El reportaje por el que Obama «renunció»a McChrystal: El general fuera de control

Michael Hastings*

  Obama destituyó a Stanley McChrystal, el más alto comandante de EE UU en Afganistán, después de sus declaraciones en un reportaje de la edición americana de ‘Rolling Stone’. Este es el artículo completo, donde McChrystal critica al entorno de Obama y ridiculiza al vicepresidente Joe Biden. McChrystal había tomado el control de la guerra, no perdiendo nunca de vista al verdadero enemigo: los blandengues de la Casa Blanca.

¿Por he podido verme metido en esta cena? Pregunta el General Stanley McChrystal. Es jueves por la noche de mediados de abril, y el comandante de las Fuerzas Armadas y de la OTAN en Afganistán está sentado en la suite de un Hotel Westminter, de cuatro estrellas, en París.
Se encuentra en Francia para vender su nueva estrategia de guerra a nuestros aliados de la OTAN –para mantener la ficción, en esencia, de que de verdad tenemos aliados.

Desde que McChrystal asumió el mando, hace un año, la guerra Afganistán se ha convertido en propiedad excluisiva de los Estados Unidos. Las oposiciones a la guerra, ya han acabado con el gobierno danés, forzando la dimisión del presidente alemán y provocando que tanto Canadá como Holanda anunciaran la retirada de sus 4.500 tropas. McChrystal está en París para evitar que a los franceses, que han perdido más de 40 soldados en Afganistán, les tiemblen las piernas y comiencen a dudar.

“La cena viene con el puesto, señor”, dice su jefe de gabinete, el Coronel Charlie Flynn.
    McChrystal se gira rápido en su silla.
    “Eh, Charlie”, le pregunta, “¿viene esto con el puesto?”.
    Mientras, le enseña el dedo del centro. 

El general mira a su alrededor, a la habitación que su equipo de viaje de diez personas ha convertido en un centro de operaciones a gran escala. Las mesas están llenas de ordenadores portátiles de gran resistencia, y cables azules entrecruzados sobre la gruesa moqueta del hotel, conectados a antenas parabólicas para proveer línea de teléfono encriptada y comunicación vía e-mail.

Va vestido de civil e informal, con corbata azul, una camisa y pantalones de sport (McChrystal no se encuentra en su elemento). París, como uno de sus asesoradores dice, es “la ciudad más anti-McChrystal que se pueda imaginar”. El general odia los restaurantes lujosos, rechazando cualquier lugar con velas sobre las mesas, por ser “demasiado Gucci”. Prefiere su cerveza Bud Light con sabor a lima (su favorita) al Burdeos; y películas como Pasado de vueltas (comedia deportiva intrascendente), su filme favorito, a Jean-Luc Godard. Además, estar en el escaparate de cara a la opinión pública nunca ha sido un lugar donde McCrystal se sintió cómodo: antes de que el presidente Obama lo pusiera al mando en la guerra de Afganistán, estuvo cinco años llevando a los Black Ops (grupos de operaciones especiales) más secretos del Pentágono. 

“¿Cuál es la actualización en el bombardeo de Kandahar?”, le pregunta McChrystal a Flynn. La ciudad ha sido golpeada con dos potentes coches bomba en un solo día, levantando la duda sobre las garantías del general de que podía arrancársela a los talibanes. 

“Tenemos dos KIA,s [Killed in action, muertos en acción], pero no me lo han confirmado”, dice Flynn. McChrystal echa un último vistazo a la suite. A los 55 años, está descarnado y delgaducho, algo así como una versión mayor de Christian Bale en el filme Rescate al amanecer. Sus ojos azul oscuro tienen la inquietante habilidad de penetrarte cuando se fijan en ti. Si la jodes o le decepcionas, pueden destrozar tu alma sin la necesidad de que él alce la voz. 

“Preferiría que me pegaran una paliza todos los que caben en esta habitación a tener que ir a esta cena”, dice McChrystal.  Hace una pausa. “Desafortunadamente, nadie de esta habitación podría hacerlo”:  Y sale por la puerta. 

