Frontera México EEUU / «Soy Marisol Valles y me van a matar»

«Soy Marisol Valles y me van a matar —le dijo al agente de migración—. Venimos a pedir asilo». Llevaba a su hijo en brazos. Atrás de ella: su marido, sus padres y sus dos hermanas. Los seis habían salido de casa con sus actas de nacimiento y lo que traían puesto. Ni un papel más, ni un cambio de ropa para el bebé.| GALIA GARCÍA PALAFOX.*

 

Esa tarde, cuando su padre y su marido regresaron de trabajar, la madre de Marisol les comuniucó la decisión: iban a irse. Todos se subieron a la camioneta roja y manejaron sin parar hasta la garita fronteriza. Los agentes la reconocieron: sólo cinco meses antes, su foto con la leyenda La mujer más valiente de México había dado la vuelta al mundo. Llevaba los mismos lentes de pasta sobre la nariz recta, el pelo lacio al hombro (y, ahora, mirada de angustia).

 

A los veinte años, Marisol Valles había sido nombrada directora de Seguridad Pública de Práxedis G. Guerrero, un pueblo en el Valle de Juárez, Chihuahua, donde habían sido asesinados, según la versión, cuatro o cinco comandantes. Otros simplemente habían huido ante las amenazas de los cárteles del narcotráfico.

 

Marisol tomó el puesto que nadie quería con la promesa de que la nueva policía, formada casi por puras mujeres, no haría trabajo de combate a la delincuencia, mucho menos al narcotráfico, sino de prevención del delito. Pero las amenazas, a veces disfrazadas de invitaciones a colaborar, tardaron cuatro meses en llegar. Y la única solución para la jefa de policía fue el exilio.


 

El día que decidió pedir asilo, Marisol dejó de asistir a una cita que tenía en Ciudad Juárez. La llamada del hombre plantado llegaría en cualquier momento. O no. Quizá no habría más llamadas, sólo amenazas cumplidas.


 

Marisol Valles nunca ha tocado un arma. Nunca quiso ser policía. Tampoco tuvo intenciones de cambiar la negra historia reciente de su pueblo —la de ejecutados y cabezas exhibidas en la plaza—. «Yo metí mi solicitud para trabajar como secretaria, no como directora [de Seguridad Pública]», me dijo.
 Me reuní con ella en una vieja casona de El Paso, Texas, donde estn las oficinas de su abogado, Carlos Spector.

Esa mañana, la esposa de Spector, Sandra, había ido a recogerla a algún lugar donde la dejó un pariente. Sandra me asegura que ni ella sabe dónde vive Marisol. Desde que llegó a Estados Unidos sólo ha dado un par de entrevistas en vivo, y ésta es la primera vez que lo hace sin acompañantes.


 

—No confío —me dijo, y repitió la frase varias veces.


 

Más que la joven valiente cuya foto habían publicado los periódicos un año antes, parecía una adolescente perdida que no sabe cómo volver a casa ni cómo llego a donde está.


 

Marisol Valles nació en Ciudad Juárez y vivió siempre en Práxedis. Nunca viajó más allá de Juárez, ni hacia el sur, ni hacia el norte. Su padre, un mecánico diesel que trabajaba en un rancho, se encargó de que todas sus hijas fueran a la escuela. Marisol, la segunda, era una niña dulce, ordenada, siempre cuidada por su madre. En 2007, cuando terminó la preparatoria, pensó en estudiar psicología, hasta que alguien le habló de la carrera de criminología. «Me interesaba mucho entender por qué la gente se comporta de diferentes maneras, qué quiere decir cuando una persona hace una cosa», dijo.


 

El único lugar donde encontraron esa carrera fue en una escuela privada en Ciudad Juárez. Para ayudar a sus padres con los gastos, Marisol se consiguió un trabajo como secretaria en la comandancia de policía del pueblo. Por la mañana trabajaba llenando reportes policiacos, y por la tarde viajaba a Ciudad Juárez para ir a clases. Ahí empezó a ver a su pueblo desde una ventana distinta de la de su casa.


 

—Entré porque la secretaria renunció, porque habían matado al comandante.

—¡Habían matado al comandante de la policía de Práxedis! —le digo casi incrédula.

—Pues ya habían matado a varios, para serte sincera. A éste se lo llevaron, luego reportaron una riña muy grande, y salieron los policías. Cuando regresaron estaba en una hielerita la cabeza del comandante y había una cartulina que les explicaba todo.


