El sueño europeo, una verdadera pesadilla

Anzonith Albano* 

Con la caída del muro del Berlín y la posterior desintegración del bloque soviético, el desconcierto se apoderó de la escena internacional en referencia a la futura concepción del nuevo modelo esquemático de relaciones que se desarrollaría en el escenario internacional.
 

La incertidumbre se centró en dos tendencias: la unipolaridad, representada por la expansión hegemónica de Estados Unidos; y la multipolaridad, que comprendía la repartición de las nuevas zonas de influencia a nuevas potencias político-económicas: Europa, China, Japón y otras potencias medias pujaban por esta opción. Ambas estaban signadas por la imposición y establecimiento del paradigma neoliberal de mercado en detrimento de la inclusión de las multitudes al goce de la riqueza mundial.

 
El siglo XX se caracterizó por la profundización de la convicción humana en el progreso material ilimitado a partir del uso y explotación irresponsable del enorme caudal de riquezas naturales que le rodeaban. Esta visión, encauzada dentro de preceptos librecambistas, ha resultado en los más grandes avances económicos, comerciales, comunicacionales, tecnológicos y científicos jamás nunca alcanzados por la humanidad, haciendo que el ser humano de estos días sea mucho más independiente de las restricciones que la naturaleza le ha impuesto históricamente. 
 
Paralelamente a esta realidad material, el siglo XX también asistió a una agobiante involución moral y espiritual en la concepción de las relaciones interpersonales, que convirtió al ser humano en un simple consumidor, sumido en un sistema sociopolítico marcado por el egoísmo, la exclusión, la desigualdad y la injusticia social. Las pruebas más notorias son los miles de millones de personas que viven en la más absoluta pobreza a lo largo de todo el planeta así como el acelerado aumento de las desigualdades sociales.  
 
Es este contexto, la incipiente Unión Europea, conformada como un nuevo actor de peso en ese nuevo mapa internacional definido por las relaciones librecambistas, apostó por el establecimiento de un esquema multipolar, fijando su radio de acción en los territorios “liberados” de Europa Oriental y en América Latina.  
 
La institucionalidad europea de principios de los noventa se enfrentaría a una nueva encrucijada determinada, entre otras cosas por el derrumbe de las denominadas "democracias populares" de Europa del Este, la I Guerra del Golfo y el estallido de la Guerra en los Balcanes.  
 
Con la finalidad de hacer frente a estos desafíos impuestos por la nueva realidad económica, política, militar y diplomática en el viejo continente, la burocracia europea, en alianza con los sectores nacionales interesados, emprenden distintas iniciativas de reformas institucionales cuya finalidad de redunda en facilitar nuevas incorporaciones al esquema integrativo, y a su vez, asumir desde la suprainstitucionalidad europea funciones propias de un Estado, que permitirían competir con las aspiraciones estadounidenses y japonesas sobre los nuevos espacios de Europa Oriental.
 
Es así como en el año de 1991, el Tratado de Maastricht y en el año 2000 el Tratado de Niza introdujeron sustanciales modificaciones a la institucionalidad europea en aquella dirección. Entre las trasformaciones burocráticas de mayor importancia pueden mencionarse: la unificación monetaria, la creación de mecanismos que facilitarían una mayor compenetración de la política exterior y de seguridad común, la cooperación en asuntos de justicia e interior y la ciudadanía europea.  
 
El éxito de este de reforzamiento institucional, el reclamo de la burocracia europea de controlar mayores competencias estatales y la aspiración de concretar mayores anexiones dentro de la Unión impulsaron, definitivamente, la discusión de un texto constitucional para el esquema de Europa, con la expectativa de que su materialización garantizaría el avance definitivo del sistema integrativo europeo.  
 
Los defensores de la promulgación de dicha Constitución Europea han puesto énfasis en que con su aprobación se abrirá una nueva época en la historia de la integración europea, que hasta ahora se ha centrado en la cooperación económica y comercial. En su oportunidad, argumentaron algunos representantes de la burocracia europea que dicho ordenamiento supranacional fomentaría los principios democráticos y civiles, armonizaría la legislación comunitaria ya existente, profundizaría el cumplimiento de los derechos humanos y las garantías individuales consagradas por cada Estado miembro.  
 
