El que paga al flautista pide la música

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Max Castro.*

La pieza apareció la semana pasada oculta en la página cuatro de la sección local de The Miami Herald. El artículo, escrito por King Hindley de The St. Petersburg Times¸ se publicó bajo el insulso titular de Funcionarios de la FSU cuestionan arreglo con donante. En realidad lo que el artículo describe es un nuevo y ominoso enfoque de la realidad que la periodista e investigadora Jennifer Washburn presentó en su excelente libro de 2004, Universidad, Inc.: la corrupción corporativa de la educación superior.

Aunque el dinero es la fuente principal de la corrupción corporativa en la educación superior —ganancias para las corporaciones que convierten los resultados de las investigaciones en productos lucrativos o servicios y fondos para la universidades que a menudo carecen de efectivo–, el caso de la Florida State University (FSU, universidad del estado de La Florida, EEUU) en el que están implicados los billonarios hermanos Koch, notorios financieros de causas de extrema derecha, es acerca del uso del dinero para influir en las ideas, cuya libre generación y debate está en el centro de la misión intelectual y académica.

La historia de la corrupción corporativa de la educación superior, hábilmente diseccionada por Washburn, trata principalmente de las relaciones incestuosas de la academia con dos de los principales centros de poder en la sociedad norteamericana: el complejo militar de inteligencia y los grandes negocios.

El romance entre el Pentágono, la CIA y otras agencias gubernamentales de tres letras, por una parte, y de la otra Harvard, Caltech, MIT y Berkeley, pasando por las instituciones de segunda fila, llegaron a su punto álgido durante la Guerra Fría. Hasta cierto punto, los hechos del 11/9 y la subsiguiente “guerra al terror” tuvieron la virtud de reiniciar el vínculo —mientras escribo esto, se “incrustan” a científicos sociales en las tropas norteamericanas en Irak y Afganistán tratando de enseñar a los soldados las habilidades culturales necesarias para “ganarse el corazón y la mente del pueblo”, mientras que está demostrada la vergüenza de la participación de psicólogos y profesionales de la medicina como asesores en sesiones de tortura realizadas durante la administración Bush.

Pero la historia que relata Washburn es principalmente acerca del meteórico incremento desde la década de 1970 de las investigaciones conjuntas de las corporaciones y las universidades, las cuales han contaminado el núcleo de la academia y amenazado sus valores básicos, incluyendo la libertad académica, la transparencia de la ciencia, el libre flujo de ideas y los intereses económicos de profesores y de las instituciones que los contratan

Washburn presenta pruebas documentales de decenas de recientes ejemplos en los cuales se han sacrificado la libertad académica y la integridad profesional en el altar de las buenas relaciones con los intereses corporativos. El caso del doctor David Kern, profesor de medicina en la Universidad Brown (que también ejercía en el Hospital Memorial, afiliado a Brown) —una escuela de élite en la Ivy League— es solo uno de los muchos ejemplos mayúsculos detallados en el trabajo de Washburn, basado en una sólida investigación (incluye 679 notas al pie).

A mediados de la década de 1990, Kern diagnosticó a un paciente de 36 años de padecer de enfermedad pulmonar intersticial, una afección mortífera que impide respirar y que es tan rara que solo afecta a una de cada 40 000 personas, la mayor parte de ellas ancianas. Kern no pudo determinar la causa de la enfermedad del hombre, pero al año siguiente otro paciente joven presentó los mismos síntomas. La relación entre los dos pacientes: ambos trabajaban en Microfibers, Inc., una compañía que fabrica tejido flocado de nilón.

Al seguir investigando, Kern determinó que un total de ocho trabajadores de una fuerza laboral de 150 habían contraído la enfermedad. Eso es aproximadamente uno de cada 19 trabajadores, comparada con una incidencia de una de cada 40.000 personas en la población general. La probabilidad de que la relación entre trabajar en la fábrica de flocado de nilón y contaminarse de la enfermedad era astronómica. Kern también descubrió un artículo en una revista médica que describía un brote similar en un fabricante de flocado de nilón en Canadá, lo que confirmó la relación.

Kern había descubierto una nueva enfermedad, designada oficialmente por los Centros de Control de Enfermedades como “pulmón de trabajador de flocado” —y siguiendo las normas de la ciencia, estaba ansioso por presentar el descubrimiento a sus colegas en la reunión anual de la Asociación Torácica Norteamericana que iba a realizarse en San Francisco en 1997.

Sin embargo, al enterarse de la noticia, Microfibers amenazó con una reclamación judicial bajo el pretexto de que Kern había firmado un acuerdo de confidencialidad en el que se comprometía a no revelar secretos de la industria. Pero la investigación de Kern no tenía que ver con los secretos industriales de la compañía, a no ser que se considere un secreto industrial que el proceso de fabricación de la firma estaba matando lentamente a algunos de sus trabajadores.

