El muerto y otros espectros

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Lagos Nilsson
Lo cierto es que hubo muertos, ni Hollywood aceptaría otra cosa; muerto el que buscaban (o el que creemos que encontraron para matarlo) y quizá algunos más: tal vez de verdad una mujer, o dos, y niños —nunca se sabe en esta era de daños colaterales, daños colaterales son los que debieron morir cuando no se mata a los que desean asesinar—. Asunto de guerras sin guerreros, cosa de atrocidades humanitarias o de prevenciones para que no impere la violencia, cosa que no se oxiden las bombas ni los premios por eso de querer paz. Los premios que blanquean en el Muro de los Lamentos.

El siglo XVIII descubrió la esfera de la voluntad como necesario correlato de la libertad; el siglo XX cuando agonizaba descubrió el humanitarismo de preservar la libertad borrándola del mapa. Con poca intervención humana, claro, en lo posible, porque lo humano implica decisión y las decisiones sugieren esa cosa terrible de ser responsable. Lo que se opone a la ideología (falsa realidad) en boga: los responsables son otros.

Y para que las cosas se diluyan y vayan al limbo de la memoria (el limbo es la existencia sin existir realmente), se intenta evitar la mirada del ojo. Aparecen los "drones". artefactos que vuelan, miran, quizá escuchen, en solitario, sin pilotos. O los satélites, porque al fin y al cabo ¿quién puede ser responsable de que un satélite que gira allá arriba pueda "saber" si das o no un beso a una mujer o a un hombre aquí abajo? ¿O cargas una 38? ¿O fumas? ¿O abres un vino en tu jardín?

Son los artilugios de la democracia, los apocalipsis mínimos del bombardeo a mansalva, pero no los únicos. Siguen vigentes los Apaches de grandes aspas, los F de cualquier número, los Stealth y otros muchos productos tecno – electro – mecánicos que te matan sin aviso y sin que tu vecino se de cuenta (porque tu vecino murió contigo). Es la contemporaneidad que sirve de apoyo (parcialmente) a las mesnadas que reemplazan en el imaginario cinematográfico —porque a la larga o a la corta todo será visto en pantalla— a los anticuados "GI" y "marines" de las viejas películas de guerra.

Vivimos el mundo de la "unidades" de elite, que por razones esotéricas son muchas: desde focas (seals) hasta exploradores (rangers), que no usan siempre boinas verdes. Unidades que constituyen el mayor poder de fuego (bah, de muerte) que haya conocido la humanidad desde las plagas egipcias. También, y con la misma excepción, las de mayor muestrario tecnológico.

Son, dicen los bobalicones —hasta profesores en universidades, ¡pobres alumnos!— los mejor entrenados del mundo; capaces, agregan, de derrotar a cualquier otro grupo similar, hasta a los ingleses, que antaño tuvieron fama de invencibles (hoy convertido en cerveceros o suicidas "hooligans"). Quizá.

Puede uno preguntarse para qué sirven fuera de ser útiles para continuar la política de la mafia de Don Corleone. Porque, sí, ubican a sus víctimas (los "encargos"), a menudo los matan (aunque tarden años en lograrlo), suelen lograr el apresamiento de alguno… Pero en el campo de batalla, que es donde se definen los imperios, fracasan —Irak y Afganistán dixit, para comenzar y no recordar demasiado—. La política de la mafia, quizá también literatura de kiosko, era asustar por la violencia. Cosa de definir terrorismo.

Y como querían los jefes de clan mafioso, el asunto es simple: Yo soy (porque cargo pistola), por eso tu o estás conmigo y te sometes o no te sometes y en consecuencia eres mi enemigo; si te sometes te exploto, si  no te sometes te mato. Elige la paz que te brindo o el terrorismo que te definirá.

Ni Roma fue tan simple cuando dominó su mundo. Al extremo de que en la historia de Roma Jesús de Nazaret no aparece (hay otros vándalos y otros crucificados); quiero decir que Roma no necesitó inventar enemigos —tal vez porque entonces no existía la realidad virtual.

Lo cierto es que, como en las películas de John Wayne (sin masticar goma de mascar) hubo muertos, o eso parece. Lo cierto es que habrá pacientes para sicólogos entre esos justicieros, como los hubo entre los tripulantes de esos aviones, ¿recuerdan?, que volaron sobre Japón; lo cierto es que nada parece real. Ni la existencia del muerto principal. Lo cierto es que nadie en el mundo verá mejorar su calidad de vida —material, espiritual— después de la incursión en tierras pakistanas. ¿Cuántos más buques como el Maine, u Osamas, se necesitarán?

Y si el hecho es que si la lección la dictó el señor Obama —o recordó apenas la del señor Bush—  los pueblos del mundo querrán aprenderla. Aunque Osama ben Laden haya existido de veras y hubiera sido un asesino.

El mundo se sostiene en definitiva sobra la caparazón de una tortuga gigante, pero enferma de sida. Que se pregunta cuántos mataron ayer y cuántos más murieron mientras usted leyó estas líneas. Lo demás es asunto de pensar. O no.

Y en América Latina el asunto no es mejor que allá lejos; porque los nuevos Estados revolucionarios no se parecen a la vieja Cuba ni los nuevos "líderes" a los muertos Allende.

Así son las cosas.
 

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