 

El Valle de Juárez es una región en la frontera con Estados Unidos, al este de Ciudad Juárez, donde en otra época se sembraba algodón. Hoy, a lo largo de la carretera, sólo se ven unos cuantos campos algodoneros. El resto del territorio está compuesto por solares polvosos; sus plantas son pedazos de coches viejos. Los puestos improvisados de venta de ropa usada son el tipo de comercio más popular.


 

En el camino de Juárez a Práxedis, nuestro guía nos va haciendo recuento de los muertos. «Aquí una vez mataron a dos. Aquí encontraron los cuerpos desenterrados de los hermanos Reyes Salazar. Aquí, dos. Aquí, tres. Aquí, un ejecutado». Y «Aquí —en un campo conocido como Los Arenales—, se llenaba de carros de Juárez, era un estacionamiento. La gente hacía sus carnes asadas y pisteaba. La poli no te decía nada. Todo eso se perdió».

 

El cura del pueblo

 

Práxedis siempre fue un sitio para el paso de la droga a Estados Unidos. Los paquetes se cruzaban por el río. «Pasaban y corrían. Desde aquí se veía [el otro lado]. Hasta que pusieron esa malla ridícula. O barda, lo que sea», me dice el sacerdote de Práxedis, Martín Magallanes, en la oficina de la parroquia de San Ignacio de Loyola, casi a la entrada del pueblo.
Magallanes, un sacerdote joven con barba de candado que habla ronco con un fuerte acento juarense —dice morros y batos y llama La Morena a la Virgen de Guadalupe— llegó hace unos meses al pueblo. Antes había estado a cargo de la Pastoral Penitenciaria, como guía espiritual de todos los presos de Ciudad Juárez. «Puede ser que algo tenga que ver con que el señor obispo me haya enviado aquí», dice.


 

Cuando Magallanes llegó a Práxedis encontró un pueblo triste. La violencia había bajado, pero el pueblo se había quedado medio vacío, por los muertos y los desplazados. En su primer sermón, la gente lloraba. «Va más allá de la violencia, hay dolor, tristeza, ganas de venganza —dice—. La gente tiene miedo, está triste. Me encuentro un pueblo con padres a los que les mataron a varios hijos, jovencitas viudas, muchachitos en shock, porque vieron como mataban a sus padres, abuelos criando nietos».


 

En este lugar, dice Magallanes, la vida se estaba volviendo desechable.
En 2007, cuando la violencia por la lucha entre cárteles había crecido, el ejército llegó a ocupar el gimnasio municipal, a la entrada del pueblo, justo frente a la escuela primaria. Todos coinciden en el pueblo que la presencia militar sólo trajo más sangre. Las cifras dicen que, en 2010, Práxedis fue el cuarto municipio con más muertes relacionadas con el crimen organizado: setenta y uno en un pueblo de menos de cinco mil habitantes, muy por encima de Ciudad Juárez. De los levantamientos y desapariciones no hay cifras.

 

El edicto terrible

 

Práxedis se volvió tierra de nadie y, por su ubicación, objeto del deseo de la avidez territorial del narco. Varias personas me cuentan una historia escabrosa.
Una mañana, una caravana de camionetas recorrió los pueblos del Valle. Desde adentro aventaban volantes en la plaza, en las paradas de camiones [buses de transporte público], donde los estudiantes tomaban el trasporte a la preparatoria —ahí estaba la hermana de Marisol—, en la fila de las panaderías, en la entrada de las escuelas, afuera de la Presidencia Municipal.


 

Eran copias de un documento escrito a mano con una lista de cientos de nombres divididos por pueblos. Era la lista negra. Esas personas tenían veinticuatro horas para abandonar el pueblo, si querían seguir con vida. Los que pudieron, huyeron esa misma noche. La mayoría cruzó la frontera a los pueblos texanos de Fabens y Hancock.

 

Saúl Reyes Salazar, un activista de Guadalupe, el pueblo con más homicidios relacionados con el narcotráfico, me cuenta que de la lista de su pueblo ya sólo quedan unos cuantos vivos. Él ha perdido cuatro hermanos.


