GÉNERO, QUE TE DEN…
La génesis de la noción de género, como interpretación que se realiza de la diferencia biológica, se remonta al siglo XVIII con el pensamiento de Poulaine de la Barre. Este autor publicó diversos textos en los que polemizaba e incluso satirizaba sobre aquellos partidarios de la inferioridad de las mujeres, argumentando que no es la diferencia biológica entre hombres y mujeres, la causa de las desigualdades políticas y sociales, sino que por el contrario, son estas desigualdades las que generan teorías que avalan la natural inferioridad femenina.
Ahora bien, el concepto de género no aparecerá hasta mediados del siglo XX, cuando el pediatra estadounidense especializado en el tratamiento de niños con problemas de indeterminación en la morfología sexual, John Money, utilizó este término para referirse a la posibilidad quirúrgica y hormonal de transformar los órganos genitales durante los primeros 18 meses de vida.
Money justificó la mutilación, el moldeado, la intervención en bebés de sexualidad indeterminada como único medio de facilitar y posibilitar la inserción de estos seres en la vida familiar, social y productiva. Cabe destacar, que esta metodología, de selección sexual de corte darwinista, no empezó a ponerse en duda hasta finales de los años 90, momento en que asociaciones de intersexuales de Estados Unidos reclaman sus historiales médicos así como el derecho de todo individuo de decidir sobre las intervenciones o transformaciones que se lleven a cabo sobre su morfología sexual.
Asalto al género
Resulta sorprendente y significativo, tal y como apunta Beatriz Preciado, que el concepto de género aparezca asociado a la medicina y las técnicas de intervención sexual y no en el marco de los estudios humanísticos o sociológicos, lo que afianza la idea de los dispositivos institucionales de poder (desde la medicina hasta el sistema educativo, pasando por las instituciones jurídicas o la industria cultural) como elementos constructores de un régimen específico de construcción de la diferencia sexual y de género. Un régimen en el que la normalidad –lo natural– estaría representado por lo masculino y lo femenino mientras que otras identidades sexuales o indeterminaciones no serían más que la excepción, el error o el fallo, monstruoso que confirma la regla.
La idea de género como construcción social, viene de largo, y sin embargo persiste su existencia, los roles asignados a cada uno de los dos géneros normativos, la imposición histórica, la cita ineludible e inevitable con sus preceptos taxativos.
En la actualidad, en el marco de una sociedad heteronormativa, es mayoritariamente aceptada, en los círculos académicos, la idea de socialización como adaptación y aprendizaje de la representación de género. La socialización primaria (Berger y Luckman) o socialización en la infancia está orientada hacia la interiorización del mundo adulto (Puigvert, Flecha, Gómez) y todos aquellos valores imprescindibles para la vida en este medio. Es en este momento en que se interioriza la ineludible diferenciación entre dos géneros y los significados y comportamientos asociados a cada uno de ellos.
Esta socialización nos conduce hacia la internalización de los valores deseables como mujeres y de aquellos que debemos esperar en un hombre en nuestra futura elección de pareja afectiva en el marco de un modelo heterosexual normativo.
En la edad adulta la socialización o socialización secundaria (Berger y Luckman) “está dirigida a la elección entre diferentes opciones socialmente disponibles, pudiéndolas cambiar siempre que se desee” (Puigvert, Flecha, Gómez) o se pueda hacer, teniendo en cuenta que una de las características del sistema heterosexual es la de otorgar castigo, humillación y exclusión a toda/os aquella/os que se apartan de sus imposiciones.
A pesar de la constatación del género como resultante de una socialización normalizadora, pervive de manera muy intensa en la cotidianeidad una idea ontológica del género, la idea del género como algo inherente al ser, esencial.
Esta idea lleva implícita la incapacidad de las personas a renunciar, a eliminar, a desaprender estas conductas de género. De esta manera surgen tendencias feministas y políticas que abogan por la reformulación de significados. Estas tendencias mantienen dos géneros –incluso más en ocasiones, para no perder baza con sujetos de sexualidad no normativa– pero dotados de significados distintos, vaciando los términos hombre y mujer de su significado original (patriarcal) y dotándolos de nuevas formulaciones más igualitarias.
