El prisionero número 44.904
Xavier Antich.*
"No me quedan personajes ficticios que mueran en mi lugar. Todos mis seudónimos, todos mis nombres de guerra han sido utilizados, dispersados por el desértico viento de la muerte. Se acabaron los Artigas, los Larrea y los Bustamante, se acabaron los fantasmas de carne y hueso que mandaba al sacrificio. Han cumplido su función, valientemente. Heme aquí solitario y desnudo ante la muerte. Elegirá su momento; yo estaré listo. A decir verdad, hace algún tiempo que lo estoy".
Así escribía Jorge Semprún en 1998, en su libro Adiós, luz de veranos… Semprún, uno de los más grandes intelectuales de nuestro tiempo, autor de una obra literaria incomparable cincelada a partir de su experiencia personal, siempre fue muy consciente de que, a través de algunos de sus personajes, podía hablar de sus verdades más íntimas. Por eso, tampoco no dudaba en que esos personajes, a la vez heterónimos y alter ego, murieran a menudo en sus novelas: todas esas muertes ficticias, decía, "eran señuelos que enarbolaba ante el hocico del negro toro de mi propia muerte, la muerte a la que estoy desde siempre destinado".
Pero ahora, desaparecido Semprún, ¿cómo hablar de él cuando ya no está aquí? ¿Cómo hablar de él, que nunca pensó que hubiera sobrevivido realmente a la muerte, o que la hubiera evitado, sino que había sido atravesado por ella?
Su experiencia, con veinte años, de prisionero en el campo de concentración nazi de Buchenwald durante dieciséis meses, marcaría desde entonces, para siempre, los años que estaban por llegar. Hay experiencias que marcan una vida. Y Semprún nunca dejaría de llevar consigo el olor a carne humana quemada, "la llama anaranjada del crematorio cegándome los ojos". Tardará dos décadas en conseguir expresarlo, en ponerlo por escrito, en acercarse a su verdad estremecedora. Y, cuando empiece, ya no podrá parar.
Blanchot expresó una paradoja que ha marcado una antinomia casi irresoluble para la literatura testimonial de los campos nazis. Lo hizo recordando los papelillos escondidos en los alrededores de las cámaras de gas. Algunos decían, obsesivamente, como una botella lanzada hacia el futuro desde el naufragio, "no olvidéis". Otros, dando voz a un presagio inquietante, anunciaban, "nunca sabréis".
A partir de entonces, habría que recordar, sin cesar, lo sucedido. Y, sin embargo, por esfuerzos que se hicieran, tal vez nunca se acertara a comprender del todo lo que allí pasó. Este imperativo contradictorio ha marcado nuestra época. Y, en cierto sentido, ha generado una cierta mística de lo indecible e irrepresentable, de lo inefable.
Semprún, convencido como estuvo siempre de que todo se puede decir, dio un paso más allá y nos legó una herencia memorable. Por una parte, se preguntó a menudo "¿para qué escribir libros si no se inventa la verdad?". Pues de lo que se trataba, en el fondo, no era de contar, sino de comprender: no de los hechos, simplemente, sino de su verdad. Y, junto a ello, el añadido aparentemente paradójico, inspirado en Boris Vian: "Todo era real porque todo lo había inventado yo, y no porque lo hubiera vivido".
Esa es la lección de la literatura testimonial de Semprún, que vivió obsesionado desde 1945, cuando la liberación de los campos, por cómo contar todo aquello, cómo alcanzar su verdad. Todos los supervivientes lo buscaron a su modo, intentando encontrar, cada uno a su modo, con la clave que hiciera posible el testimonio.
Muchos otros, desde una perspectiva teológica, hablaron, y se inquietaron, por lo que denominaron el silencio de Dios. Para Semprún, y esa era la esencia, a su juicio, del Mal radical, de lo que se trataba no era del silencio de Dios, sino del silencio de los hombres. Por eso, toda su obra se despliega bajo la sombra de una imagen poderosísima contenida en El largo viaje: al salir de Buchenwald, se acercó a la vecina Weimar, la ciudad de Goethe, que veían desde el campo. Dio con una casa, llamó, encontró a su dueña, le pidió entrar, recorrió solícito la casa, hasta llegar al cuarto de estar, del que la mujer comentó lo confortable que era.
Y ya está. Allí lo vio. Tras las ventanas, a lo lejos, la chimenea del campo. Y la pregunta, a ella, de un Semprún que, entonces, "quisiera estar muerto", una pregunta que ya no necesitó esperar ninguna respuesta: "Al atardecer, cuando las llamas desbordaban la chimenea del crematorio, ¿veían ustedes las llamas del crematorio?" Ahí estaba todo y todo lo vio ya entonces Semprún.
Frente a ese Mal absoluto, toda la obra de Semprún es el intento de oponer una idea de la fraternidad a esa imagen del infierno que es, no el horror en sí, sino la contemplación indiferente del horror de los otros. La fraternidad frente al Mal.
De ahí su temor, expresado en La escritura o la vida: "Llegaría un día, relativamente cercano, en el que ya no quedaría ningún superviviente de Buchenwald: ya nadie sería capaz de decir, con palabras surgidas de la memoria carnal y no de una reconstrucción teórica, lo que habrán sido el hambre, el sueño, la angustia, la presencia cegadora del Mal absoluto —en la justa medida en que anida dentro de cada uno de nosotros, en tanto que libertad posible—. Ya nadie tendría en su alma y su cerebro, indeleble, el olor a carne quemada de los hornos crematorios".
Hoy, con la desaparición de Semprún, ese día cada vez está más cerca. No es fácil prepararse para cuando llegue. Tal vez ayuden, de nuevo, las palabras de Semprún: "Sólo los escritores podrán resucitar la memoria viva y vital, la vivencia de los que habremos muerto".
* Profesor de Estética y Filosofía en la Universidad de Girona, España.
Publicado originalmente en el diario de Barcelona La Vanguardia, el 13 de junio de 2011
En http://virginia-vidal.com