 

Magallanes dice que, en esa zona, más gente de la que uno se imaginaría trabajaba para el narco. «Aunque sea nada más ver, informar, guardar algo o hacer un pequeño servicio —dice—. Un día el cártel contrario dijo: o trabajan con nosotros, o mejor se van, o nos encargamos de que no trabajen para nadie».
Cada dos o tres cuadras, en las calles terregosas de Práxedis, aparece una casa deshabitada, vandalizada. Algunas incluso están quemadas. A las orillas del pueblo, los ranchos están abandonados. Eran las propiedades de muchos que salieron huyendo del derecho de piso que les cobraban los cárteles.


 

«La gente decía: yo viví aquí, me la pasé toda mi vida aquí, treinta, cuarenta años, y tuve que dejar mi familia, mi casa, mi rancho, a lo que yo me dedicaba, porque estos señores quieren que yo me vaya. No les puedo dar lo que ellos piden, tendría que trabajar nada más para ellos», dijo Magallanes.

Había levantados todos los días. Algunos cuerpos aparecían semanas después. De otros nunca se volvía a tener noticias después de su desaparición.

 

Una noche, Marisol bajó a la cocina de su casa y escuchó ruidos. Los vecinos tenían una gran fiesta que un comando armado estaba interrumpiendo. La fiesta completa se tiró al piso. Los hombres armados se llevaron a los que quisieron, no se sabe por qué o para qué. Semanas después, los cuerpos acribillados aparecieron en un lote baldío.


 

La policía municipal —con veinte agentes en su mejor momento—, no se daba abasto con las llamadas para atender riñas, balaceras, ejecuciones, cuerpos encontrados. No sólo no podían hacer mucho, estaban también amenazados.
Cuando Marisol era secretaria de la comandancia, el titular en turno recibió una llamada. Dejó la bocina de lado y puso el altavoz. Del otro lado salía una voz masculina: «No somos los marranos que están matando gente inocente, podemos ser amigos, pero tienes que cooperar».

 

El hombre leyó la lista de los agentes que tenían que dejar la corporación en veinticuatro horas. El comandante se limitaba a responder: «Sí, señor, sí, señor». Al día siguiente, varios de esos policías no se presentaron a trabajar. Nadie los volvió a ver por el pueblo. Camionetas con hombres armados patrullaban el pueblo, asegurándose de que los hombres de su lista no siguieran deambulando por las calles de Práxedis.

Un domingo, cuenta Marisol, la llamaron de la Presidencia Municipal. Tenía que ir a hacer un reporte por pérdida de armas. Marisol había escuchado que algo había pasado en la comandancia, pero no se enteró hasta que llegó a trabajar. Los policías llegaban uno por uno a entregar su arma y presentar su renuncia.

 

La noche anterior, cuando un par de agentes estaban de guardia, un grupo armado entró a la comandancia. Se llevaron todas las armas que estaban bajo llave en una especie de librero de metal. Uno de los agentes alcanzó a huir corriendo, pero se cree que lo agarraron. Su mujer llegó al día siguiente desesperada preguntando por su marido. Nunca se volvió a saber de él.


 

Los comandantes cambiaban cada mes. «Un día tenía un jefe, y al rato ya no estaba. Otro jefe, y ya no está», dice. Marisol vio salir de la comandancia a uno de ellos, Manuel Carbajal —del que tiene mejores recuerdos—, en el auto de un policía. Unas horas después, escuchó la llamada de la policía del pueblo vecino, avisando que habían encontrado su auto y su cuerpo rafagueado en la carretera a Ciudad Juárez.

Marisol, que ganaba tres mil pesos quincenales, tenía un seguro de vida de cuatrocientos mil pesos en caso de muerte por accidente y doscientos mil en caso de ser acribillada en servicio.


 

Marisol jefa

 

En julio de 2010, Chihuahua eligió gobernador y alcaldes. En Práxedis, donde gobernaba el Partido Revolucionario Institucional (PRI), ganó el Partido Acción Nacional (PAN). Con el cambio de gobierno, se acabaría el contrato de trabajo de Marisol, que para entonces se había casado y tenía un hijo. Necesitaba conservar su trabajo, y llevó una nueva solicitud a las oficinas del presidente electo.

«Cuando [el alcalde electo José Luis Guerrero de la Peña] lee mi solicitud y ve que estoy estudiando criminología, me ofrece lo de director de Seguridad Pública —dice Marisol—. Me dijo que el proyecto iban a ser de puras mujeres, que sólo iba a haber dos hombres armados, y era un trabajo más social, íbamos a rescatar la confianza».


