FRANCIA: DETRÁS DE LAS PROTESTAS

Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Mientras en Francia crecen las protestas juveniles y sindicales, convocando a entre un millón y tres millones de manifestantes, cabe preguntarse seriamente por el significado del “Contrato de Primer Empleo” (CPE), motivo del conflicto. Éste, muy esencialmente, consiste en extender el plazo de “prueba” de los jóvenes trabajadores (menos de 26 años) primerizos, de 6 meses en la actualidad, a 2 años, según el proyecto.

Durante este tiempo estarán negados de derechos laborales y sindicales y podrán ser despedidos sin necesidad de justificación por parte del empleador, recibiendo una mínima fracción (8%) de las compensaciones por despido establecidas actualmente.

Como en las novelas de George Orwell, donde el lenguaje oficial nombra lo opuesto a la realidad, esta receta claramente neoliberal “flexibilizadora”, es presentada por el gobierno conservador francés como una “igualdad de oportunidades” (¿a ser violados en sus derechos laborales?, ciertamente). Más allá de ello, sin embargo, está el supuesto de que la “flexibilización” es un “mal necesario”, supuestamente impuesto por las nuevas realidades económicas, para generar empleo; idea que sigue teniendo fuerza aún en sectores anti neoliberales, en buena medida porque los propios críticos de estas medidas se limitan sólo a la crítica ética, moral, de sus innegables perversidades, por lo que resulta relevante someterla también al análisis económico y la prueba de las realidades.

fotoNeoliberalismo y desempleo,
otro matrimonio sin posibilidad de divorcio

El avance científico técnico –siempre y sólo en el marco de hierro del orden hegemónico neoliberal– implica también un matrimonio perverso e indisoluble, una creciente contradicción, todavía escasamente comprendida o asumida por la mayoría de la humanidad.

En el año 2000, las 200 empresas más grandes del mundo, que generaban el 25% de la actividad económica mundial, ocupaban apenas el insignificante porcentaje del 0,75% (menos del 1%) de la mano de obra mundial. Se trata del predominio de la especulación financiera, más rentable que la producción, facilitada por la tecnología digital, pero también de la automatización creciente de los procesos productivos, que prescinden crecientemente, en términos absolutos, de la contratación de mano de obra.

Sobre su creciente constatación se sustenta la idea del “fin de la sociedad del trabajo”, discutida en los países desarrollados y su polémica subsecuente sobre el “reparto del trabajo realmente existente”, en cuyo contexto se inscribe, por ejemplo, el caso de la Asamblea Nacional de Francia –país que hoy ensaya esta medida flexibilizadota–, que bajo el gobierno del primer ministro Lionel Jospin, aprobó a fines del año 1998, una ley que redujo la jornada laboral de trabajo de 39 a 35 horas, lo cual ha venido siendo replicado en muchos otros países.

Pero, ¿qué exactamente significa esto? Veamos qué nos dice la voz de las cifras a las cuales aún parece haber oídos sordos en la conciencia de la mayoría de nosotros.

Aunque la economía y la producción de bienes en el mundo continúa creciendo constantemente, cada año disminuye la cantidad de trabajo que se requiere para ello en aproximadamente un 2%. La década de 1970 es en la que el mundo alcanzó la mayor cantidad de trabajadores productivos asalariados: cerca de 110 millones de obreros industriales, sólo en los países desarrollados. A partir de allí, su magnitud decrece clara e ininterrumpidamente hasta la actualidad. Se estima que la disminución de este trabajo requerido ha sido de alrededor de un 33% desde la década del 1980 a la actualidad (Mattini: 2.000:37).

Esto genera una masa creciente de trabajadores semiempleados, desempleados o marginados –en algunos países europeos, más del 50% de la población entre 18 y 24 años–. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) constató en el año 2003, que se había alcanzado el “récord” histórico con el mayor número de desempleados: 186 millones. De cada 100 nuevos puestos de trabajo que se crean hoy en el mundo, 82 pertenecen al sector informal, no productivo.

En América Latina, la CEPAL reconoce un fenómeno de creciente “desalarización” y “terciarización” de los empleos e ingresos, para todos los trabajadores, incluyendo a los profesionales y técnicos.