“¿Con quién va a la cena?”, le pregunto a uno de sus ayudantes. “Algún ministro francés”, me dice, “es una gilipollez”. 

A la mañana siguiente, McChrystal y su equipo se juntan para preparar un discurso que el va a dar en la École Militaire, la academia militar francesa. El general se enorgullece de ser más agudo y con más cojones que nadie. Pero su descaro tiene un precio: aunque McChrystal ha estado al mando de la guerra durante sólo un año, en ese tiempo se las ha apañado para cabrear a casi todas las partes implicadas en el conflicto. El otoño pasado, durante una sesión de preguntas y respuestas, siguiendo un discurso que había dado en Londres, McChrystal desestimó la estrategia antiterrorista, respaldada por el vicepresidente Joe Biden, como “corta de miras”, alegando que conduciría a un estado de “Caos-istán”. El comentario le valió una colleja del presidente, en persona, que llamó al general a una lacónica reunión privada a bordo del Air Force One. El mensaje a McChrystal pareció claro: cállate la puta boca, y pasa desapercibido. 

Ahora, repasando las notas de su charla en París, McChrystal se pregunta en voz alta qué pregunta sobre Biden le tocará hoy, y cómo deberá responder. “Yo nunca sé qué va a surgir ahí subido, ese es el problema”, dice. Entonces, incapaces de ayudarse a sí mismos, él y su equipo imaginan como sería esa contestación, en una sola línea: “Está usted preguntando por el vicepresidente Biden”, McChrystal dice riendo.
    “¿Quién es ese?
    “¿Biden?”, sugiere su ayudante de más rango.”Has dicho Bite me (muérdeme)"?

Cuando Barck Obama pisó el Despacho Oval, inmediatamente se preparó para actuar en la promesa más importante de su campaña en política internacional: volverse a centrar en la guerra de Afganistán, en lo que nos llevó a invadirlos en primer lugar. “Quiero que los americanos lo entiendan”, decía en marzo de 2009. “Tenemos un claro y centrado objetivo: interrumpir, desmantelar y vencer a Al Qaeda en Paquistán y Afganistán”.

Mandó 21.000 tropas más a Kabul, el mayor incremento desde que comenzó la guerra en 2001. Siguiendo el consejo del Pentágono y de la Junta de Jefes de Estado Mayor, también despidió al General David McKiernan –entonces, el Comandante de EE UU y de la OTAN en Afganistán– y lo reemplazó con un hombre que no conocía y con el que apenas se había encontrado: el General Stanley McChrystal. Era la primera vez que un alto general había sido relevado de servicio en tiempos de guerra en más de 50 años, desde que Harry Truman contrató al General Douglas MacArthur, en la cumbre de la guerra de Corea. 

A pesar de que votó por Obama, McCrystal y su nuevo comandante en jefe no conectaron. El general se encontró por primera vez con Obama una semana después de que este asumiera el cargo, cuando el Presidente se reunió con una docena de oficiales militares senior, en una sala del Pentágono conocida con el Tanque. De acuerdo con fuentes cercanas a la reunión, McChrystal pensó que Obama pareció “incómodo e intimidado” por la habitación repleta de militares de altos vuelos. Su primera reunión en solitario tuvo lugar en el Despacho Oval, cuatro meses después, cuando McChrystal ya tenía su trabajo en Afganistán, y no fue mucho mejor. “Era una operación fotografía de diez minutos”, cuenta un asesor de McChrystal. “Obama claramente no sabía nada de él ni quién era. Aquí está el tipo que va a dirigir su jodida guerra, pero no parecía muy comprometido. El Jefe estaba muy decepcionado”.

Desde el principio, McChrystal estaba decidido a dejar su sello personal en Afganistán, a usarla como un laboratorio para una controvertida estrategia militar, conocida como la contrainsurgencia. COIN, como es conocida la teoría, es la nueva biblia de los jefazos del Pentágono. Una doctrina que pretende compatibilizar la preferencia de los militares por la violencia de alta tecnología, con las demandas de batallas prolongadas en el tiempo, en estados fallidos. 