Pero la discusión y el mecanismo escogido por la burocracia europea para la realización de una carta magna se han distanciado mucho de los postulados democráticos a los cuales hace mención. De un total de 25 estados partes dentro de la Unión, solo 10 tenía previstos en aquella oportunidad hacer consultas refrendarías con la finalidad que la población emitiera su opinión frente a la aprobación de dicho texto constitucional, limitando los valores de transparencia, democracia y participación activa esperado por la ciudadanía europea y de la cual tanta fe reitera Norberto Bobbio en su obra intelectual y política.  
 
En su análisis de la convicción de Bobbio sobre el sistema democrático, Lorenzo Córdova en su artículo La Democracia Ideal señala lo siguiente:
 
“La gobernabilidad de un sistema democrático, se traduce, así, no en el establecimiento de mecanismos que permitan a los gobernantes una rápida, efectiva y eficiente toma de decisión frente a un Parlamento hostil o frente a una situación de crisis política, económica o social, lo que se traduciría inevitablemente en una merma de democracia de esos sistemas; sino en el establecimiento de mecanismos que favorezcan el compromiso entre los distintos actores políticos y sociales que participan en la toma de decisiones colectivas”.
 
Y esto fue pagado con creces: los pueblos de Francia y Holanda, en sendos comicios referendarios efectuados en mayo de 2005, rechazaron la propuesta de una Constitución, reflejando, entre otras cosas, el descontentos que la ciudadanía europea frente a las decisiones inconsultas que la institucionalidad europea ha venido desarrollando. Aunque muy lejos está el presente ensayo en analizar detalladamente las razones de dicha derrota electoral, sí es necesario considerar como una de sus causales la no participación popular que caracterizó el desarrollo de aquel intento de Constitución europea.
 
La realidad de aquel proceso fue que no existió un proceso constituyente amplio y transparente, basado en la soberanía de los ciudadanos y los pueblos de “toda Europa”. La ciudadanía europea, en mayor o menor grado, percibió que el Tratado Constitucional nació de un acuerdo intergubernamental, cuya finalidad cierta se alejaba de la solución de los problemas socioeconómicos y se centró en la maximización de los poderes existentes a favor de la elite tecnócrata europea.  
 
El filósofo británico Michael Oakeshott resume la posición de los detractores de la concreción de un texto constitucional europeo de la siguiente forma: “…es una Constitución para beneficiar Estados, no ciudadanos, dice, en alusión al riesgo de que tras la careta de la unión y el fortalecimiento de los Estados europeos pudiera surgir una nueva especie de Estado totalitario pero a escala continental…”.  
 
Se preguntó en aquella oportunidad si realmente dicha constitución nacería de la voluntad del ciudadano europeo, respondiéndose así mismo en forma negativa: “los políticos y burócratas… han creado este texto que pocos han leído. No ha habido participación civil, ni siquiera contrato social alguno. Es una constitución del estado para el estado. Los únicos ganadores son políticos, funcionarios y burócratas de los Estados que arrebatará al hombre medio más libertades y a la sociedad civil europea” (Citas tomadas del artículo Constitución de la Unión Europea de Felipe Valera. http://sepiensa.org.mx/contenidos/2005/l_unioneuro/uni_2.htm).
 
De aquella situación de incertidumbre respecto al futuro de un proyecto constitutivo europeo en mayo 2005 al rechazo contundente del 53,4% de electores irlandeses que se opusieron a la concesión del Tratado de Lisboa, solo existe un puente conductual: la ilegitimidad de la elite burocrática europea. Entre esos rechazos existen paralelismos inquietantes para el institucionalismo: cada vez que se consulta a un pueblo en relación con el destino a seguir por la Unión Europea, los ciudadanos responden de la misma forma, rechazando un modelo de Europa agotado, que no responde a sus necesidades más inmediatas, no sitiándose partícipes de su evolución.
 
