El planeta devuelve el golpe (Por qué subestimamos a la Tierra y nos sobrestimamos)

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Michael T. Klare*
el erudito y activista ecológico Bill McKibben escribe sobre un planeta tan devastado por el calentamiento global que ya es irreconocible como la Tierra en la que solíamos vivir.

Es un planeta, predice, de “polos que se derriten, de bosques que se mueren y de un mar creciente, corrosivo, barrido por vientos, acribillado por tormentas, abrasado por el calor”. Diferente del mundo en el cual nació y prosperó la civilización humana, necesita un nuevo nombre, de modo que le agregó un “a” en “Eaarth” [“i” en “Tiierra”, N. del T.]

La Tiierra descrita por McKibben es una víctima, una baja del consumo irrestricto de recursos de la humanidad y sus irresponsables emisiones de gases invernadero que modifican el clima. Es verdad, esta Tiierra causará dolor y sufrimiento a los seres humanos a medida que los mares suban y las tierras de cultivo se marchiten, pero como la retrata, es esencialmente una víctima de la rapacidad humana.

Con todo mi respeto a la visión de McKibben, quisiera ofrecer otra perspectiva sobre su (y nuestra) Tiierra: como una poderosa protagonista de pleno derecho y como una vengadora, en lugar de ser simplemente una víctima.

No basta con pensar en la Tiierra como una víctima impotente de las depredaciones de la humanidad. También es un complejo sistema orgánico con muchas y potentes defensas contra la intervención externa, defensas que ya despliega con un efecto devastador en lo que respecta a las sociedades humanas. Y hay que recordar que el proceso no hace que empezar.

Para comprender nuestra situación actual, sin embargo, hay que distinguir entre las perturbaciones que reaparecen naturalmente y las reacciones del planeta ante la intervención humana. Ambas requieren una mirada nueva, así que comencemos por lo que la Tierra siempre ha sido capaz de hacer antes de que nos volquemos a las reacciones de Tiierra, la vengadora.

Sobrevalorándonos

 

Nuestro planeta es un complejo sistema natural, y como todos los sistemas semejantes se desarrolla continuamente. Mientras eso sucede -continentes que se alejan, cordilleras que suben y bajan, modelos climáticos que cambian- los terremotos, erupciones, maremotos, tifones, sequías prolongadas y otras perturbaciones naturales vuelven a aparecer, aunque sea sobre una base irregular e impredecible.

Nuestros predecesores en el planeta tenían plena conciencia de esa realidad. Después de todo, las antiguas civilizaciones fueron repetidamente estremecidas, y en algunos casos desbaratadas, por semejantes perturbaciones. Por ejemplo, mucha gente cree que la antigua civilización minoica del Mediterráneo oriental se derrumbó después de una poderosa erupción volcánica en la isla Thera (también llamada Santorini) a mediados del segundo milenio a.C. La evidencia arqueológica sugiere que muchas otras antiguas civilizaciones fueron debilitadas o destruidas por la intensa actividad sísmica. En Apocalypse: Earthquakes, Archaeology, and the Wrath of God [Apocalipsis: terremotos, arqueología y la ira de Dios], el geofísico de Stanford, Amos Nur, y su coautora Dawn Burgess, argumentan que Troya, Micenas, la antigua Jericó, Tenochtitlán y el imperio hitita podrían haber terminado de esta manera.

Frente a recurrentes amenazas de terremotos y erupciones volcánicas, muchas antiguas religiones personificaron las fuerzas de la naturaleza como dioses y diosas y pedían complicados rituales humanos y sacrificios para apaciguar a esas poderosas deidades. Se pensaba que el antiguo dios del mar Poseidón (Neptuno para los romanos), también llamado “Agitador de la Tierra”, causaba terremotos cuando le provocaban o se enojaba.