COIN llama al envío de grandes números de tropas sobre el terreno, no sólo para destruir al enemigo, sino también para vivir entre la población civil, y, lentamente, recontruir, o construir de la nada, otro gobierno de la nación. Un proceso que, incluso sus defensores más acérrimos, admiten que requiere años, si no décadas, para llevarse a cabo. Esta teoría, esencialmente, renombra a las fuerzas militares, expandiendo su autoridad (y sus fondos) para abarcar los lados diplomático y político de la guerra: piense en los Boinas Verdes [fuerzas especiales de la Armada] como si fueran voluntarios de operaciones de paz. En 2006, después de que el General David Petraeus testó la teoría durante su “renacer” en Irak, rápidamente se ganó un núcleo duro de seguidores como think-tankers (grupos de asesoramiento), periodistas, oficiales militares y civiles. Apodados "COINdinistas” por su entusiasmo sectario, este infuyente equipo creyó que la doctrina sería la solución perfecta para Afganistán. Lo único que necesitaban era un general con suficiente carisma y desparpajo político para implementarla.

Cuando McChrystal se apoyó en Obama para impulsar la guerra, lo hizo con el mismo arrojo con el que cazaba terroristas en Irak: descubre cómo opera tu enemigo, sé más rápido y más despiadado que nadie. Entonces, elimina a esos cabrones. Después de llegar a Afganistán en junio pasado, el general condujo su propio policy review (analisis de su rendimiento), ordenado por el Secretario de Defensa, Robert Gates.

El infame documento se filtró a la prensa, con una conclusión nefasta: si no mandábamos otras 40.000 tropas –hinchando el número de Fuerzas Armadas en casi la mitad– estábamos en peligro de “operación fracasada”. La Casa Blanca estaba furiosa. McChrystal, sentían, estaba intentando intimidar a Obama, enfrentándole a la acusación de débil en seguridad nacional a no ser que hiciera lo que el general quería. Era Obama contra el Pentágono, y el Pentágono estaba dispuesto a darle una patada en el culo al presidente. 

En otoño pasado, con su general más alto pidiendo más tropas, Obama lanzó una revisión de tres meses para reevaluar la estrategia en Afganistán. “Ese tiempo fue doloroso”, me dice McChrystal en una de las muchas largas entrevistas. “Estaba vendiendo en una posición invendible”. Para el general era un curso rápido en política circular –una batalla en la que se dejó los huesos contra experimentados insiders como el vicepresidente Biden, que sostenía que una campaña de contrainsurgencia prolongada en Afganistán sumiría a Estados Unidos en un atolladero militar sin debilitar las redes de terrorismo internacional. “Toda la estrategia COIN es un fraude perpetrado en el pueblo americano”, dice Douglas Macgregor, un coronel retirado y un crítico líder contra la contrainsurgencia, que asistió a West Point (Academia Militar de EE UU) con McChrystal. 
“La idea de que nos vamos a gastar un trillón de dólares en la reconstrucción de la cultura islámica es un total sinsentido”.

Al final, a pesar de todo, McChrystal consiguió casi todo lo que quería. El 1 de diciembre, en un discurso en West Point, el Presidente presentó todas las razones por las que luchar en la guerra de Afganistán era una mala idea: es caro; estamos sumidos en una crisis económica; un compromiso de una década de duración minaría el poderío americano; Al Qaeda ha desviado su base de operaciones a Paquistán. Entonces, sin usar las palabras “victoria” o “ganar”, Obama anunció que mandaría 30.000 tropas más a Afganistán, casi tantas como McChrystal había pedido. El Presidente se había colocado, aunque vacilante, junto a los que apoyaban la contrainsurgencia. 

