El mundo árabe y la intervención occidental (y el pasivismo latinoamericano)

Santiago Alba Rico*

Lo que viene ocurriendo en el Magreb y en el Próximo Oriente desde hace tres meses es tan sorprendente como natural: cuando todos pensábamos que el mundo árabe estaba en la Edad Media, adormecido o fanatizado por una versión reaccionaria del islam, resulta que estaba más bien en 1789 o, como sugiere Wallerstein, en 1968.

O en una combinación de ambas fechas. La chispa tunecina ha provocado un gran incendio en el que se funden todas las diferencias locales y que ilumina un nuevo panarabismo del malestar y la humillación y, por lo tanto, de la ciudadanía y la dignidad.

Hay que tomarse muy en serio eso que los árabes comparten, aquello de lo que se quieren librar y también lo que quieren obtener. Desde Mauritania al Golfo, todos sin excepción han vivido o viven aún bajo siniestras dictaduras controladas por abyectos aparatos policiales al servicio de oligarquías mafiosas muy funcionales al capitalismo internacional. Millones de personas, especialmente jóvenes “mantenidos con vida”, pero sin recursos ni futuro, inscritos en los circuitos de información global, reclaman democracia y libertad. Y están dispuestos a dejarse matar por cambiar las cosas.

Todo el que no vea este impulso común no está viendo nada. Túnez, Argelia, Marruecos y Egipto parecen compartir algunos rasgos socio-económicos de los que inducir respuestas semejantes. Pero eso sirve igual para el Yemen, con su complejidad tribal y religiosa, de cuyas protestas dice el politólogo local Abdulghani al Iryani: “nunca hemos tenido verdaderas movilizaciones callejeras… Antes de Túnez la oposición hizo una manifestación de 200.

Después de Túnez fueron miles. Después de Egipto se convirtió en una avalancha. Hay una nueva valoración del poder colectivo. Lo que no pudo hacer el establishment político formal, juntar a la gente, logró hacerlo la protesta de la juventud.” Pero también sirve para Bahrein, con su mayoría chíi y su altísimo nivel de vida: “Tras los primeros enfrentamientos y las primeras violencias”, dice un testigo, “la vieja dirigencia chií ha sido descabalgada y desautorizada por una nueva generación de protagonistas: los jóvenes y las mujeres.

Han sabido tomar en sus manos la organización de la lucha política con métodos absolutamente pacíficos y de masa, una organización capilar y objetivos y consignas totalmente claros y transparentes: libertad y democracia”. Pero lo mismo puede decirse de Siria y de Libia, donde la intervención militar de la OTAN, que puede y quiere corromper el impulso inicial, no debe hacernos olvidar el origen de las protestas del 14 de febrero. Y de Iraq, otra vez olvidada, que se ha unido a las revueltas, en las circunstancias más adversas, para reclamar el fin de la ocupación y del gobierno corrupto y represivo de Al-Maliki. En cuanto a Arabia Saudí e Irán, subpotencias regionales enemigas, en el centro de la lucha petrolera mundial, ven avanzar la ola con temor mientras cada una de ellas trata de desestabilizar el campo de la otra.

“Libertad” y “democracia”, invocadas en serio por poblaciones que tienen una visión muy realista de Occidente, son consignas materialmente revolucionarias. Se trata, sí, de una revolución nacional, social y democrática que ha sorprendido a contrapié a todos por igual: a los imperialistas, que creían poder mantener a sus dictadores amigos en nombre del combate contra el islamismo y concediendo apenas algunos cambios cosméticos; a las izquierdas locales, contraídas y en minoría desde los años 80; y a los propios islamistas, la fuerza más robusta de la región, que se ha visto obligada a ir a remolque de las protestas, a tratar de amortiguar su radicalidad libertaria y finalmente, como recuerda Gilles Keppel, a adoptar un perfil “democrático” que no las deje completamente fuera de juego. Túnez y Egipto, libres ya de sus tiranos, ven ahora cómo estas tres fuerzas se disputan un territorio muy abierto en cuya superficie reaparecen las fracturas sociales suspendidas por el impulso revolucionario “nacional”.

Pero a quien sin duda la primavera árabe ha pillado más desprevenida, sin reflejos y sin recursos, es a la izquierda institucional de América Latina. Estas revoluciones eran suyas y las ha ignorado. Empezaron como el “caracazo” de 1989 que luego llevó a la victoria bolivariana; como las luchas indígenas en Bolivia y Ecuador que auparon a las masas populares al gobierno; como la de los piqueteros en 2002 que lograron al menos la derrota total del menemismo y la democratización parcial de la Argentina. Como bien recuerda Jacques Bricmont, mientras los intelectuales nos dedicamos a “parlotear en nuestros rincones”, otros hacen política. Interviene quien puede intervenir. El imperialismo capitalista tiene al FMI, a la OMC y a la OTAN, medios muy poderosos que están tratando ya de interrumpir o controlar en su favor el impulso revolucionario del mundo árabe.

La izquierda mundial, tras muchos años de retroceso en los que apenas si resistía la heroica Cuba, tiene ahora algunas instituciones, como el ALBA, patrimonio de las luchas populares latinoamericanas, que podía haber jugado un papel importante a la hora de ampliar el frente anti-imperialista y de frenar la contrarrevolución occidental en el mundo árabe. Los países del ALBA han intervenido y han hecho política; pero han intervenido mal y han hecho la política equivocada. Y mientras la UE y EEUU, con grandes divisiones en su seno, tratan de recuperar el terreno perdido mediante intervenciones discrecionales -políticas, militares y económicas-, la izquierda institucional latinoamericana o guarda silencio o reacciona mecánicamente, a remolque del imperialismo, con denuncias de conspiración y apoyos selectivos a dictadores, reflejos nerviosos que sólo evidencian una debilidad contractiva propia del marco superado de la guerra fría.

A esto se suma también quizás una imagen del mundo árabe paradójicamente muy parecida a la del mundo occidental, cuyo “eurocentrismo” tan justamente se critica. Mi admirado Bricmont, defensor de la política “libia” de Chávez y azote de sus críticos (entre los que en este caso me cuento), es un buen ejemplo de cómo el combate contra el eurocentrismo va acompañado a veces de una inconsciente arabofobia o al amenos arabonulia: “lo más cómico, si puede decirse así”, escribe Bricmont contra los “humanitarios” europeos, “es que la izquierda no tiene en la boca más que palabras como antirracismo y multiculturalismo, lo que le lleva a venerar las culturas del “Otro”, pero es incapaz de comprender el discurso político de los “otros” realmente existentes cuando éstos son rusos, chinos, indios, latino-americanos o africanos”.

Lo que es cómico, si puede decirse así, es que, en el contexto de una gran revuelta en el mundo árabe, el texto de Bricmont, entre los “otros realmente existentes” cuyo “discurso político” habría que escuchar, a los únicos que no cita es justamente a los árabes. Y es a ellos a los que tanto Bricmont como América Latina deberían quizás prestar atención. Han vuelto a la corriente central de la historia jugándose la vida, han tomado la palabra y quieren hacerse oír. Los que no entiendan lo que dicen están renunciando a hacer política en este lado del mundo. 

 

 

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