Sin embargo la arrogancia de este tipo sólo es una de las maneras mediante las cuales provocamos la ira del planeta. Mucho más peligroso y provocativo es nuestro envenenamiento de la atmósfera con los residuos de nuestro consumo de recursos, especialmente combustibles fósiles. Según el Departamento de Energía de EE.UU., en 1990 las emisiones totales de carbono de todas las formas de uso de energía ya habían llegado a 21.200 millones de toneladas y se calcula que, en 2035, aumentarán ominosamente a 42.400 millones, un aumento del 100% en menos de medio siglo. Cuanto más dióxido de carbono y otros gases invernadero descarguemos en la atmósfera, más cambiaremos los sistemas climáticos naturales del planeta y dañaremos otros recursos ecológicos vitales, incluidos océanos, bosques y glaciares. Todos son componentes de la estructura integral del planeta, y al ser dañados de esta manera, provocarán mecanismos de defensa: aumento de las temperaturas, cambios en los modelos de precipitación pluviométrica y aumento de los niveles de los mares, entre otras reacciones.

La noción de la Tierra como un complejo sistema natural con múltiples ciclos de retroalimentación fue propuesta por primera vez por el científico y ecologista James Lovelock en los años sesenta y planteado en su libro de 1979: Gaia: una nueva visión de la Tierra.  (Lovelock usó el nombre de la antigua diosa griega Gaia, personificación de la Madre Tierra, para su versión de nuestro planeta).

En ésta y otras obras, Lovelock y sus colaboradores argumentan que todos los organismos biológicos y sus inmediaciones inorgánicas en el planeta están estrechamente integrados para formar un sistema complejo y autorregulador, que mantiene las condiciones necesarias para la vida, un concepto que llamó “La Hipótesis Gaia”. Cuando cualquier parte de este sistema se daña o se altera, afirman, las otras reaccionan tratando de reparar, o compensar, el daño con el fin de restaurar el equilibrio esencial.

Pensemos en nuestros propios cuerpos cuando son atacados por microorganismos virulentos: nuestra temperatura aumenta; producimos más glóbulos blancos y otros fluidos, dormimos mucho y desplegamos otros mecanismos de defensa. Cuando tienen éxito, nuestras defensas corporales neutralizan primero y finalmente exterminan a los gérmenes invasores. No es un acto consciente, sino un proceso natural, que salva la vida.

La Tiierra reacciona ahora ante las depredaciones de la humanidad de manera semejante: calentando la atmósfera, sacando carbono del aire y depositándolo en el océano, aumentando las lluvias en algunas áreas y reduciéndolas en otras y compensando de otras maneras la masiva infusión atmosférica de dañinas emisiones humanas.

Pero es poco probable que lo que la Tiierra hace para protegerse contra la intervención humana sea propicio para las sociedades humanas. A medida que el planeta se calienta y los glaciares se derriten, los niveles del mar aumentarán, inundando áreas costeras, destruyendo ciudades y sumergiendo áreas agrícolas a baja altura. Las sequías serán endémicas en muchas áreas agrícolas que otrora eran productivas, reduciendo el suministro de alimentos a cientos de millones de personas.

Muchas especies vegetales y animales esenciales para el sustento humano, incluyendo varias especies de árboles, cultivos de alimentos y peces, no podrán adaptarse a esos cambios climáticos y dejarán de existir. Los seres humanos podrían –y de nuevo subrayo que podrían– tener más éxito al adaptarse a la crisis de calentamiento global que semejantes especies, pero al hacerlo, multitudes probablemente morirán de hambre, enfermedad y las guerras que las acompañan.

Bill McKibben tiene razón: ya no vivimos en el planeta “acogedor, que considerábamos seguro, conocido antiguamente como Tierra. Habitamos otro sitio que ya ha cambiado drásticamente por la intervención de la humanidad. Pero no actuamos frente a una entidad pasiva, impotente, incapaz de defenderse de la trasgresión humana. Lamentablemente, conoceremos consternados los inmensos poderes de los que dispone la Tiierra, la Vengadora.

*Profesor de estudios de Paz y Seguridad Mundial en el Hampshire College. Su último libro es Rising Powers, Shrinking Planet: The New Geopolitics of Energy. Publicado en Tom Dispatch

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