Hoy, mientras McCrystal acelera hacia una ofensiva en el sur de Afganistán, el prónostico de éxito es sombrío. En junio, la tasa de mortalidad en las tropas de EE UU pasaron los 1.000, y el número de IEDs (artefactos explosivos improvisados) se ha duplicado. Gastando cientos de miles de millones de dólares en el quinto país más pobre de la tierra, se ha fracasado en conseguir el apoyo de la población civil, cuya actitud hacia las tropas americanas varía de intensamente cautelosa a abiertamente hostil. La operación militar más grande del año –una feroz ofensiva que comenzó en febrero, para retomar la ciudad sureña de Marja– continúa alargándose, instigando al propio McChrystal a que se refiera a ella como su “úlcera sangrante”.

En junio, Afganistán oficialmente sobrepasó a Vietnam como la guerra más larga de la historia americana, y Obama ha empezado a retirarse silenciosamente de la fecha límite marcada para la salida de las tropas, en julio del año que viene. El Presidente se encuentra a sí mismo atascado en algo más insensato que un atolladero: un atolladero en el que él solito se metió, a sabiendas, a pesar de que es un proyecto gigantesco, de creación de una nación multigeneracional que él explícitamente dijo que no quería. 

Incluso aquellos que apoyan a McChrystal y su estrategia de contrainsurgencia saben que cualquier logro que el general alcance va a parecerse más a Vietnam que a la Tormenta del Desierto. “No va a parecer una victoria, oler a victoria o saber a victoria”, dice el General Bill Mayville, quien sirve como jefe de operaciones para McChrystal. “Esto va a acabar en pelea”.

  De hecho, el general a menudo se tiene que disculpar por las consecuencias desastrosas de su contrainsurgencia. En los primeros cuatro meses de este año, las fuerzas de las Naciones Unidas mataron a unos noventa civiles, un 76% más que en el mismo periodo de 2009, una cifra que ha creado un enorme resentimiento entre la población que se supone la Estrategia COIN quiere ganar para sí. En febrero, una patrulla nocturna de las Fuerzas Especiales acabó con la muerte de dos afganas embarazadas y alegaciones de un intento de ocultación. En abril surgieron protestas en Kandahar después de que las fuerzas estadounidenses accidentalmente tirotearan un autobús, matando a cinco civiles afganos. “Hemos disparado a una cantidad de gente increíble”, admitió recientemente McChrystal.

A pesar de las tragedias y los errores, McChrystal puso en marcha una de las directivas más estrictas que los Estados Unidos han implementado en una zona de guerra para evitar bajas civiles. Él lo llamaba “matemática insurgente”: por cada persona inocente que asesinas, te creas diez nuevos enemigos. Dio orden a los convoys de que controlasen su conducción temeraria, restringiesen el uso de sus efectivos aéreos y limitasen de forma notoria los asaltos nocturnos. Desde entonces, muy a menudo se ha disculpado con Hamid Karzai cuando civiles resultan muertos. Acto seguido, su estrategia es degradar a los mandos resposables de esas muertes. “Hay momentos en los que el lugar más peligroso de Afganistán está en frente de McChrystal tras una muerte civil”, dice un oficial de la armada estadounidense.

La ISAF incluso ha llegado a debatir formas de conseguir que matar no sea algo por lo que se puede obtener una condecoración. Hasta se habla de crear una medalla a la “Contención valiente”, un palabro que no tiene posibilidades de ganar mucha aceptación, dada la cultura bravucona del ejército de los Estados Unidos.

Pero dejando aparte cuán estratégicas sean las nuevas órdenes de funcionamiento de McChrystal, sus ideas han causado una reacción negativa entre sus tropas. Al decirles que contengan el fuego, según quejas de los soldados, se exponen a un riesgo mucho mayor. “¿Perfil bajo?”, dice un antiguo operador de las Fuerzas Especiales que ha pasado años en Irak y en Afganistán. “Me gustaría darle una patada en los huevos a McChrystal. Sus normas de lealtad ponen a los soldados en el disparadero. Todos y cada uno de ellos te dirán lo mismo que yo”. En marzo, McChrystal viajó al puesto avanzado JFM –un pequeño campamento a las afueras de Kandahar para afrontar las acusaciones de sus topas cara a cara. Un típico movimiento franco del General. Sólo dos días antes había recibido un correo electrónico de Israel Arroyo, un sargento de división de veinticinco años que le había pedido a McChrystal ir en misión con su unidad. “Le escribo porque se ha dicho que no le importan las tropas y que nos ha puesto más difícil defendernos”, escribió Arroyo.