La población europea ha empezado a señalar a las decisiones y políticas dogmaticas librecambistas impulsadas por la supranacionalidad de las instituciones europeas como las culpables del desmantelamiento de aquellos históricos privilegios socioeconómicos de los cuales gozaban gracias a la instauración de los sistemas del Estado de Bienestar. Esto mismo ocurrió en el reciente referendo realizado en Irlanda: resultaba demasiado coherente para el ciudadano irlandés vincular las presentes vicisitudes económicas sufridas frente a las medidas inconsultas y contrarías desarrolladas por la institucionalidad europea. En su artículo titulado “El resultado más dividido según clases sociales de toda la historia de Irlanda”, Harry Browne confirma esta tesis:
 
“A medida que crecía el desempleo, la atención se dirigía a los inmigrantes del este de Europa que trabajan aquí; cuando los precios de la vivienda se están desplomando, el presidente del Banco Central Europeo sugiere una próxima alza en los tipos de interés; cuando los campesinos se preocupan por su futuro, la UE negocia en la OMC permitir más importaciones de vacuno sudamericano en los mercados europeos; cuando los pescadores, desesperados por los elevados precios del combustible, organizan bloqueos de protesta en puertos clave, se sienten encima agraviados por las cuotas pesqueras impuestas por la UE, que les fuerzan a deshacerse de toneladas de capturas”. 
 
El borrador de este Tratado que pretende imponerse como un nuevo proyecto constitucional pareciera no dar respuestas certeras al "déficit democrático" expresado en la institucionalidad burocrática de la Unión Europea. Entre otras cosas, las críticas sobre el Tratado de Lisboa han girado en torno a:
 
No asegurar el ejercicio de los derechos individuales y sociales recogidos en la Carta de Derechos Fundamentales, ya de por si inferiores a la media europea. La desigualdad de los ciudadanos se convierte así en norma, como en el caso de los emigrantes, los cuales quedarán expuestos a la ilegalidad.
 
No promulgar una política de paz, manteniendo la guerra como opción de política exterior del bloque europeo. La continuidad del estatus de subordinación de los estados miembros frente a las obligaciones impuestas por la OTAN, crean un ejército europeo dispuesto a luchar en cualquier frente guerras ajenas, dando así un impulso institucional a las variantes bélicas y doctrinas preventivas.
 
No garantizar el derecho de autodeterminación de los pueblos europeos, ni siquiera garantiza la igualdad entre los estados miembros, institucionalizando las “cooperaciones reforzadas”, entre las grandes potencias y los demás integrantes del esquema.
 
No permitir el desarrollo de una política social y económica al servicio de la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos. La concreción de la Constitución facilita por ley el establecimiento de límites a la capacidad presupuestaria dentro de la Unión Europea, prohibiendo su endeudamiento, su capacidad impositiva fiscal y el desarrollo políticas económicas anti-cíclicas por parte de sus países miembros.  
 
Garantiza la independencia del Banco Central Europeo y somete a la Unión Europea a un régimen de austeridad permanente, condicionando cualquier avance social a los rendimientos de competitividad empresarial.
 
Limitar la transparencia y la democracia dentro de los órganos del esquema integrativo. La Comisión seguirá siendo una administración opaca y autónoma, con iniciativa legislativa para proponer sus reglamentos, decisiones y leyes para su adopción por el Consejo y el Parlamento Europeo.  
 
No promueve una Europa verde, sino que subordina el desarrollo sostenible y el respeto por el medio ambiente a los intereses del mercado y las políticas neoliberales (Referencia del artículo de G. Buster, titulado “Unión Europea: Esperando el Espíritu de Saint Denis").  
 
De acuerdo al señalamiento de distintos altos personeros con referencia del resultado inesperado del referendo en Irlanda, la clase política Europea sigue sin comprender los reiterados llamados de la ciudadanía frente a la pérdida de legitimidad paulatina que esta sufriendo el esquema integrativo.  
 