 

Su primera respuesta fue un no rotundo. «Le dije que tenía miedo».


 

La idea del presidente municipal era que la policía delegara al Ejército la lucha contra la delincuencia e hicieran un trabajo social de apoyo al DIF —entrega de despensas, censos de personas necesitadas, niños abandonados, ancianos solos—. La nueva policía femenina recuperaría la confianza de la gente.


 

«Se me hizo muy bonito el proyecto. Yo tengo un hijo pequeño y pensé de aquí a que crezca, si sigue así, ¿qué le va a tocar? Va a tener que ser sicario, no va a tener caso».


 

Marisol corrió a contarle a su madre y ella la apoyó y la ayudó a convencer a su padre y a su marido. Con sus veinte años, Marisol, al frente de la policía de un pueblo peligrosísimo, se volvió una nota nacional e internacional. Práxedis G. Guerrero adquirió notoriedad ante el mundo, que poco o nada sabía del infierno en el que cotidianamente vivía.


 

La llegada de la prensa internacional era también una oportunidad de darle su mensaje al narco. «El alcalde me dijo: si viene la prensa hay que decir que no estamos en contra de nadie. Porque no íbamos contra ellos, les teníamos miedo y eso es lo que es. Lo que quería el alcalde era un acuerdo para que dejaran en paz el municipio. Estábamos en lo social, no nos estábamos metiendo en nada que les perjudicara».

En octubre, en una rueda de prensa escoltada por el alcalde y algunos regidores, Marisol dijo que su trabajo sería de prevención, y que su principal obstáculo era la falta de recursos en un cuerpo policiaco que no tenía ni patrullas ni bicicletas, en donde los recorridos se hacían a pie.


 

El diario español El País la bautizó como «La mujer más valiente de México», y otros medios retomaron el apelativo. Así se le conoció desde entonces.
Con ocho mujeres y dos hombres policías —el cargo de comandante desapareció—, dos rifles y un revólver, la nueva corporación hacía recorridos por todo el pueblo. Las policías regresaban al cuartel con la lista de las necesidades de la gente.

 

«Muchas se ponían a llorar. Les tocaban casos de gente que estaba pobre, abuelitas que se quedaron con los nietos porque mataron a los papás, madres solteras con muchos niños y el esposo levantado».
La atención internacional se transformó en ayuda. El Club Rotario mandó personal médico a hacer mamografías a las mujeres de Práxedis; llegó un dentista, despensas, hasta algo de dinero. Gente de todas partes llamaba preguntando cómo podían ayudar al municipio. «Un señor me dijo: por usted estamos aquí; dijimos: cómo una niña tiene más pantalones que nosotros y no podemos ir a darle esa ayuda a esa gente —dice Marisol, y una lágrima rueda por su mejilla izquierda—. Me da pena pensar que no terminé».


 

A finales de 2010, la revista Newsweek incluyó a Marisol en la lista de las ciento cincuenta mujeres que mueven al mundo, al lado de Oprah Winfrey y Michelle Bachelet. Y El País la nombró uno de los cien personajes del año.


 

—¿Qué sentías cuando te decían la mujer más valiente de México? —le pregunto.

—Yo nunca me sentí así.


 

Dos meses después de empezar su función como directora policiaca, el alcalde la mandó llamar. Una de las policías había encontrado una hoja con un mensaje durante uno de sus recorridos. En tinta roja y escrito a mano llamaban «marrana» a Marisol y la amenazaban con dejar huérfano a su hijo por trabajar para un cártel.


 

«Yo no iba a ser tan tonta para meterme con un cártel. Yo tengo un hijo», dice.
Pasó casi inadvertida esa primera amenaza. Después —según Marisol— llamaron al alcalde para pedir que la despidiera. Cuando Marisol se enteró, perdió la tranquilidad. Vivía esperando que la llamaran directamente.
Así que, poco antes de cumplir cuatro meses en el cargo, Marisol recibió una llamada de un número desconocido, mientras estaba en casa de su madre.


 

—¿Qué no te dieron el mensaje que no te queremos ver aquí? —le dijo la voz de un hombre joven.

—¿En qué le estoy perjudicando? —contestó Marisol tratando de no perder la calma.

—No te hagas la tonta, que tú sabes que andas con aquellos marranos. Te voy a investigar y a llamar el viernes.