Ahora bien, este posicionamiento parte de la idea de la vacuidad semántica de la diferencia sexual, prescindiendo de la certeza de que los conceptos hombre/mujer no son conceptos vacíos sino que tras ellos se esconde una carga simbólica difícilmente eludible. Obviar esta realidad, y continuar manteniendo en el discurso la defensa del sujeto mujer con fines estratégicos sería dejar fuera de dicha categorización a muchas mujeres que no se adaptan o no se identifican con la definición que de ellas hacen muchos feminismos que no tienen en cuenta las intersecciones del género con la etnia, la clase, la edad, la sexualidad y otras corrientes que contribuyen a la (no) identidad cultural.
Es por esto que debiera empezarse a desafiar el lugar de la categoría como parte del discurso normativo en la lucha anarco-feminista. Plantearnos de que manera debemos, por coherencia lógica, prescindir del sujeto político de mujer, de la categoría, sin derivar en la desactivación o en la difuminación de nuestras luchas en la amalgama de luchas paralelas. Emprender, de una vez por todas, el camino hacia una lucha vacía de reivindicaciones basadas en una identidad, en un sujeto estratégico.
Aunque no lo olvidemos, hoy somos mujeres y como tales debemos defendernos y atacar, aunque no existe una base natural que pueda legitimar la acción política, sí existe una situación de objetiva subordinación que nos debe empujar irremediablemente hacia la lucha por su eliminación. La duda, la eterna ironía, el cuestionamiento sin fin, nos aboca al complejo, a la negación de nosotras mismas, a la negación de aquello que sentimos nuestro, que nace de nosotras, a la negación de aquello que defenderíamos tan brutalmente si no temiéramos la burla posterior.
Una «condición» marcada
Acostumbradas a medirnos bajo un prisma en masculino renunciamos a vernos bajo una óptica individual, abandonando nuestros propios deseos, subyugados, en muchos casos a la tiranía de las luchas “serias”, “contundentes”, “verdaderamente revolucionarias” masculinas. Y ese tampoco es el camino…
De esta manera, y contradiciendo a Puigvert, Flecha y Gómez, en su idea de sujeto moderno capaz de eludir la acción estratégica con la fuerza de la razón y el consenso, las normativas de género son implantadas con más o menos éxito en el momento de la primera socialización y se mantienen a lo largo de la vida ante la amenaza de castigo, humillación, encierro, incluso muerte que supone su incumplimiento. La cárcel, como el género-cárcel, sirve para establecer la dicotomía entre los que están fuera y los que están dentro sirviendo de ariete para aquellos que piensan en algún momento apartarse de la norma hegemónica.
Partimos de la idea de que no hay sujeto que sea libre de eludir estas normas de género y que estas normas constituyen al sujeto de manera retroactiva (Butler, 2002), remitiéndose a la acumulación y repetición de actos condicionados por una historicidad coercitiva, no hay nadie que escoja una norma de género, una identidad. Partiendo de esta premisa la libertad pierde fundamento y existencia y el consenso de reformulación se vacía de contenido y se convierte en sospechoso (Lyotard) debido a la imposición primera y esencial.
Es de esta manera como el género se implanta en cada una/o de nosotros/as, a través de unas prácticas anteriores sedimentadas en las prácticas actuales que se reproducen a modo de representación teatral, imitativa. El sujeto no es dueño de sus acciones ya que estas se encuentran condicionadas por acciones anteriores a su propia existencia que deberán ser reproducidas con éxito para evitar el castigo que se otorga a su incumplimiento.
Si un enunciado tiene éxito eventualmente, no se debe al hecho de que una intención gobierne con éxito la acción del discurso, sino a que esa acción es el eco de una acción anterior y acumula el poder de la autoridad a través de la repetición o cita de un conjunto de prácticas autoritarias precedentes. Esto significa, por consiguiente, que un enunciado performativo “funciona” hasta el punto que “encubre” y “recurre” a las convenciones constitutivas que lo activan.
En este sentido, no hay término o afirmación que pueda intervenir de manera performativa sin la historicidad del poder, una historicidad que se acumula y se oculta (Judith Butler, 2002).