Peor aún, los aumentos en el “empleo” se dan en el sector informal y el deterioro golpea más fuerte –una vez más– a las mujeres. Se estima que entre 1990 y 2003, de cada 10 nuevas personas ocupadas, seis trabajan en el sector informal; hoy una de cada dos mujeres ocupadas trabaja en el sector informal. En el año 2004, la región tiene una tasa de desempleo urbana oficial de más del 10%, equivalente alrededor de 20 millones de trabajadores/as; y es más alto entre mujeres y jóvenes (OIT. Panorama Laboral 2004).

En resumen. Cada vez se puede producir y se produce más, pero con menos trabajo y los trabajadores son cada vez menos imprescindibles en términos absolutos, por lo que los trabajos tienden a ser “precarios”, esto es, sin salarios ni seguridades fijas o garantizadas y crecientemente en el área no productiva (fabril, industrial), sino en los servicios –desde empleadas domésticas hasta lustrabotas, vendedores de todo tipo, etc.–. El actual aumento exponencial de la actividad informal en América Latina, principalmente el comercio ambulante, es una clara evidencia de este proceso.

Solución productivista

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Mientras, la retórica de la “creación de más empleo con más inversión” y de “salir adelante con más esfuerzo y más trabajo”, a pesar de ser contraria a toda evidencia, continúa siendo hegemónica en los discursos de las elites políticas y el sentido común de las poblaciones, postergando el –a la larga inevitable– enfrentamiento del problema.

Sin asumir ni abordar, en general, el hecho de que la automatización tecnológica –en el marco del predominio de la competencia neoliberal, que impone la concentración de capital– lleva a mayor producción con cada vez menos necesidad de trabajo, ilusoriamente, se insiste en solucionar el problema crónico y permanente del desempleo y su pobreza asociada, “produciendo más”, sin tocar las relaciones de distribución social de esa productividad económica creciente.

Entra la receta flexibilizadora

Adicionalmente, la “receta” flexibilizadora del empleo, es decir, la disminución de legislación y derechos laborales, propiciada por organismos financieros internacionales, empresas (de todos los tamaños), elites y gobiernos (como el de Francia, que comentamos), compelidas por la necesidad de “sobrevivir” en una competencia cada vez más desatada en el mercado mundial, y sostenida subyacentemente por esta misma disminución constante de la necesidad de trabajo productivo, que convierte la propia competencia de los trabajadores entre sí por un puesto de trabajo en casi absoluta, traen la tensión al máximo de la productividad de los trabajadores.

Se produce así una nueva paradoja: la flexibilidad, al hacer que cada trabajador produzca más, en algunos casos al mismo límite de la resistencia humana, y que produzca sólo “cuando es necesario” –es decir, cuando hay demanda “efectiva”, nada más–, trae también más y no menos desempleo.

En términos absolutos, la flexibilidad laboral significa, de hecho, que un trabajador produce más, mucho más, y más barato, mucho más barato –menos salarios, menos derechos sociales, menos calidad de vida, más pobreza–. Consecuentemente, la necesidad de contratar otro trabajador se reduce en forma proporcional al grado de flexibilidad (constantes todas las demás variables). Sin embargo, el discurso de la “competitividad” flexibilizadora suele aparecer como complemento al de la “productividad”, como fórmula para generar más empleo. Justamente, lo que, a toda evidencia, no puede lograr.

Consecuencias de esta ceguera generalizada

Las paradojales y criminales consecuencias de esta ceguera político-social son incontestables. Entre 1965 y 1999, la riqueza del planeta aumentó 10 veces, mientras que su población sólo aumentó una vez. ¿Podrían haber mejores condiciones para, no ya eliminar la pobreza, sino tan sólo disminuir la desigualdad, ya que se “había producido más”, nueve veces más?

Sin embargo, en el mismo periodo, los países ricos se llevaron todavía una mayor proporción de esa producción, pasando de un 68% a un 78%. Y el 20% más rico de la humanidad se quedó con el 83% de ella, mientras el 20% más pobre se repartió, como pudo, apenas el 1.4% (menos del dos por ciento). 40 millones de seres humanos, hombres, mujeres y niños, no tuvieron tanta “suerte” y murieron de hambre.