—Espero su llamada, yo no tengo que ver con nadie.


 

Empezaron a aparecer indicios de espionaje. Un auto rondaba constantemente la casa de sus padres, un niño en una bicicleta se estacionaba mañanas y tardes afuera de la casa de Marisol y las policías le avisaban de coches desconocidos afuera del cuartel, con hombres que nunca se bajaban.


 

Marisol se cambiaba del auto de su marido al de su hermana para tratar de distraer al enemigo. Pasaba más tiempo en casa de sus padres. Había dejado de dormir y hacía planes con su marido sobre las posibilidades de escape en caso de que llegara un comando a su casa.


 

El viernes no llegó la llamada esperada, pero eso no le quitó el miedo. «Yo dije: un día de estos van a venir por mí». Una semana después recibió una llamada en la comandancia, pero no estaba. Más tarde, le llamaron de un número privado a su celular. Era la misma voz de días antes.


 

—Tú fuiste a la tienda del pollito a recoger dinero.

—Yo no he salido en ningún momento, se está equivocando.

—Tengo a alguien vigilando, tú trabajas para ésos, conoces a…

Ahí se sintió vencida.

—Si quiere el puesto en el que estoy ponga a quien quiera. Yo puedo trabajar de recepcionista, pero no me voy a ir del pueblo.


 

En ese momento el hombre cambió la estrategia. Le dijo que si era cierto que no trabajaba para nadie, entonces quería verla en Ciudad Juárez para hablar. Marisol se atrevió a decir que iría para probarle que no trabajaba para ningún cártel. Colgó el teléfono.

 

La madre de Marisol llegó a recogerla a la comandancia y se encontró con un auto estacionado atrás de ella, con dos hombres y la puerta abierta. 
El celular volvió a sonar, el hombre le dio a entender que sabía que era su mamá quien había llegado a la comandancia. Esta vez, la conversación fue más lejos. El hombre le dijo que tenía a alguien dentro de su corporación vigilándola, y que la vería en Ciudad Juárez, que tendría que cooperar. Marisol preguntó si podía ir acompañada de su madre. El hombre sólo le dijo que la volvería a llamar para darle instrucciones.


 

El lunes, Marisol regresó a trabajar. Le dijo al alcalde que ya no podía trabajar bajo amenaza, que estaba aterrorizada, que quería renunciar, le pidió que la ayudara dándole un puesto de recepcionista. «El alcalde me dijo que estaba bien. Estaba triste porque apenas habíamos empezado», dice Marisol.


 

Esa tarde, Marisol se fue a su casa temerosa. Las horas en la comandancia habían sido una pesadilla esperando que el teléfono sonara de nuevo. Llegó a casa de su madre y juntas decidieron que lo único seguro era dejar Práxedis. Era el mes de marzo de 2011.


 

La Presidencia Municipal de Práxedis está al lado de la comandancia de policía, frente a la plaza, que no es distinta de la mayoría de las plazas de pueblo de todo el país. La de Práxedis tiene bancas verdes y un quiosco rosa. El pueblo entero es de un silencio aterrador. Desde la Presidencia se escucha la música de banda que tocan en algún negocio del otro lado de la plaza.


 

El alcalde me recibe en una oficina austera. Tiene prisa, insiste. Sólo unos minutos. Es un hombre católico que habla de un proyecto político basado en principios tomistas: persona humana, bien común, solidaridad, subsidiariedad.
Me dice que su plan para el municipio está basado en la experiencia personal. Su policía le dijo adiós a las armas no sólo porque le toca a las fuerzas federales combatir al narcotráfico, sino porque con amor se consigue más. Si la policía se gana la confianza y cuida al pueblo, el pueblo los va a cuidar a ellos.


 

Dice que hace año y medio que Práxedis no tiene muertes violentas. «Hay gente de aquí a la que han matado, pero fuera del municipio», dice. No se acuerda cuando fue la última vez que escuchó una balacera en Práxedis. Fue ahí frente a la plaza antes de que él tomara posesión como alcalde. La violencia en toda la zona disminuyó en 2011. El gobierno federal lo atribuye a sus acciones. La gente en Juárez tiene dos teorías: o ya ganó un cártel sobre el otro o hubo arreglos que nunca conoceremos.


 

Le pregunto al alcalde por su antigua directora de Seguridad, Marisol Valles.