En cuestión de horas, McChrystal contestaba personalmente: “Me entristece la acusación de que no me preocupo por los soldados, dado que sospecho que es algo que un soldado se toma como algo no sólo profesional, sino también personal. Por lo menos yo lo hago así. Pero tengo claro que las percepciones dependen de la perspectiva que uno tenga en el momento y respeto que cada soldado tenga la suya”. Poco después se personó en la avanzadilla en la que estaba destacado Arroyo y se sumó a una misión de reconocimiento a pie con las tropas. No se trata de que fuese a dar un paseo pusilánime por un mercado para salir guapo en la foto: se involucró en una operación real en una zona de guerra peligrosa.

Seis semanas después, justo antes de que McChrystal regresara de París, el general recibió otro correo electrónico de Arroyo. Un cabo de 23 años llamado Michael Ingram, uno de los soldados con los que McChrystal había salido en misión de reconocimiento, había sido asesinado por un insurgente el día antes. Era el tercer miembro que la sección compuesta por veinticinco miembros había perdido en un año y Arroyo se ponía en contacto para saber si asistiría al funeral de Ingram. “Había empezado a admirarle”, escribió Arroyo. McChrystal dijo que haría todo lo posible para presentar sus respetos cuanto antes.

La noche previa al día en que el general tenía programada su visita al Sargento Arroyo para el funeral, llego al puesto JFM para hablar con los soldados que salieron a patrullar con él. JFM es un pequeño asentamiento  rodeado por unos muros heridos por las explosiones y cerrado con torres de vigilancia. Casi todos los soldados aquí han estado en diferentes rondas de combate en Afganistán e Irak y han presenciado algunas de las peores batallas de ambas guerras. Pero, irónicamente, están especialmente indignados ante la muerte de Ingram. Sus mandos habían pedido permiso en repetidas ocasiones para derribar la casa donde Ingram fue asesinado, haciendo ver que frecuentemente ésta era usada como una posición de combate por los talibanes. A causa de las restricciones de McChrystal, pensadas para evitar el malestar de los civiles, la petición había sido denegada. “Era una casa abandonada”, farfulla el Sargento Kennith Hicks. “Nadie iba a volver vivir en ella”.

Un soldado me muestra la lista de nuevas normas que se le han entregado a la sección. “Patrullad en áreas donde estéis razonablemente seguros de que no os tendréis que defender usando fuerza mortífera”, se lee en las tarjetas plastificadas. Decirle eso a un soldado que ha recorrido la mitad del mundo para luchar, es como decirle a un policía que sólo debe patrullar en zona donde sabe que no tendrá que arrestar a nadie.  “¿Tiene eso puto sentido?”, pregunta el soldado Jared Pautsch. “Deberíamos echar una puta bomba en este lugar. Te sientas y te preguntas: ¿qué estamos haciendo aquí?”.

El reglamento que se ha distribuido aquí no es lo que McChrystal pretendía -ha sido distorsionado a medida que iba avanzando por la cadena de mando- pero cobrar consciencia de ese hecho no ayuda a mitigar la ira de las tropas sobre el terreno. “Joder, cuando llegué aquí y me enteré de que McChrystal estaba al mando pensé que nos iban a quitar el arma de encima”, dice Hicks, quien ha servido ya en tres rondas de combate. “Entiendo COIN. Entiendo todo. McChrystal viene aquí, lo explica, y tiene sentido. Pero cuando se pira en su avión y al mismo tiempo sus órdenes llegan hasta nosotros desde los altos mandos, es todo un despropósito. O bien porque alguien está intentando salvar su culo o simplemente porque no lo entienden ni ellos. Pero aquí estamos mordiendo el polvo”.

