Mark Engler*

En vista de que las tasas de aprobación del trabajo presidencial han pasado pocas veces de un 40% en dos años y ahora se mantienen obstinadamente cerca de, o por debajo de, un 30% – niveles históricamente bajos – no sería sorprendente si fuera una gran celebración.
Más sorprendente, sin embargo, pudiera ser la cantidad de personas en la multitud que beberían marcas de champaña más distinguidas. En medio de la gala populista, podría suceder que se vería a personajes de altas posiciones en el mundo corporativo, individuos que otrora habrían esperado con ansias el reino de un presidente con una maestría en administración de negocios, pero que ahora creen que la baladronada neoconservadora no es una manera de dirigir un imperio.
Uno de los aspectos más curiosos de los años de Bush es que el autoproclamado “unificador” polarizó no sólo a la sociedad de EE.UU., sino también a sus elites de negocios y políticas. Son los tipos que se reúnen todos los años en el ultra-exclusivo Foro Económico Mundial en Davos, Suiza, y hacen que sus asesores intercambien tarjetas de visita en su nombre. Sin embargo, a pesar de su compadraje ocasional, esos pocos poderosos están ahora en desacuerdo sobre como el poder estadounidense debiera conformarse en la era post-Bush y cada vez más abandonan el barco cuando se trata del camino que los republicanos han elegido para avanzar en estos últimos años. Ahora están empeñados en un debate sobre como gobernar el mundo.
No hay que pensar en esto como un cierto complot conspirativo, sino como un debate con mucho sentido común sobre qué políticas representan los mejores intereses de los que contratan a falanges de cabilderos en Washington y llenan los cofres de las campañas presidenciales y parlamentarias. Muchos dirigentes del mundo de los negocios tienen cálidos recuerdos de los años de “libre comercio” del gobierno de Clinton, cuando los salarios de los presidentes de empresas subieron vertiginosamente y emergió la influencia global de las corporaciones multinacionales. Rechazando el unilateralismo neoconservador, quieren ver un enfoque renovado en el “poder blando” estadounidense y sus instrumentos de control económico, como ser el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), y la Organización Mundial de Comercio (OMC) – las instituciones multinacionales que formaron lo que era conocido en los círculos políticos internacionales como “el Consenso de Washington.” Esos globalistas corporativos están haciendo un intento para controlar la dirección de la política económica bajo un nuevo gobierno demócrata.
Cabe poca duda de que la mayoría de la gente del planeta – los que sufrieron tanto bajo la globalización corporativa de los años de Clinton y la globalización imperial de George W. Bush – merece algo mejor. Sin embargo, no es tan seguro que los propugnadores de la justicia social que quieren propiciar un enfoque más democrático de los asuntos del mundo y del bienestar económico global puedan influenciar a un nuevo gobierno. Por otra parte, el daño infligido por ocho años de gobierno neoconservador y los desafíos de una escena geopolítica cada vez más desalentadora presentan un enigma a los globalizadores corporativos: ¿Es siquiera posible volver a un estado de cosas como existía anteriormente?
La revuelta de los corporativistas

Maltratado por guerras perdidas y la crisis económica, EE.UU. es ahora una superpotencia que va visiblemente cuesta abajo. Y, sin embargo, no existe garantía alguna de que la era venidera produzca un cambio positivo. En un mundo en el que el valor del dólar se derrumba, el petróleo se hace cada vez más escaso en relación con la demanda, y Estados extranjeros aparecen como rivales del poder estadounidense, es posible que ya no exista la posibilidad de seguir con el estilo de unilateralismo de Bush/Cheney o de volver exitosamente al corporativismo multilateral “perdurable y efectivo” de los años noventa. Pero el fracaso de estas opciones indudablemente no tendrá que ver con que no se haya tratado. Incluso con la globalización corporativa en decadencia, los negocios internacionales tratarán de consolidar o expandir su poder. E incluso con un modelo desacreditado de globalización imperial, las fuerzas armadas sobre-extendidas de EE.UU. pueden todavía tratar de aferrarse mediante la violencia.
El verdadero legado del gobierno de Bush puede ser que nos deje en un mundo que está al mismo tiempo mucho más abierto al cambio y que también es mucho más peligroso. Perspectivas semejantes difícilmente desalentarán la tan ansiada celebración en enero. Pero sugieren que una nueva era de batallas de globalización – luchas por edificar un orden mundial que no esté basado ni en la influencia corporativo, ni en el poder imperial – solo acaba de comenzar.
*Analista de Foreign Policy In Focus, es el autor del libro de próxima aparición Cómo dominar al mundo: la batalla que se acerca por la economía global (Nation Books, abril de 2008).
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