El no a Palestina y el fin del viejo Medio Oriente

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¿Tiene Israel derecho a existir? La pregunta es una trampa agotada, que con estúpida regularidad es sacada a relucir, aunque para mí cada vez menos, por quienes se hacen llamar partidarios de Israel. Los estados –no los humanos– dan a otros estados el derecho a existir. Los individuos tienen que consultar un mapa. ¿Dónde exactamente está Israel en la geografía? Es la única nación sobre la Tierra que no sabe y rehúsa declarar dónde está su frontera oriental. ¿Es en la vieja línea del armisticio de la ONU; la de 1967, tan amada por Abbas y tan odiada por Netanyahu, o la Cisjordania palestina menos las colonias, o toda Cisjordania?

Muéstrenme un mapa del Reino Unido que contenga Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte, y tiene derecho a existir. Pero enséñenme uno que abarque los 26 condados de la Irlanda independiente y muestre a Dublín como ciudad británica y no irlandesa, y diré que no, que esa nación no tiene derecho a existir dentro de esas fronteras expandidas. Ésa es la razón, en el caso de Israel, de que casi todas las embajadas occidentales, incluidas las de Estados Unidos y Gran Bretaña, estén en Tel Aviv, no en Jerusalén.

En el nuevo Medio Oriente, entre el despertar árabe y la revuelta de pueblos libres por la dignidad y la libertad, esta votación en la ONU –aprobada en la Asamblea General, vetada por Estados Unidos si va al Consejo de Seguridad– constituye una especie de parteaguas: no sólo una vuelta a la página, sino la caída de un imperio. Tan atada a Israel se ha convertido la política exterior estadunidense, tan temerosos de Israel se han vuelto casi todos los congresistas de Washington –al grado de amar a Israel más que a su propio país–, que Estados Unidos se mostrará esta semana, no como la nación que produjo a Woodrow Wilson y sus 14 principios de autodeterminación, no como la que combatió al nazismo, al fascismo y al militarismo japonés, no como el bastión de libertad que según nos dijeron representaban sus padres fundadores, sino como un Estado cascarrabias, egoísta y acobardado cuyo presidente, luego de prometer un nuevo afecto por el mundo musulmán, se ve forzado a apoyar a una potencia ocupante contra un pueblo que sólo desea tener una patria.

¿Debemos decir "pobrecito Obama", como he hecho otras veces? No creo. Grande en la retórica, vanidoso, pródigo en amor falso en Estambul y El Cairo a pocos meses de su elección, esta semana demostrará que le importa más su relección que el futuro de Medio Oriente, que su ambición personal de permanecer en el poder debe tener prelación sobre las penurias de un pueblo ocupado. Sólo en ese contexto resulta extraño que un hombre de supuestos altos principios se muestre tan cobarde. En el nuevo Medio Oriente, en el que los árabes reclaman los mismos derechos y libertades que Israel y Estados Unidos dicen propugnar, es una terrible tragedia.

Los fracasos de Washington en levantarse ante Israel e insistir en una paz justa en "Palestina", apoyados por Blair, el héroe de la guerra en Irak, son responsables de ella. También los árabes, por permitir que sus dictadores duraran tanto y que llenaran la arena de fronteras falsas, viejos dogmas y petróleo (y no creamos que una "nueva Palestina" sería un paraíso para su pueblo).

Asimismo Israel, que debería recibir con beneplácito la demanda palestina de ser un Estado miembro de la ONU, con todas las obligaciones de seguridad, de paz y reconocimiento de otros estados miembros. Pero no: el juego está perdido. El poder político estadunidense en Medio Oriente será neutralizado esta semana a cuenta de Israel. Vaya sacrificio en nombre de la libertad…

*Periodista de  The Independent, Gran Bretaña

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