Para su sorpresa, la Universidad se alió con Microfibers y ordenó a Kern que retirara su ponencia, pero Kern debe haber sentido que era un deber ético no ocultar información científica con implicaciones de vida o muerte, porque presentó su ponencia a pesar de las presiones. Menos de una semana después de regresar de San Francisco, Kern recibió cartas del rector de Brown, Vartan Gregorian, y del director del Hospital Memorial, Frank Dietz, informándole que sus puestos como profesor e investigador habían sido eliminados.

El caso de Kern puede parecer extremo, pero no es el único.

En la inmensa mayoría de los casos, las compañías esperan obtener ganancias del conocimiento generado por estudiosos universitarios y/o capitalizar el prestigio de un investigador o una institución. Descubrimientos como el de Kern amenazan las ganancias y son anatema. Grandes donantes individuales son motivados por alguna combinación de altruismo, ego y ventajas tributarias. Pero la Fundación Charles G. Koch, que entregó $3,6 millones al departamento de economía como parte de un acuerdo logrado en 2008, no está buscando ninguna de estas cosas a cambio de su dinero.

Su propósito es más insidioso y representa un nivel aún mayor de corrupción corporativa de la educación superior que los terribles casos descritos por Washburn.

El subsidio de la Fundación Koch, específicamente para el estudio de la “economía política y la libre empresa”, decía la defensa de la forma más rapaz de capitalismo, sirve como propósito ideológico. El artículo del Herald en realidad minimiza el caso cuando describe el acuerdo como que “concede privilegios sin precedentes a una parte externa”.

El dinero de los Koch financia dos nombramientos interinos además de varias becas de postgrado en economía. Pero el dinero se concede con muchas condiciones y concesiones que pocas universidades darían, incluso en esta era de corrupción del mundo académico por parte de las corporaciones. Entre otras cosas, la fundación puede eliminar el financiamiento del programa “si los docentes contratados con ese dinero no cumplieran con los objetivos”.

Y estos objetivos son bien conocidos: una sociedad plutocrática en la cual los negocios puedan ser los amos sin interferencia en absoluto por parte de otros molestos actores, como el gobierno, los sindicatos y los grupos de defensa.

Además de la prerrogativa de suspender el financiamiento del programa si los profesores contratados no son lo suficientemente derechistas según Koch, la fundación también selecciona a los becarios postgraduados por medio de su subsidio. Adicionalmente, un borrador anterior del acuerdo, eliminado más tarde después de que se manifestaran preocupaciones internas, identificaba a Bruce Benson, el actual jefe del departamento de economía de la FSU, como “el presidente continuo” en el contexto de un acuerdo de 10 años entre la universidad y la fundación.

La razón por la que Koch deseaba esa estipulación en el contrato es evidente. En una disciplina que es abrumadoramente favorable a los negocios, y en la cual muchos profesores sirven como consultantes a las corporaciones, Benson parece estar mucho más entusiasmado con los negocios que los demás de su conservadora profesión. Él fue partícipe fundamental en la negociación del acuerdo con Koch y se describe a sí mismo como “favorable a los objetivos (de la Fundación Koch) de reducir la intervención del gobierno en los negocios”.

Con el control sobre el dinero, el derecho a suspender los fondos por razones ideológicas, el poder de seleccionar a los becarios de postgrado, y un presidente en el bolsillo durante todo el tiempo del acuerdo, Koch garantizaría que sus dólares financiarían algo ideológicamente eficiente. Todos los elementos estaban listos para que Koch impusiera una camisa de fuerza política de derecha.

Y así fue. A pesar de la atrevida penetración de una institución académica por parte de la Fundación Koch y las preocupaciones de importantes administradores, como se expresó en correos electrónicos internos, el acuerdo se aprobó con solo cambios menores. ç

Un alto administrador de FSU, en un email patéticamente ingenuo, preguntó: “¿Se compromete la libertad académica de los individuos que ocupan cátedras bajo el acuerdo, indirectamente por medio del proceso de evaluación y la perspectiva de que cesen los fondos?” ¿Qué creen ustedes?

Es difícil imaginar que el rector Eric J. Barron de FSU pudiera aguantar la risa cuando insistió la semana pasada que la libertad académica de la institución no estaba comprometida por el acuerdo con Koch. En las últimas tres décadas, los medios de la corrupción corporativa de la universidad han sido múltiples, desde los extremadamente sutiles a los escandalosamente obvios. Pero incluso según las pobres normas actuales de autonomía académica, con el acuerdo Koch la FSU y su departamento de economía están caminando por una nueva y peligrosa cuerda floja.

* Periodista.
En http://progreso-semanal.com

 

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