 

«No era directora —dice tajante—. Era encargada de despacho».

 

De pronto Marisol ya no era la mujer valiente que iba a salvar al pueblo, como en aquella rueda de prensa un año antes a la que la Alcaldía había convocado. «Ustedes [los medios] buscaron un icono y lo encontraron en Marisol. Pero nada que ver, ella no salía a las casas, ella no coordinaba el programa. Ella llevaba una bitácora del trabajo de los policías y desparramaba informes a obras públicas, al DIF, a desarrollo social».


 

El presidente municipal duda que Marisol haya sido amenazada, aunque tampoco puede negarlo. Dice que habían despedido personal y que es común que lleguen llamadas extrañas a la Presidencia Municipal. «¿Quién necesitaría amenazarnos? Ahí es donde me queda la duda. No puedo asegurar que alguien lo haya hecho de broma, pero tampoco puedo negar que sí haya pasado».

Habla de toda la presión que tuvo Marisol desde que los medios la descubrieron. Todos opinan sobre ella, el gobernador no la quiere, le llegan ofertas mediáticas de muchos lados. «Yo sentí que le estaban haciendo mucho daño a ella. La presionaron al extremo. Llegaron tentaciones. La muchachita resistió mucho», dice.


 

—Si le estaban haciendo daño, ¿por qué la alcaldía no paró esa locura de los medios? —le pregunto.

—En la libertad no puedes presionar por encima del derecho de alguien. No es ni bueno ni sano.


 

Guerrero de la Peña dice que Marisol le avisó que se iba, pero que él le dio un permiso por quince días porque su hijo estaba enfermo. «Me dijo: si todo sale bien, ya no regreso».

 

Cuando Marisol dejó el cargo, el presidente municipal dijo que había pedido un permiso y que sería despedida de su puesto si no regresaba a trabajar cierto día. El gobernador César Duarte fue más lejos y la acusó de aprovechar su puesto y su fama para irse a vivir a Estados Unidos.


 

Marisol no podía defenderse. Estaba en calidad de detenida en un centro de detención en Estados Unidos cuando vio en la televisión las declaraciones del gobernador y el alcalde. Sus compañeras le decían: «¿Ésa no eres tú?».


 

Cuando apareció de nuevo dando un mensaje desde Texas, Duarte la acusó de dañar la imagen de Chihuahua y de haber abandonado el cargo por un lío de faldas. «Lo que no puede ser es que su circunstancia personal sirva para dañar mayormente la imagen de Juárez y de México. Aprovechar el estigma impuesto a esta ciudad para arroparse. Ella no quiso recibir protección de la autoridad porque no tenía amenazas. Estamos haciendo un gran esfuerzo por cambiar esa imagen de Juárez y por un lío de faldas alguien va y dice que debe ser asilado político», dijo a los medios de comunicación.


 

Una tarde llegó a la oficina del abogado Carlos Spector la llamada de un hombre que pedía ayuda para su familia. Era un tío de Marisol Valles. Marisol y parte de su familia estaban en un centro de detención en el noreste de Estados Unidos. El padre y la hermana, en otro.


 

En los años ochentas Spector, un prestigiado abogado de madre mexicana y padre ruso judío, fue el primero en ganar un caso de asilo político para un mexicano. Desde joven ha sido activista por los derechos de los migrantes. Es un hombre de apariencia dura y claras posturas políticas. Tomó el caso de Marisol pro bono. Había escuchado ya las declaraciones del gobernador y el alcalde y le había quedado clara una cosa: Marisol no era una amenaza para el narco de Práxedis, pero la necesitaba. «¿Qué necesita el narco? Inteligencia. Marisol tenía información y no quiso colaborar», me dice.


 

En el pizarrón de la sala de juntas de su oficina están listados todos los casos de asilo que lleva, alrededor de cuarenta —la mitad son pro bono—. Será difícil que todos tengan un final feliz. Las cortes migratorias de Estados Unidos rechazan noventa por ciento de los casos de asilo para mexicanos.

«Otorgar asilo político a un mexicano es reconocer el fracaso de las políticas de México y Estados Unidos», me dice Spector. Por eso, un colombiano o un keniano tienen más posibilidades de que se les conceda el asilo. Pero Spector tiene un plan más grande que esperar hasta julio de 2013, cuando Marisol y su familia tienen la primera audiencia ante el juez.

