¡Es Europa, estúpidos!

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Juan Torres López*
Me sirvo de la famosa frase del asesor de Clinton en las elecciones de 1992 James Carville («¡Es la economía, estúpidos!»), para referirme a la consciente confusión que se está generando desde los medios liberales sobre la situación económica de los países de la periferia europea.

Como es inevitable dado su nivel más atrasado de desarrollo, países como España, Portugal o Grecia han tenido que hacer en los últimos años un gran esfuerzo presupuestario para tratar de alcanzar los niveles de convergencia y bienestar de su entorno más próximo.

Sin embargo, en gran medida ha sido insuficiente porque las políticas neoliberales de los últimos años debilitaron sus sistemas productivos y porque los pactos de estabilidad (y la propia voluntad de gobiernos que hacían suyas estas políticas) les obligaron a restringir el gasto. Pero incluso así, algunos pudieron presentar mejores registros y cumplimientos de los pactos de estabilidad que otros grandes países con más poder para saltárselos.

Hoy día, Grecia no es ni mucho menos el país europeo que tiene más deuda en porcentaje del PIB y el de España está unos veinte puntos por debajo de la media y, por supuesto, ninguno de ellos ha dejado de hacer frente a sus compromisos.

En los últimos meses, la crisis financiera causada por el irresponsable y a veces incluso criminal comportamiento de gran parte de la banca internacional desembocó, como es bien sabido, en una gran recesión a la que los gobiernos han debido hacer frente, para evitar un completo colapso económico, con planes extraordinarios de gasto. Esa y no otra ha sido la circunstancia que ha hecho subir el déficit presupuestario a niveles tan elevados.

Es una burda mentira, por tanto, afirmar que éste último se debe a la irresponsabilidad presupuestaria del gobierno (Grecia, España y Portugal son «unos cuantos derrochadores» según David Sanger en el suplemento en español de The New York Times que acompaña a El País del 18 de febrero). Como es una simple maldad afirmar, como hace el expresidente Aznar, que no se debería haber realizado ese gasto e incurrir en el déficit subsiguiente. Ni los gobiernos más liberales han dejado de llevarlo a cabo y es seguro que sin él la economía española estaría hoy día en el desastre más absoluto.

Otra cosa es que precisamente quienes critican ahora el déficit ganaran el pulso a la hora de diseñar las respuestas fiscales a la crisis y hayan conseguido evitar que se le haga frente con más recursos obtenidos no de la deuda sino de un mayor esfuerzo fiscal de las rentas y patrimonios más altos. No sólo para pagar así menos impuestos sino también para que la banca pueda disfrutar del negocio inmenso que supone suscribir la deuda pública al tres, cuatro o cinco por ciento con el dinero de sus depositantes o incluso con el que el Banco Central Europeo le está proporcionando al uno por ciento con el objetivo, dicen pero que no cumplen, de que vuelva a financiar convenientemente la economía.

Y tercero, el aprovechamiento de la coyuntura por parte de los bancos y el capital europeos para garantizar el reembolso de la inmensa deuda que tienen con ellos los bancos de la periferia (sobre todo españoles) y para propiciar de paso un fuerte ajuste neoliberal que no han podido conseguir en los últimos años y que puede llegar a ser tan drástico como el de América Latina de los ochenta y noventa del siglo pasado.

La confusión a la que me refería al comenzar este artículo consiste en creer que todo esto que está pasando es un simple problema de los países de la periferia a quienes graciosamente han de socorrer los más poderosos. No es verdad. El estado de opinión en los mercados tan desfavorable a la deuda de España o Grecia ha sido orquestado y eso se ha podido conseguir fácilmente porque en el actual marco institucional de la Unión Europea se sabe que no hay manera de responder con «orden de escuadra» ante las situaciones delicadas de cualquiera de sus miembros. Es decir, se genera el problema porque se sabe el tipo de respuesta que habrá y que ésta conviene: se juega, pues, sobre seguro.

Es verdad que los ciudadanos españoles o griegos o portugueses o italianos pagarán en mayor medida las consecuencias de esta situación y que sus economías se van a resentir especialmente. Pero quien acabará saltando por los aires si se mantiene el criterio de que cada país arregle sus problemas cuando esto es imposible que pueda ocurrir en una unión monetaria, será la Unión Europea.

En mayo de 2008 un buen grupo de líderes socialdemócratas europeos señalaban que » cuando todo está en venta, la cohesión social se pulveriza y el sistema se hunde» y que además de pragmatismo estábamos necesitados también «de una visión amplia y cooperativa en la búsqueda de objetivos comunes». Lo decían en una carta conjunta que llevaba un título bien significativo: » La locura financiera no debe gobernarnos».

Sus sucesores no les han hecho caso (en realidad tampoco ellos actuaron como luego pregonaban cuando estaban fuera del gobierno) y ahora esa locura gobierna la Unión Europea y la pone a toda ella al borde del abismo.

*Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla

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