Jorge Gómez Barata
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Descartada la posibilidad de que en torno a Gorbachov existiera una unanimidad absoluta, cosa imposible cuando se involucra el destino de cientos de millones de personas, de una sociedad avanzada y de un proyecto político con 70 años de vigencia en una sexta parte del planeta y de un accionar que inevitablemente lesionaba grandes intereses creados, el misterio radica en saber por qué las instituciones soviéticas no se percataron del peligro que las amenazaba y no reaccionaron a tiempo y con la energía necesaria para conjurarlo.
Todo parece haber comenzado cuando en fecha tan temprana como 1924, a la muerte de Lenin, Stalin usando métodos que los bolcheviques consideraban inadmisibles, se atrevió a desconocer el testamento del fundador del partido y de la Nación. En aquellos decisivos momentos, en el Comité Central que eligió Stalin estaba presente toda la vieja guardia bolchevique, incluso Trotski, que inexplicablemente, no objetó su candidatura.
No obstante, la idea de atribuir la incapacidad para la autodefensa a las deformaciones introducidas por el stalinismo, aunque atendibles, no son conclusivas. Entre la muerte de Stalin en 1953 y la elección de Gorbachov en 1985, transcurrieron 32 años, se efectuaron 8 congresos del partido y hubo 4 secretarios generales. En ese período a partir de 1956, Kruschov avanzó en la desestalinización. Hubo tiempo y oportunidades para rectificar.
Una enfermedad, hasta hoy de origen desconocido, convirtió a aquella probada, valiente y eficaz vanguardia, políticamente definida e ideológicamente cohesionada, en un grupo de gente divida, confundida e incapaz de enfrentar a uno de ellos mismos. El mal minó las entrañas y las estructuras de la sociedad soviética, deformó sus instituciones y les restó idoneidad.
Tal vez fuera que los principios organizativos y las normas de funcionamiento que resultaron eficaces en la lucha por el poder, la confrontación con la contrarrevolución armada y la intervención extranjera, no fueron viables en tiempos normales ni fue acertado transformar al partido de entidad política en aparato de gobierno, definiéndolo constitucionalmente como autoridad suprema del Estado y la sociedad.
Tal vez el crecimiento de las filas del partido que pasó de unos 25 000 militantes en 1917 a 20 millones en los años noventa, unido a los efectos de prácticas políticas e ideológicas erróneas, contribuyó a que la enorme organización se deformara convirtiéndose en una inmensa burocracia que fue incapaz de reaccionar y de luchar, acatando una tras otras las iniciativas y decisiones de Gorbachov, aceptando incluso la arbitrariedad de Boris Yeltsin quien, con un decretazo la disolvió y la ilegalizó.
Algo semejante ocurrió con los órganos de gobiernos, las entidades legislativas y las organizaciones obreras, juveniles y sociales, minadas por el formalismo y la obediencia y también incapaces de levantar la voz para advertir de los peligros que amenazaban al sistema.
Obviamente, al amparo del clima de confusión, tolerancia y desorden institucional creado por las reformas, elementos que actuaban con otras intenciones, en todos los campos, asociados a fuerzas externas, incluso a los servicios especiales del imperialismo, se empeñaron, no en perfeccionar sino en destruir al socialismo.