En Brasil “es preferible morir a estar preso”
Da título a este artículo la afirmación del Ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, enunciada el 13 de noviembre. El ministro sabe lo que dice. El Brasil tiene la cuarta mayor población carcelaria del mundo, sólo por detrás de los Estados Unidos, China y Rusia.
Hoy día nuestras cárceles albergan a 515 mil personas en 1,312 unidades de prisión con capacidad máxima para acoger a 306,500 detenidos. Si el sistema judicial brasileño fuera menos lento y más humanitario, 36 mil detenidos ya hubieran sido dejados en libertad o beneficiados con la redención de penas.
La Ley de Ejecución Penal prevé para cada preso seis metros cuadrados de espacio en la celda. Sin embargo, la mayoría se desenvuelve en 70 cm y 1 m cuadrado. De allí las frecuentes rebeliones.
El Brasil no tiene una política carcelaria y mucho menos de reintegración social de los detenidos. Ante la violencia urbana muchos claman, ingenuamente, por más cárceles. Presionados por el clamor popular, tanto el gobierno federal como los estaduales, invierten en cárceles lo que deberían destinar a escuelas.
Nuestras cárceles son verdaderos quesos suizos, con múltiples agujeros. Desde dentro de las celdas los delincuentes usan celulares para extorsionar a incautos (el golpe del secuestro de parientes) y dirigir el crimen organizado. Se drogan con cocaína, mariguana, crack, y reciben bebidas alcohólicas.
¿Sería la solución privatizar las cárceles? Sí, para enriquecer a los empresarios. Ese sistema estadounidense ya fue adoptado en los estados de Pernambuco, Amazonas, Bahía, Ceará, Espíritu Santo y Santa Catarina. La empresa dueña de la cárcel cobra del Estado lo que gasta, como promedio, con cada detenido: US$700 y más de US$400 por cabeza. En total US$1,400 por prisionero. Ahora bien, cuanto más tiempo permanece el preso allí dentro, tanto más beneficio. Sin que haya ninguna preocupación por su reintegración social.
Nuestras unidades carcelarias están desvencijadas y abandonadas. Según la LOA (Ley de Inversión Anual), deberían de haber recibido del gobierno federal, este año, US$250 millones. Sin embargo, apenas les dieron un poco más de un millón de dólares, o sea menos del 1% de lo previsto.
Sólo en el Piauí no hay superexplotación de cárceles. En el resto los presos están confinados en espacios exiguos, promiscuos, sin acceso a actividades deportivas, artísticas, escolares y profesionales.
¿Qué se puede hacer ante tanta falta de plazas en nuestras unidades carcelarias? ¿Adoptar la pena de muerte? ¿Multiplicar el número de penitenciarías?
Estuve preso cuatro años (1969 – 1973). Dos de ellos entre presos comunes de São Pablo: en la Penitenciaría del Estado, Carandiru y en la Penitenciaría de Seguridad Máxima de Presidente Venceslao. En esta última, en la que estuve más de un año, fue posible recuperar a algunos detenidos mediante grupos bíblicos, teatro, dibujo y pintura y, sobre todo, mediante la instalación de un curso supletorio de enseñanza media, al que se inscribieron 80 de los 400 detenidos.
En los dos años en que trabajé en el Palacio del Planalto (2003-2004) traté de resaltar la urgencia de una reforma en nuestro sistema carcelario, pero fue en vano.
Las delegaciones y los establecimientos de detención de menores funcionan como enseñanza fundamental del crimen. Los presidios, como enseñanza media. Y las penitenciarías, como enseñanza superior.
¿Cómo es posible que el Estado no consiga algo tan sencillo como es evitar la entrada de celulares en la cárcel? ¿Acaso alguien consigue pasar con celular escondido por el control de los aeropuertos? Esto sí que merece ser imitado de los Estados Unidos: los detenidos usan cabinas telefónicas para comunicarse con sus familiares y todas las llamadas son escuchadas.
Nuestros policías, en general, no están preparados, hasta el punto de que consideran los derechos humanos como cosas de delincuentes; algunos carceleros difícilmente resisten a la corrupción y tratan al preso como enemigo, no como reeducando; el sistema carcelario no está pensado en vista de la inserción del preso como ciudadano en la sociedad.
La solución es la educación, fuera y dentro de las cárceles. ¿Cómo evitar la criminalidad si 5.3 millones de jóvenes brasileños, con edad entre 18 y 25 años, ni van a la escuela ni tiene trabajo?
Nuestras cárceles podrían funcionar como escuelas profesionales. Clases de mecánica, computación, cocina y sastrería, junto con el aprendizaje de idiomas y la práctica de actividades deportivas y artísticas (teatro, música, literatura), ciertamente ayudarían a vaciar nuestras cárceles. El progreso en los estudios equivaldría a redención en la pena.
Si el Estado y la sociedad no cuidan de los presos, ellos mismos tratan de buscar lo que más les conviene: auto organización en comandos; red de informantes entre carceleros y policías; vínculos con las bandas que actúan en libertad. Y nosotros, ciudadanos, pagamos doblemente: por sustentar un sistema inoperante y ser víctimas de la recurrente espiral de violencia.