McChrystal y su equipo se presentan al día siguiente. Bajo una carpa, el general tiene una discusión de 45 minutos con dos docenas de soldados. El ambiente es tenso. “Os pregunto qué ocurre en vuestro mundo y creo que es importante para todos que comprendáis el contexto general también”, comienza McChrystal. “¿Qué tal va la compañía? ¿Os dais pena? ¿Alguno de vosotros siente que sois perdedores?”, dice McChrystal.

“Señor, algunos de los muchachos piensan que están siendo derrotados, Señor”, dice Hicks. McChrystal asiente. “Ser fuerte es liderar cuando no quieres liderar”, dice a sus hombres. “Estáis liderando con el ejemplo. Eso es lo que estáis haciendo. Sobre todo en los momentos en que es verdaderamente duro”. Después se tira veinte minutos hablando sobre contrainsurgencia, haciendo diagramas con sus ideas y principios en una pizarra. Hace que COIN parezca cosa de sentido común, pero tiene mucho cuidado de que no parezca que le está tomando el pelo a los chavales. “Estamos metidos hasta el fondo en el año decisivo”, les dice. Los talibanes, insiste, han dejado de llevar la iniciativa, “pero tampoco creo que nosotros la llevemos”.

La charla es similar a la que dio en París, pero no está ganando adeptos. “Esta es la parte filosófica que siempre funciona con los think tanks, pero parece que no tiene la misma acogida entre las compañías de infantería”, trata de bromear.

Durante el tiempo de preguntas, la frustación bulle. Los soldados se quejan de no estar autorizados para usar la fuerza letal, de tener que ver cómo insurgentes detenidos son liberados por insuficiencia de pruebas. Quieren tener capacidad para luchar, como la tuvieron en Irak y en Afganistán antes del periodo McCrystal. “No estamos asustando al talibán”, dice un soldado.

“Conseguir la adhesión de la población en esta guerra, con la estrategia COIN, es una cuestión de sangre fría”, dice McChrystal citando la máxima muy repetida por los soldados de que “no puedes matar tu salida de Afganistán”. “Los rusos mataron a un millón de afganos y no consiguieron nada”, afirma. “No digo que haya que salir y matar a todo el mundo, señor”, le replica el mismo soldado.

“Usted dice que hemos detenido el empuje de la insurgencia. Yo no creo que eso sea cierto en esta zona. Cuanto más nos retiramos, cuanto más nos contenemos, más fuertes se hacen”, apostilla. “Estoy de acuerdo contigo”, dice McChrystal.”En esta zona no hemos hecho progresos. Y aquí es donde tenéis mostraros fuertes, y tenéis que abrir fuego. Pero lo que estoy intentado deciros es que disparar tiene un coste. ¿Qué queréis hacer?¿Limpiar a la población que está ahí fuera y reasentarla?”.

Un soldado se queja de que bajo las reglas, cualquier insurgente que no tiene un arma es inmediatamente identificado como un civil. “Así va el juego”, replica McChrystal. “Es complejo. No podemos decidir: es peras o manzanas. Matemos sólo a las peras”.

Cuando el debate termina, McChrystal se da cuenta de que no ha salido airoso. La ira de los soldados sigue ahí. Así que hace un último esfuerzo por traerlos a su terreno reconociendo la muerte del Cabo Ingram.”No puedo hacer eso más llevadero”, les dice. “Y bajo ningún concepto estoy intentando fingir que todo esto no es doloroso. Pero os diré algo: estáis haciendo un gran trabajo. No dejéis que la frustración os domine”.

