Estado Unidos: obesidad, fármacos psiquiátricos y niños

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Paula J. Caplan.*

Mientras los estadounidenses bregan por mantener las decisiones de fin de año para perder peso, las alarmas de los expertos sobre la obesidad zumban en nuestros oídos. Estamos obsesionados por el control de las raciones, acudimos en tropeles al gimnasio, y no nos hartamos nunca de The Biggest Loser (un programa de televisión que premia la pérdida de peso). Ahora que las escuelas, los subcomités del Congreso e incluso la primera dama Michelle Obama –que ha hecho de la cuestión algo de primera prioridad– han asumido el problema, el punto de atención se dirige a los sospechosos habituales: comida rápida, raciones inmensas y vida sedentaria.

Para algunos que luchan contra problemas de peso, esos factores son sin duda importantes. Pero se pasa por alto en todo eso uno de las principales causas de la epidemia de obesidad en EEUU: el elefante en la sala es el acelerado uso de los fármacos psiquiátricos. Muchos de ellos, que son usados para tratar problemas emocionales como la depresión y la ansiedad, causan el aumento de peso –a menudo de forma rápida y cuantiosa− como uno de sus “efectos secundarios”, este brillante término de márquetin para lo que son llanamente efectos negativos de un fármaco.

Es llamativo que el peso de muchos estadounidenses se ha inflado al compás del aumento de los fármacos prescritos. La Sociedad de la Obesidad clasifica en cerca de dos tercios los adultos estadounidenses con sobrepeso, el promedio de peso de un adulto ha aumentado desde 1960 unas 25 libras (alrededor de 11.5 kilos), mientras que solamente entre 1996 y 2006 las prescripciones de fármacos psiquiátricos para los estadounidenses adultos aumentaron el 73 por ciento.

El valiente abogado de Alaska James Gottstein expuso en 2006 el ocultamiento de la compañía farmacéutica Eli Lilly del conocimiento que se tenía sobre los efectos de su fármaco Zyprexa3 –aprobado para tratar la esquizofrenia y el desorden bipolar, pero también prescrita para otros usos– sobre el aumento de peso, y posteriores informes han puesto de manifiesto tales efectos para una amplia gama de fármacos psiquiátricos. Pero casi ninguno de los investigadores y periodistas que se centran en la obesidad  mencionan la conexión con los fármacos.

Es difícil no preguntarse por qué ocurre esto. ¿Es que las compañías farmacéuticas son mucho más poderosas que las cadenas de comida rápida, o es que las primeras precisan más tiempo para que los fármacos no produzcan estos indeseados efectos que el que requiere McDonald’s para producir comidas más saludables en porciones más pequeñas? ¿Es tal vez el miedo de los médicos de no saber hacer otra cosa que prescribir estos fármacos?

Si es eso, entonces es hora de ampliar su formación para que conozcan mejor la amplia diversidad de otras posibilidades de actuación que pueden ayudar a muchos que sufren problemas emocionales, tales como el ejercicio, la meditación, cambios en la ingesta de vitaminas y minerales, participación en las artes, trabajo voluntario y el desarrollo o el mantenimiento de amistades íntimas. Cualesquiera que sean las razones, el resultado es que demasiada poca gente conoce que muchos de estos pacientes emocionalmente atribulados ahora tendrán problemas añadidos.

Lo peor es que la conexión entre los fármacos psiquiátricos y la obesidad incluye a los menores también.

En las últimas dos décadas el número de adolescentes obesos se ha triplicado, al tiempo que en los 10 años posteriores a 1996 las prescripciones de los fármacos psiquiátricos para los menores en EEUU aumentaron el 50 por ciento. Y un nuevo estudio federal muestra que los niños pobres son más proclives que otros niños a que les sean administrados fármacos comercializados como los antipsicóticos, uno de los mayores responsables de causar aumento de peso así como problemas metabólicos permanentes.

Si se añade la humillación a la que son sometidos por sus compañeros, los potenciales daños psicológicos a los niños y niñas con sobrepeso son aterradores.

Otro vínculo inquietante podría encontrarse en el camino. La quinta edición del importante manual de diagnóstico psiquiátrico, el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-V), se espera que se publique en el año 2013. Una propuesta que se está examinando: incluir la obesidad como enfermedad mental. Sería un error, puesto que la obesidad puede estar causada por problemas metabólicos y de tipo físico que a menudo no son diagnosticados.

Y porque la obesidad puede también ser resultado de los fármacos psiquiátricos, incluirla como enfermedad mental crearía un círculo vicioso: alguien está atribulado, démosle fármacos, se vuelve obeso, por lo tanto diagnostiquémosle como enfermo mental, démosle más fármacos.

En general, hay mucho que hacer. La primera dama debería hablar de la conexión obesidad-fármacos. La Food and Drug Administration debe vigilar –con dureza− a las compañías farmacéuticas que ocultan esta relación. Cada médico debe alertar a los pacientes de este efecto potencial y explorar otros remedios no farmacológicos para tratar los problemas emocionales. Editores y redactores deberían insistir que esta conexión debe abordarse en los artículos sobre la obesidad. La Asociación Psiquiátrica de EEUU debería rechazar la clasificación de la obesidad como enfermedad mental en su DSM-V.

Y todo ciudadano debería poner fin al acto reflejo de culpar a la gente con problemas de peso por carecer supuestamente de autocontrol.

* Sicóloga clínica e investigadora de la Universidad de Harvard.
En www.sinpermiso.info, traducción al castellano de Daniel Raventós


Addenda

En mayo de 2007 en la revista Piel de Leopardo se publicó un interesante artículo del ideólogo estadounidense John Zerzan, traducido por el escritor y profesor universitario Álvaro Leiva. Transcribimos tres párrafos:

¿Será posible que haya todavía quienes no sepan cuál es la dirección a la que el sistema mundial –y esta sociedad en particular– nos lleva? El calentamiento global, una de las funciones de la civilización industrial , liquidará la biosfera mucho antes que acabe este siglo. Las especies se extinguen en todo el planeta a un ritmo acelerado. Avanzan "zonas muertas" en el océano. El aire y el suelo son envenenados progresivamente, los bosques tropicales sacrificados y todo lo demás que deviene con ello.

Niños, incluso de dos años, son medicados con antidepresivos; paralelamente los desórdenes emocionales de la juventud se han más que duplicado en los últimos 20 años y la tasa de suicidios adolescentes se triplicó desde la década 1971/80. Un estudio reciente señala que casi un tercio de los estudiantes de secundaria beben alcohol por lo menos una vez al mes. Los investigadores concluyen que "entre menores de edad el consumo de alcohol alcanza en EEUU proporciones epidémicas".

La mayor parte de las personas consume alguna droga para soportar su vida cotidiana contra el telón de fondo de los brotes homicidas en los hogares, escuelas y centros de trabajo. Uno de los últimos cuadros patológicos –entre muchos otros– corresponde al infanticidio perpetrado por los padres. Una panoplia de estremecimiento y fenómenos horrorosos que emanan del corazón de la sociedad endesintegración. Hemos heredado un paisaje de vacío, codicia, estrés, aburrimiento, ansiedad en la cual nuestra naturaleza humana se degrada en la misma proporción de lo que queda vivo en el mundo natural.

El texto completo puede leerse aquí.

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