «Hacia popa, hacia popa». Y luego, cuando el gigante se estremeció por el impacto y empezó a voltearse, sus caldereros, sabiéndose perdidos, trataron en vano de guiar al Victoria hacia la costa. Mientras su tripulación se ahogaba al tiempo que el navío se hundía, Tryon anunció -y uno sólo puede imaginarse el alivio, al estilo de Tony Blair, que esto produjo en los almirantes- «todo fue mi culpa». De esta forma se condenó a ser para siempre el hombre que hundió a su barco.

Viendo todo esto desde la playa, los otomanos ciertamente quedaron impresionados. Un total de 358 marinos británicos murieron, incluido Tryon, quien se considera el único responsable del mayor desastre en tiempos de paz en la historia de la Marina Real.

Las desgracias en una batalla terrestre o en el aire son de alguna forma mitigadas por el tiempo. El pasto, como dijo el poeta estadunidense Carl Sandburg, siempre acaba por cubrir las tumbas. Los fragmentos de avión se desintegran en el aire. Pero en el fondo del mar, como el Titanic, nuestra insensatez permanece sacrosanta y eterna.

El joven Christian Francis, inspirado por las viejas historias de pescadores y las bitácoras que leyó en el Museo Nacional Marítimo de Greenwich, encontró el viejo navío de Tryon a 480 pies de profundidad, prácticamente intacto, y lo que es aún más extraordinario, está en posición vertical con un extremo firmemente enterrado en el fondo del mar Mediterráneo, sus enormes propulsores gemelos apuntando hacia arriba, iluminados por la tenue luz del sol. Francis trabaja con otros dos buzos británicos y tres polacos que me copiaron sus videos. Bancos de peces atraviesan las hélices. Puede leerse el nombre Victoria en la proa.

También está el camarote de Tryon, y la claraboya desde la que vio al Camperdown avanzar hacia él. Un revólver de casi 50 centímetros está aún en su lugar. Y los 12 cañones del barco, que nunca combatiría en la Primera Guerra Mundial, todavía montados para repeler a los alemanes. Porque el Victoria -cómo adoramos los «hubiera» de la historia- seguramente hubiera participado en las mayores batallas del conflicto. Increíblemente, el segundo de abordo de Tryon fue nada menos que John Jellicoe. Pasó su día libre en Líbano y gracias a eso se enfrentó a la marina alemana en Jutland, en 1916.

Francis trata el hundimiento como una tumba británica marina y se limita a ver por las ventanas de los camarotes -a través de una de ellas puede verse una bandeja de plata-, pero cree que adentro todavía hay esqueletos, incluido el de Tryon, en la parte sepultada del Victoria. Pobre Tryon, su barco se yergue como lápida y es el único hundimiento vertical del mundo, con la nariz en la tierra y la parte trasera suspendida para siempre.

Pero, ¿podemos aprender de esto? Claro que sí, ¿no es cierto? Estuve hablando con los polacos que analizaron el Victoria durante una hora antes de caer en cuenta que son los mismos hombres que han recorrido las ruinas bálticas de las más grandes tragedias marítimas del mundo: El Goya, el Wilhelm Gustaff y el General von Steuben.

Cerca de 18 mil alemanes, la mayoría de ellos civiles, se hundieron en esos barcos, comparados con los mil 500 del Titanic, en el invierno helado de 1945, cuando los nazis trataron de evacuar a su gente de Danzig antes que los soviéticos entraran a Alemania. Los rusos los hundieron a todos.

Uno de los polacos tecleaba en su lap top y ahí, delante de mí, había cráneos y huesos de verdad, un casco alemán, un cinturón, los restos de una camisa. «Las autoridades polacas querían analizar un cráneo y trajimos uno», me dijo uno de los polacos. «Lo identificaron como el de una mujer de entre 30 y 40 años».

Otra vez orgullo desmedido. El casco comprueba qué elementos de la Wehrmacht estaban a bordo de estos barcos. Pero la mayoría eran civiles y los rusos aún idolatran a los tripulantes de los submarinos que mataron a tantos civiles entre el 30 de enero y el 16 de abril de 1945.

También pone al almirante Tryon bajo otra luz. Una «tonta y costosa empresa que termina en desastre» bien puede definir la práctica humana de la guerra. El mar ya no puede esconder sus secretos. Nuestra aventura tiene un sepulcro perpetuo ahí, si es que queremos examinar lo que significa.

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* Periodista inglés. El artículo se publicó originalmente en el periódico The Independent. La traducción pertenece a Gabriela Fonseca para La Jornada de México.

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