La sesión termina sin aplausos y sin una conclusión real. McChrystal quizá haya conseguido colocarle a Obama su estrategia, pero sus propia tropas no se la tragan.
Cuando se trata de Afganistán, la historia no está del lado de McChrystal.El único invasor extranjero que tuvo éxito aquí fue Gengis Khan, y él no estaba constreñido por cosas como derechos humanos, desarrollo económico y la vigilancia de los medios de comunicación.

La doctrina COIN, extrañamente, está inspirada en algunos de los grandes fracasos militares de Occidente: la terrible guerra francesa en Algeria (Francia fue derrotada en 1962) y la desventura norteamericana en Vietnam. McCrystal, como otros defensores de COIN, ya admite ahora que las campañas de contrainsurgencia son inherentemente caóticas, caras y muy fáciles de perder. “Incluso los afganos están confusos con Afganistán”, dice. Pero si finalmente consigue triunfar, después de años de lucha descarnada con chicos afganos que no suponen ninguna amenaza para el territorio americano, la guerra dejará indemne a Al Quaeda, que ha desviado sus actividades a Pakistán. Desplegar 150.000 tropas para construir escuelas carreteras, mezquitas e instalaciones para la depuración del agua en el entorno de Kandahar es como tratar de parar la guerra de la droga en México ocupando Arkansas y construyendo iglesias baptistas en Little Rock.

“Es todo muy cínico, políticamente hablando”, dice Marc Sageman, un antiguo oficial de la CIA que tiene amplia experiencia en la zona. “Afganistán no es nuestro interés

ital; no hay nada para nosotros allí”.
A mediados de mayo, dos semanas después de visitar a las tropas en Kandahar, McChrystal viaja a la Casa Blanca para una visita de alto nivel con Hamid Karzai. Es un momento triunfal para el general: uno de esos en los que puede demostrar cuánto poder ostenta tanto en Kabul como en Washington.

En la Sala Este, que está llena de periodistas y dignatarios, el Presidente Obama alaba las excelencias de Karzai. Los dos líderes hablan de las buenísimas relaciones que mantienen y de lo mucho que les entristecen las muertes de civiles. Mencionan la palabra “progreso” dieciséis veces en el espacio de una hora. Pero no hay una sola mención a la palabra “victoria”.  La sesión representa el compromiso total que Obama mantiene con la estrategia de McChrystal desde hace meses. “No se puede negar el progreso que los afganos han hecho en los últimos años: en educación, en sanidad y en desarrollo económico”, dice el presidente.”Las luces que vi por todo Kabul cuando aterricé allí no habrían sido visibles hace sólo unos pocos años”.  Un observación desconcertante, teniendo en cuenta que durante los peores años de Irak, cuando la Administración Bush no tenía ningún progreso real que destacar, usaba exactamente el mismo dato como prueba su éxito. “Una de nuestras primera impresiones fue que muchas luces brillaban intensamente”, dijo en 1996 un representante republicano después de aterrizar en Bagdad durante las peores fases de violencia sectaria. Así que la Administración Obama –hablando de progreso, de luces en las ciudades, de indicadores como el sistema sanitario y la educación- ha adoptado un lenguaje del que sólo hace unos años se habría burlado.

“Están intentando manipular las percepciones porque no hay una definición de victoria. La victoria ni siquiera se puede identificar o reconocer”, dice Celeste Ward, una analista senior de defensa de la RAND Corporation, que trabajó como asesora política para los mandos militares norteamericanos en el Irak de 2006. “Ese es el juego en el que nos encontramos ahora mismo. Lo que necesitamos, por motivos estratégicos, es hacer ver que no hicimos no nos fuimos a la espantada, a pesar de que los datos sobre el terreno no son buenos y en el futuro no van a ser mucho mejores”.

