Elegía por la arena o la vida es un fenómeno pasajero
Rivera Westerberg.*
Pensacola, en la península de La Florida, donde Ponce de León creyó en un sueño o pesadilla encontrar la Fuente de la Juventud, era o es una bahía, una playa; ahora es lugar de reposo tras el largo viaje de "aquello" que yacía muy por debajo del nivel de la mar y que el fondo de la Tierra regurgitaba por caños emplazados a un kilómetro y medio por debajo de la supericie. Puede que no sea el "mayor desastre", acaso se trata nomás del desastre.
Acaso en realidad no sea el vino la sangre simbólica de la Tierra, quizá el petróleo conforme el mercurio de la civilización que ésta bombea por todas partes para mantener vivo y hacerlo más fuerte al Moloch que la destruirá. Paradojas que vienen de antiguas consejas para formular, quién sabe, el mito de la última leyenda de la humanidad.
El engendro del barón de Frankenstein, podríamos decir, no huyó al desolado Polo Norte en busca de paz; lo que en él es tecnología y desbocado conocimiento amoral, podríamos también decir, se ocultó allí donde lo humano no puede llegar: en los abismos debajo de la corteza terrestre. Pero hasta allí llegaron las máquinas. Y succionan.
Millones de millones de litros de crudo se desparramaron, y se desparraman todavía, despreciando la suerte de urna cineraria con la que se pretende entubarlo en el fondo de la mar para recuperarlo en grandes tanques en la superficie. Es lógico, el petróleo no es ceniza. Y Moloch —o la creatura de Frankenstien— tampoco un cadáver. Nada nuevo bajo el sol.
Moloch —un demonio de ignominia en la tradición judeo-cristiana-musulmana— era en el comienzo en el norte de África y costa occidental del Mediteráneo símbolo del fuego purificante, del espíritu. Sólo que las cosas mutan, se transforman, se convierten en parte del tiempo, en objetos o sujetos de la historia, y Moloch se hizo materia y su materia se hizo oscura.
El ser humano refleja esa tragedia. Para redimirse y salvarse es necesario sacrificar a Moloch. Todo fue válido en esta carrera contra la desesperación que nutre la oscuridad: cabritos, corderos, niños recién nacidos, vírgenes, guerreros… todo lo que se pueda desear y amar sirve para mantener el fuego y alejar la orilla oscura. En el Medioevo europeo Moloch adquiere su faz de demonio que roba hijos.
No es agua, no sólo agua, lo que se estrella con mansedumbre y tiñe la blanca arena en el Florida Panhandle este viernes que agoniza; lo mismo sucede en la costa de cuatro estados de la Unión (norte)Americana; lejos, en alta mar, ingenieros y obreros continúan con el inento; el intento es detener lo que dejó de ser inevitable y es, como la aurora acaso, otro fenómeno natural de fines y comienzos.
La inocencia de algunos niños a orilla de playa no conrasta con la agonía de pelícanos ni la muerte de los peces y plantas a los que se les birló oxígeno y se les envenenó su atmósfera. La muerte es un rasero: iguala. Algunos morirán antes, mueren ahora, otros moriremos mañana, y no en todos los casos será el petróleo el causante.
Crudo se llama al futuro combustible —el que usaron los padres de esos niños para mover los vehículos que los transportaron hasta la playa, el mismo que requieren las grandes plantas industriales, el vital para la biotecnología—; las materias crudas su pudren. Son muerte que camina, vuela, se desliza. El Libro de las Revelaciones establece que las aguas se convertirán en sangre. El Golfo de México sangra.
La pregunta real es: ¿cuántas venas (en especial de las ya abiertas) quedarán vacías? Y la duda insiste: ¿habrá de cierto en el futuro leyendas sobre estos episodios? Es decir: ¿hay un futuro a la vuelta deste tiempo?