Nuestra región está por debajo aún de ese promedio, lo que le ha valido ser considerada la más rezagada del planeta en materia distributiva. El 10% más rico de la población en la región se apropia de entre un 40 y un 47% del ingreso total, mientras que el 20% más pobre apenas se reparte entre un dos y un cuataro por ciento del mismo.

Los pobres de la región se estiman en 222 millones y los indigentes en 96 millones para el año 2005 (PNUD, CEPAL).

Redistribución, una respuesta imprescindible,
aunque no entendida

Las evidencias en todos los países muestran este proceso ineluctable, a pesar del acentuado desfase ya aludido con los discursos de las elites políticas –predominante casi sin excepción en todo el espectro político–, que continúan sin asumirlo.

Según los datos (CEPAL, asociaciones de empresarios, etc.) el contraste entre productividad creciente y contratación de trabajo decreciente es también un hecho incontestable. En efecto, en todos los casos, las empresas calificadas de grandes, a pesar de crecer más, contratan sólo ínfimos porcentajes de los trabajadores –incluso, en algunos casos su número de contratados disminuye a pesar del crecimiento productivo–. En contraste, las pequeñas y medianas empresas (PYMES) –y siendo más las pequeñas que las medianas–, a pesar de crecer menos (generalmente, mucho menos), contratan, sin excepción más trabajo.

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Paradojalmente, la eficiencia productiva, es decir, el nivel de la productividad, es, en promedio, 5 veces superior en la gran empresa que en las PYMES. Lo importante es que esto ocurre por el mayor uso de capital tecnológico y financiero en la gran empresa, mientras en las PYMES lo es de capital social y trabajo.

Así se esclarece la paradoja, particularmente aún no asumida en América Latina, de que la mayor eficiencia productiva –vía automatización tecnológica e intensidad de capital y en el marco neoliberal– genera más, y no menos, desempleo; producir más –en tal contexto y en este sentido– requiere menos, y no más, trabajo.

Como lo señala acertadamente, entre otros, el sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón, la respuesta general, y predominante hasta hoy, de las élites políticas a esta realidad se inscribe de lleno en aquella “ceguera” apuntada:

“Crecimiento y desarrollo ya no van de la mano, y el problema estructural del empleo es la mejor ilustración al respecto … el debate dirigido por los sectores empresariales y por centros de investigación afines divulgaron … que todo debía concentrarse en el crecimiento, que éste proveería igualdad … Este argumento también ha penetrado en ciertos sectores (progresistas), que señalan que la igualdad es consecuencia del crecimiento y que ésta es una discusión cuyo lujo sólo puede darse cuando se tengan tasas de crecimiento sostenido cercanas al 7%. Es decir, nunca. Negando o postergando la necesidad imperiosa de igualdad tanto para el desarrollo económico como para la subsistencia de un país como comunidad…” (Carretón: 2.004: 2).

El economista y catedrático peruano Humberto Campodónico, reafirma esta constatación:

“El crecimiento del PBI, por sí sólo, es condición necesaria, pero no suficiente para aumentar el empleo y los salarios … En este caso, sucede que la alta inversión genera pocos puestos de trabajo, pues la minería es lo que se llama capital-intensiva, es decir que buena parte de la inversión se destina a adquirir máquinas modernas (como las grandes palas excavadoras) … Por lo tanto, con los megaproyectos de carácter primario exportador, crece el PBI (lo que pocos sienten en sus bolsillos) … el crecimiento económico (4.9% en el 2002 y 3.9% en el 2003) no es percibido por la población.

«Sucede simplemente que ese crecimiento se ha repartido de manera desigual. Por ejemplo, el índice de la Bolsa de Valores de Lima creció 18.3% del 2001 al 2002 (casi igual que los ingresos de la élite). En el 2003, ese mismo índice aumentó el 70% y los salarios casi no se han movido. Está claro: el modelo económico ‘chorrea’ para arriba, para los que más tienen, y no para abajo, a los más pobres … Lo que hay que cambiar es la calidad del crecimiento. Se podría crecer a tasas superiores al 7%, con grandes inversiones en recursos naturales, como minería, por ejemplo. Esto, como hemos visto, produciría crecimiento del PBI pero no generaría empleo” (Campodónico: 2.004: 12).