Pero los hechos sobre el terreno, como la historia ha probado, no son disuasorios para milicias con la determinación de permanecer en el campo de batalla. Incluso los más cercanos a McChrystal saben que el creciente sentimiento anti-guerra que ha aflorado en casa no refleja hasta que punto las cosas son conflictivas en Afganistán. “Si los americanos se detuvieran un momento y empezasen a prestar atención a esta guerra, sería aún menos popular”, dice un consejero senior de McChrystal. Semejante dosis de realismo no consigue impedir que los defensores de la contrainsurgencia sigan teniendo grandes planes: en lugar de retirar las tropas el año que viene, tal y como Obama prometió, el estamento militar espera prolongar la campaña de intrainsurgencia incluso más. “Existe la posibilidad de que pidamos otro contingente el próximo verano si observamos algún progreso aquí”, me dice un oficial senior en Kabul.

Volvemos a Afganistán.  Ha pasado menos de un mes desde la reunión en la Casa Blanca con Karzai y toda esa charla sobre el “progreso”. McChyrstal recibe un gran golpe a su visión de la contrainsurgencia. Desde el año pasado el Pentágono ha estado planeando lanzar una operación militar en Kandahar, la segunda ciudad más grande del país y la base primigenia de los talibanes. Supuestamente, éste iba a ser un punto de inflexión decisivo en la guerra: la razón principal para el contingente que McChrystal había pedido a Obama a finales del año pasado. Pero el 10 de junio, admitiendo que las milicias aún tienen mucho trabajo que hacer sobre el terreno, el general anuncia que pospone la ofensiva hasta el otoño. En lugar de grandes batallas, como las de Fallujah or Ramadi,  las tropas norteamericanas se dedicarán a lo que McChrystal llama “crear una pleamar de seguridad”.

La policía y el ejército afgano entrarán en Kandahar para intentar hacerse con el control de los barrios a la vez que los Estados Unidos aporta 90 millones de dólares en ayuda para la población civil de la ciudad.

Incluso los partidarios de la contrainsurgencia sufren fuertes presiones para explicar el nuevo plan. “Esta no es una operación clásica”, dice un oficial del ejército estadounidense. “Esto no va a ser Black Hawk Derribado. No va a haber patadas en las puertas”. Otros oficiales de los Estados Unidos insisten en que sí que habrá patadas en las puertas, pero que se tratará de una ofensiva más amable y suave que la del desastre de Marja.

“Los talibanes tienen la ciudad bajo su bota”, dice un oficial de la armada. “Tenemos eliminarlos, pero tenemos que hacerlo de una forma que no enfurezca a la población”. Fuentes de la Casa Blanca cuentan que cuando el vicepresidente Biden fue informado sobre el nuevo plan en el Despacho Oval estaba sorprendido de hasta qué punto reflejaba el plan de contraterrorismo más gradual que él mismo había propuesto el pasado otoño.
.Sea cual sea la naturaleza del nuevo plan, el retraso subraya los fallos fundamentales de la contrainsurgencia. Después de nueve años de guerra, los talibanes siguen demasiado compactos y enteros como para el ejército estadounidense les ataque abiertamente. La misma gente que la estrategia COIN trata de ganarse –los afganos- no quiere a los norteamericanos allí. El supuesto aliado de Estados Unidos, el presidente Karzai, ha usado su influencia para restrasar la ofensiva y el enorme flujo de ayuda capitaneado por McChrystal probablemnte sólo empeorará las cosas. “Echar dinero al problema sólo empeora el problema”, dice Andre Wilder, un experto de la Universidad deTufts que ha estudiado el efecto de la ayuda humanitaria en el sur de Afganistán.

“El tsunami de dinero da alas a la corrupción, deslegitimiza al gobierno y crea un ambiente  el que se escoje a dedo a los triunfadores y a los perdedores”. Un proceso que incentiva el resentimiento y la hostilidad entre la población civil. Hasta ahora, la contrainsurgencia en lo único que ha triunfado es en crear una demanda infinita del producto esencial suministrado por el ejército: guerra perpetua. Hay una razón por la que el Presidente Obama evita usar la palabra “victoria” cuando habla de Afganistán. Ganar, según parece, no es posible en realidad. Ni siquiera con Stanley McChrystal al frente.
 

*Periodista. Publicado en la revista Rolling Stone

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