El tiempo… – MADRE DE TODAS LAS DERROTAS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Cuando el señor Bush, the elder, fue presidente de Estados Unidos sucedió –que diría Neruda– la Guerra del golfo. Madre de todas las batallas, para uno, Operación tormenta del desierto para el otro. Comenzó el parto o comenzaron los vientos a una hora imprecisa de la madrugada del dos de agosto de mil novecientos noventa cuando el Estado iraquí procedió –invadió, según unos, recuperó, según otros– a traspasar la frontera que lo une a Kuwait, una vieja provincia del país mesopotámico.

Digamos que Iraq –suele escribirse Irak– es la resultante de la sobreposición y fusiones históricas de una serie de culturas que se pierden en los abismos del tiempo: sumeria, acadia, babilónica, asiria, persa, seléucida, parta, sasánida, contemporánea. El origen, enseñan, de la civilización allá en la Fértil media luna. Por Bagdad correteó Simbad, el marino.

Lo que desata la guerra con la que se cierran los años ochentas y se abren los noventas del siglo XX son razones económicas: el petróleo, o sea. Pero detrás de esas razones, y a menudo delante de ellas para el mundo que lo vio por televisión, hay un montaje, una parafernalia funambulesca cuyos efectos están, en 2006, en plena vigencia. Y sobre esos efectos navegamos.

Se navega entre significados, símbolos, metáforas y alegorías. Es decir, entre la significación de las palabras, los nombres que nos permiten reconocer ciertas fuerzas como amigas o enemigas, figuras que bien pueden tomarse a veces en sentido recto y en otras figurado. Todo enmarcado por discursos que persiguen entendamos una cosa expresando otra diferente. De cualquier modo una forma entender y actuar sobre el mundo parece en octubre de 2006 «implosionar». Una implosión es lo mismo que una explosión, pero al revés; implosión es romperse hacia adentro.

foto El ocaso final

Estamos acostumbrados –así nos enseñan– a pensar la historia como una serie de sucesos que responden y reflejan el orden resultante de la acción de personajes cuya misión consiste en cualquier período estudiado en encontrar las llaves para abrir las puertas que conducirán a la humanidad al estado presente, considerado como el único posible …y deseado. Comprendemos el estado presente como el intento de resolver las contradicciones entre quienes están por este orden y aquellos –criminales, locos o románticos– que intentan desbaratarlo.

No es así. Lo sorprendente es que haya tardado tanto la reacción universal contra el que se quiere suave desplazar del Rule Britania por el «Rule America» (entendiendo por América una parte de la del norte); desplazamiento que ha tardado casi un siglo y se paga –contando las contradicciones anteriores del fenómeno de la mundialización– con muchos muertos, cien millones parece un número razonable si exceptuamos el holocausto americano de los siglos XVII al XX y las mortandades de oriente; algunos por hambre, otros por las guerras a partir del siglo XVI de la cristiandad –podríamos retroceder más, hasta las Cruzadas, pero no es necesario–.

Derrotado Sadam Hussein tras ocho años de guerra contra Irán (1980/88) –librada con armas provistas por EEUU en los bordes de una frontera de 1.500 kilómetros de extensión– buscó acelerar la reconstrucción de la economía iraquí, y recuperar el favor de sus partidarios –los partidarios siempre son ciegos–. No se le ocurrió nada mejor que recuperar el emirato de Kuwait. Kuwait no es más que una huella del paso imperial británico sobre lo que Europa llama Oriente Medio, para diferenciarlo de Líbano, por ejemplo, que es Oriente Próximo, como el mar Egeo y Turquía, o India y China, que son, para ella, Extremo Oriente.

La aventura de la globalización cierra el círculo del modo de producción capitalista. No es la primera vez que se intenta convertir el mundo en lo que hoy llamaríamos «una nación»; lo quiso Alejandro, El magno, sobre la geografía a su alcance; lo pretendió de algún modo la Roma imperial; lo buscó Constantinopla; sobre ello habían comenzado a avanzar los incas en América. Sólo que eran formaciones sociales cuyas respectivas fuerzas productivas no habían logrado el desarrollo que se manifiesta embrionariamente desde el XVII en Inglaterra, incluyendo la guerra civil que acabó con el absolutismo y sentó en la práctica social los valores que dominarán el capitalismo.

Sobre cuando amaneció

La primera revolución industrial –cuyas bases son religiosas, filosóficas, jurídicas y tecnocientíficas, se gesta a lo largo de unos tres siglos hasta que adquiere su mayoría edad a mediados del XVIII– no hubiera sido posible sin el viaje del Gran Almirante de la mar-océano. Son las riquezas americanas las que posibilitan el capital necesario para la puesta en marcha del maquinismo, desde los telares hasta la locomotora. La globalización, así, es la resultante en el terreno de la cultura de un proceso económico, si bien caótico y desordenado, que simultáneamente ensanchó y estrechó la ajenidad del mundo.