 

Ha formado la Asociación Mexicanos en el Exilio, a la que pertenecen la mayoría de sus clientes. Ahí están los hijos de Marisela Escobedo, la activista asesinada frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua; Saúl Reyes Salazar, que perdió cuatro hermanos, y su sobrino, que quedó huérfano cuando un comando armado levantó y asesinó a su madre; una familia de hermanos transportistas; pequeños y medianos empresarios que ya no pudieron pagar el derecho de piso, y muchos más.

Para el gobierno mexicano es muy fácil que la gente huya, me dice Spector. No se vuelve a responsabilizar de su gente. «Pues con nosotros no se va a acabar la disidencia ni se dejará de escuchar la voz de esta gente. Le vamos a ir a decir al Tío Sam [lo que está pasando], porque es lo único que a México le importa», dice el abogado.


 

Me dice que en las siguientes semanas tienen una presentación con tres congresistas federales, lo que les van a ayudar a llevar el testimonio de los mexicanos en el exilio al Capitolio en Wáshington. Spector, como casi todos los habitantes de El Paso, tiene una estrecha relación con Ciudad Juárez y los pueblos de alrededor. Su madre nació en Guadalupe —el luegar más violento del país—, y entiende la relación de las dos ciudades, Juárez-El Paso, como única e indisoluble. Pero de lejos, en Wáshington, no lo ven tan claro como ellos.


 

Me cuenta la historia del más reciente de sus clientes: un joven miembro de una familia con negocios en Juárez al que le cortaron los pies porque dejó de pagar las extorsiones por derecho de piso. «No nos podemos quedar callados. Lo que está ocurriendo (del otro lado del muro fronterizo) es un genocidio. ¿Qué haríamos si hubiera campos de concentración en Juárez? Tenemos que hablar, tenemos que hacer ruido».

La primera vez que Marisol se reunió con su abogado estaba triste, deprimida, dice Spector. «No sabía en qué se había metido. Nunca había venido a Estados Unidos».

 

La familia entera llegó a vivir con unos tíos. Diez personas en una casa. No han logrado salir de ahí porque después de ocho meses no les han otorgado el permiso para trabajar en Estados Unidos mientras se resuelve el caso de asilo.

 

Marisol está desesperada. No puede trabajar, no puede manejar, no tiene dinero. 
Una abogada del despacho de Spector organizó una fiesta para recaudar fondos. Así han pagado los gastos judiciales. La comida y los pañales salen de trabajitos que hacen su padre y su marido: limpiar jardines, hacer arreglos en las casas vecinas. 


 

El último día que nos reunimos, Sandra, la esposa de Spector, no podía regresar a Marisol al lugar donde la recogería su padre. Me ofrecí a llevarla.
»No confío», volvió a decir Marisol.


 

Sandra, una mexicana-estadounidense de unos sesenta años que fue activista por los derechos sindicales y que ahora apoya las labores de su marido, le insistió en que estaría segura.


 

En el camino paramos a comer a una famosa taquería de El Paso sobre la carretera 10. Marisol me dijo que nunca había ido ahí y empezó a recordar las comidas que hacían en su casa, con toda la familia. De pronto se acordó de la casa de su madre. Le han dicho que está vandalizada, que se han llevado todo: las ventanas, las puertas, los muebles, la reja, hasta el plafón del techo. Me pide que cuando vaya a Práxedis visite su casa y le diga cómo está. Y que si todavía queda algo, le traiga un recuerdo, lo que sea.

 

[Lo que Marisol se imagina es poco: la casa parece una obra negra. Los vándalos no dejaron más que papeles y ropa regados por el piso, que con las lluvias y la tierra se han vuelto una masa tiesa].

 


Manejamos un par de horas por una carretera hasta llegar al estacionamiento oscuro de una tienda de pueblo. Ahí esperamos a que llegaran por ella. Marisol volteaba insegura cada vez que un coche entraba al estacionamiento.
»Desconfío hasta de un niño», dijo. Ella misma parecía una niña en ese momento, esperando que la recogieran sus padres de regreso de pasar el día en casa de alguna compañera de escuela.


 

—¿Por qué querrían buscarte acá? —le pregunto.

—Porque me burlé de ellos.

 


Me acordé de lo que me había dicho Spector un día antes: «Esa niña avergonzó a México».
——
* Periodista.
En www.gatopardo.com
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