Los resultados del referendo demuestran, una vez más, el progresivo alejamiento de la clase política de los intereses de la ciudadanía. Recientemente, el Presidente francés, Nicolás Sarkozy se ha unido a las voces provenientes de España, Italia y Eslovenia al calificar de “incidente” lo ocurrido en ese país, señalando que la causa principal de dicho proceso referendario resulta en “el desconocimiento del ciudadano común frente a la construcción del esquema integrativo europeo”. Propuso, igualmente, continuar con los restantes procesos de ratificación para evitar que este rechazo se convierta en una crisis, desconocimiento y deslegitimando con ello el principio de autodeterminación y soberanía de la ciudadanía irlandesa: “el pueblo al servicio de la institucionalidad, en lugar de la institucionalidad al servicio del pueblo”.  
 
“Europa se ha convertido en un proyecto hueco e institucional, alejado de las verdaderas necesidades de la gente, forjado desde la única perspectiva de crear un gigantesco mercado de consumidores y servicios. Pero con propósitos y medidas diseñadas a la medida de las grandes empresas es imposible entusiasmar a la población; y tampoco se puede transmitir ilusión de progreso cuando las clases medias y bajas perciben claramente que hoy no viven mejor que ayer, mientras asisten atónitas a la paulatina disolución de sus derechos sociales y laborales con cada nueva Directiva regresiva, de las que la regulación de la inmigración, la Directiva Bolkenstein o la ampliación de la jornada laboral son sintomáticos ejemplos” (SENTÍS, María Vacas. “El Incidente Irlandés”).
 
Tras el rechazo de Irlanda al Tratado de Lisboa, la institucionalidad de la Unión Europea tiene tres opciones muy claras: repetir la consulta, seguir adelante con la ratificación del texto o detenerse finalmente a analizar en profundidad las causas de la pérdida de legitimidad dentro del esquema integrativo más exitoso en el mundo. Si los dirigentes comunitarios continúan forzando de más sus potestades burocráticas, la Unión corre el riesgo de entrar en una crisis nacida de la creciente desatención de la opinión de sus ciudadanos, pudiendo desembocar en una crisis difícil de superar en este bloque de países.  
 
Desde la caída del muro de Berlín, el mundo ha presenciado una efímera estación de triunfalismo democrático; en poco más de diez años de aquellos acontecimientos, se perciben con claridad que la anhelada democracia global nunca llegó. Peor aún: el proceso de democratización del sistema internacional no sólo no avanzó, sino que, visto en su totalidad, parece que se ha invertido en una importante magnitud. Explicaciones de este fenómeno abundan: los efectos maliciosos del globalismo económico, una fe ciega en los dogmas librecambistas, crisis de los aparatos institucionales, la formación transnacional de elites políticas-económicas que pretenden monopolizar la toma de decisiones en asuntos de envergadura, etc.  
 
Lo cierto es que los postulados de Bobbio referentes a que la democracia debía de profundizarse en todos los aspectos del devenir político han sido defraudados por la institucionalidad internacional, y en este caso europea: “Una vez más es un hecho que la mayoría de las decisiones globales, es decir, aquellas decisiones que tienen efectos en todos los rincones del globo, carecen de control o legitimidad democrática. El mundo de los poderes globales parece oscilar entre la oligarquía y el estado de naturaleza” (CÓRDOVA, Lorenzo. “La Democracia Ideal”).
 
En la actualidad, los debates intergubernamentales sobre el futuro de la Unión Europea son muestra efectiva de una aparente crisis de legitimidad de las institucionales regionales e internacionales en la solución de la problemática social característica de estos tiempos, necesaria para continuar impulsándola. Pero dada la falta de legitimidad, la opacidad del proceso de decisión y finalmente las consecuencias, no ha podido evitar que la resistencia social a estas políticas se convierta en enfrentamientos con los gobiernos de los estados miembros, ampliando la propia crisis de la Unión Europea.
 
“Irlanda es el único país que ha tenido la oportunidad de votar el Tratado de Lisboa y ha dicho que no. Y yo me pregunto: ¿qué pasaría si se le diera esa posibilidad al resto de ciudadanos de la Unión Europea?, ¿no se producirían más “incidentes”?. Está por ver si nuestros gobernantes seguirán ciegos ante la realidad: el sueño europeo se está convirtiendo en una verdadera pesadilla, de la que muchos quisiéramos despertar”. (SENTÍS, María Vacas. “El Incidente Irlandés”). 

*Columnista de Barómetro Internacional

También podría gustarte
Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.