Por supuesto, todos estos empleos generados por los sectores de menor productividad son por regla, los de peor calidad, más bajos ingresos y mayor inestabilidad. La relación directa entre incremento de capital y tecnología –y consecuente mayor productividad– como generador de menor empleo es absoluta y visible a lo largo del espectro de tipos de empresa. Ante ella, sin embargo, la común propuesta de “capitalizar” y hacer más productivas aquellas microempresas que dan el mayor empleo, a pesar de contradecir todos los datos empíricos, es también casi unánime en todos nuestros países.

Esta transformación tecnológica productiva y su consecuente disminución de la necesidad de trabajo, en curso creciente, y siempre en el marco de hierro del carácter neoliberal hegemónico, ha sido considerada, junto a los costos de deterioro ambiental, una verdadera y silenciosa “devastación social” (Gorz: 1.980, 1.983, 1.988). La cual resulta plausible de ser usada como metáfora útil, que contextualiza y permite reflexionar la compulsión actual, en numerosos casos fatal, de millones de seres humanos por migrar internacionalmente, como una forma de buscar aquellos espacios donde se puede tener más probabilidades de acceder a una mejor tajada del reparto de la decreciente demanda de trabajo, a pesar y en contra de la negación de sus derechos, como ocurre, precisamente también en Francia.

Las implicaciones de estos procesos en curso para las mayorías de seres humanos y los futuros órdenes económicos y políticos son todavía insospechadas, pero sin duda decisivas, en su desarrollo final (áreas como la “nanotecnología”, plantean la posibilidad cierta de una eventual producción de artefactos, realizada casi absolutamente por máquinas).

Sus consecuencias actuales, entre ellas, muy señaladamente la explosiva conflictividad social, seguirán, sin embargo, golpeando porfiadamente a las puertas de las elites dirigentes, demandando una mirada nueva y propuestas de redistribución y dignificación del trabajo y empleo “realmente existente”, como medio de redistribución de la riqueza productiva (cada vez mayor y más concentrada). Y no sólo como imperativo ético, moral –que sí lo es–, sino también y, sobre todo, como imprescindible respuesta para sustentar órdenes sociales legítimos, viables y deseables.

Tal es así, que esta redistribución ya está ocurriendo, como no podía dejar de hacerlo, con el aumento relativo obligado del empleo “terciario”, el cual abarca un continuo, cuyos extremos van desde los “nuevos tipos de empleo”, altamente calificado y rentado, en las “fronteras” del desarrollo en diversas áreas (el más minoritario), pasando por una heterogéneo gama de empleos en servicios comerciales y financieros, hasta a un amplio y creciente contingente de millones de personas en empleos precarios, muchas veces auto-generados, en la frontera misma de la pura sobrevivencia.

Pero esta “redistribución de hecho”, que incluye a la masiva migración internacional actual, es en sí misma insuficientemente advertida, ocurre todavía de un modo forzado por las circunstancias y en choque traumático con el rezago y ceguera de las normativas, el abordaje y las propuestas de las elites dirigentes. Sin embargo, sólo para nuevos puestos de trabajo destinados a ser ocupados por nuevos miembros de la población económicamente activa –sin considerar el desempleo ya existente, que afecta a más de 180 millones de trabajadores– se necesitaran 250 millones de empleos en el mundo para el año 2010.

En América Latina y el Caribe, para el año 2050, la población en edad de trabajar aumentará alrededor de 45 millones de personas y demandará la creación de casi 6 millones y medio de empleos adicionales por año (CEPAL).

Conviene entonces, no sólo apoyar la justa y legítima lucha de los jóvenes franceses, sino comprender y reflexionar la imprescindible transformación económica laboral que la realidad reclama e impone y ellos expresan, para sacar lecciones para nuestra América. Cuánto antes, mejor.

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* Sociólogo chileno residente en Perú. Artículo publicado en la revista digital Por la Libre y reproducido con su autorización.
(www.porlalibre.org).

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