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No sólo las riquezas de América, desde luego, contribuyen al éxito del capitalismo, pero son su base. Para la segunda revolución industrial –y científica– China debió sufrir el flagelo del China Trade (comercio chino), eufemismo para designar la ampliación brutal del tráfico del opio –producido en India– realizada por los ingleses durante el siglo XIX; Rusia y Polonia, especialmente, quedaron fuera de la revolución industrial y como meras proveedoras de alimentos e insumos a Europa occidental; países asiáticos, como Japón, Siam, Indochina, etc… fueron forzados a abrir sus puertos a las mercancías europeas, primero, y a partir del último tercio del siglo XIX estadounidenses: EEUU había completado su expansión americana y montado sobre el ferrocarril transcontinental, la ballena y el ron esperaba su rol mundial.

Sólo que en una superficie limitada es imposible la expansión permanente. El capitalismo es irracional porque no consulta su sustentabilidad y menos la del planeta; no puede consultarla porque entre lo sustentable y lo lucrativo tarde o temprano la fisura no se puede soslayar. Ha sobrevivido a sus crisis periódicas –cada vez más profundas– porque encontró nuevas fuentes para obtener plusvalía, porque pudo abrir más mercados –esto es: integrar nuevos grupos a la economía ya internacionalizada–, porque desarrolló nuevas tecnologías para la producción y nuevos métodos para administrar y distribuir lo producido.

A contar del final de la segunda guerra mundial la superficie ya no presentaba nuevos pliegos; se agotaron –se habían llenado– los vacíos y la lucha entre el capitalismo y la economía planificada en realidad era una batalla estéril sobre los restos del planeta, que para fines de la década de 1951/60 era evidente no podría soportar por mucho más el «progreso». Poco más de 40 años después el agotamiento de la Tierra deja de ser un área de estudios abstrusos sólo para especialistas. Es el capítulo que vivimos y si no se cambia el argumento a la novela de la humanidad le quedan pocas páginas.

Sogas y ahorcados

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Las novelas de ciencia-ficción –aquellas serias tanto como las «óperas espaciales»– suelen jugar con la idea del fin del mundo y una nave que zarpa en procura de otro planeta; en esa nave viaja un grupo más o menos selecto, que ya hibernando, ya reproduciéndose es la esperanza de la humanidad.

En la realidad los dirigentes, de distintas nacionalidades, que pretenden construir un imperio planetario no se permiten sueños de esa naturaleza. Porfiados e irracionales le dan la razón a Carlos Marx: en tiempo de ahorcamiento insisten en fabricar sogas. De seguir así bien puede no quedar nadie para ahorcarlos con la última. Se trata de exprimir hasta la última gota el limón terrestre. Que funcionen los «robots» industriales de las automotrices y la industria aeronáutica –aunque mañana no haya con qué mover automóviles y aviones–. Que trabajen las minas, no importa que aceleren el derrumbe. Que zarpen las flotas pesqueras sobre mares depredados. Etcétera.

Es en esta dimensión del pensamiento estúpido que se invadió Iraq la primera vez: lo importante es el resultado en el corto plazo, luego ya se encargará su dios de premiar a los buenos. Dios premia a los ricos y poderosos… ¡Lo viene haciendo desde hace tanto! Y en esta dimensión del pensamiento estratégico se inaugura la guerra contra el terrorismo y se invade Afganistán: oleoductos y opio; a Iraq por segunda vez: petróleo sí, pero también el cerco a China; se estrangula a Venezuela y se clavan las primeras banderas de señales sobre el agua del acuífero Guaraní y las reservas heladas de la Patagonia.

Iberoamérica no será patio trasero, sino despensa –y más tarde y si todo camina como es debido reserva ecológica mundial, ¿han escuchado la expresión?–. Un destino parecido al de África, donde el sida contribuye poderosamente a completar el esfuerzo de despoblación que hacen las guerras civiles, la migración a Europa y la sequía –o las inundaciones–. En Asia, por ahora, las cosas dependen un poco de Corea –la del norte–, a la que sólo hay que empujarla otro poquito más, de Cachemira (¿por qué no un sol nuclear privado también para India y Pakistán?) y de esos iraníes que no terminan de ajustar el pretexto: retraso que favorece a los chinos, damn it! Los australianos y neocelandeses son pocos y, casi, «gente como uno».

Por tanto, un asunto de medida del tiempo –y de definiciones del tiempo– eso de operación tormenta del desierto o madre de batallas. Actuar para lo inmediato o tender la mirada un poco más allá. Y pedir a Tierra que aguante un poco más.

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