Enunciados performativos en referencia a aquellos enunciados que producen la realidad que describen. De esta manera, un/a médico/a al anunciar “¡es una niña!” está pronunciando un enunciando performativo, en la medida en que esta afirmación genera la puesta en marcha de una serie de mecanismos que constituirán a ese ser como tal, como niña. La declaración matrimonial de un sacerdote, la sentencia de un juez, son también enunciados performativos en la medida en que generan o producen la realidad que describen o intentan producir un efecto en la realidad; evidentemente, no “cualquiera” tiene la capacidad de emitir este tipo de enunciados o al menos no de manera legítima.
Performatividad entendida como representación teatral, como interpretación que hacemos de la diferencia biológica. La identidad de género no es entonces, algo sustancial, esencial, sino el efecto performativo de la invocación de una serie de convenciones de feminidad y masculinidad. Estas invocaciones requieren de repeticiones para convertirse en normativas, y es de esta manera, a través de la repetición histórica de actos, como los géneros son percibidos como verdades normativas, esenciales, ontológicas cuando en realidad son copias, representaciones más o menos afortunadas, más o menos exitosas de la diferencia sexual, un conjunto de copias donde, en ningún caso, existe un original.
Sirva como ejemplo de construcción identitaria cómo la identidad blanca de las mujeres inglesas en las colonias se construyó en oposición a la identidad india de las otras mujeres, no sólo socialmente sino también conceptualmente, o también cómo ser blanco implica no ser negro, etc. Es decir, la identidad está producida discursivamente y los contrastes de raza, clase o género, al igual que son construcciones con una historia, carecen de una esencia inmutable, y pueden cambiar.
A partir de aquí concluiríamos con Butler que ni la feminidad ni la masculinidad son producto de una elección, sino la cita forzosa de una norma cuya compleja historicidad es inseparable de las relaciones de disciplina, regulación y castigo, que nadie escoge una norma de género, al igual que nadie escoge prácticamente nada condicionada/o por los usos y costumbres que le anteceden.
Machos, macho, hombre…
Ningún colectivo se define nunca como Uno sin enunciar inmediatamente al Otro frente a sí (Beauvoir, 1949). De esta manera, lo masculino (lo Uno) se define en contra de lo femenino (lo Otro). En efecto, la masculinidad como normalidad, como razón, como elemento neutro, es pensada en contraposición a lo femenino, lo enigmático, lo maleable, lo despreciable, lo medicalizable.
Simone de Beauvoir anticipaba ya en 1949 con su Segundo sexo que “la mujer no nace, se hace” afirmación que se hace extensible a la construcción de la masculinidad, a la idea de que también el hombre se convierte en hombre mediante toda una serie de convenciones sociales que convergen en una ideología de la masculinidad contrapuesta a su Otro, la mujer.
Así, los significados de género se construyen de forma binaria, opuesta, interdependiente, inmersos en relaciones de poder y saber, de ahí que históricamente los significados masculinos han sido considerados de mayor valor que los femeninos, por ejemplo: razón / intuición; fuerte / débil; dureza / dulzura; guerrero / pacífica, etc.
De esta manera, siglos de historia otorgan al varón una situación jerárquica prácticamente inamovible (aunque si adaptable como todas las estructuras de poder) que se vislumbra erróneamente más beneficiosa que perjudicial y más natural que modificable. Pero la realidad es otra, prima la masculinidad como ideología, que no como esencia, construida en base a estereotipos fijados entre los que predomina el valor de la fuerza y la violencia y que se define a partir del desprecio a la otra. Así, si según los estereotipos patriarcales, la mujer es víctima, débil y sumisa, el hombre debe hacer lo que le venga en gana y utilizar la violencia como modo de resolver los conflictos (Bonino, 2000).
Es a partir de la negación del desprecio hacia estas y otras características femeninas, que se construye la identidad masculina tradicional. La creación de una identidad basada, no en sí mismo, sino en “no ser como una mujer” tiene unas consecuencias nefastas, basadas en trastornos no siempre identificados por estar subordinados a una visión de los mismos más relacionada con la sintomatología desarrollada por las mujeres, objetos de estudio frecuente por su identidad anormalizada.
Lo masculino y sus valores siguen aun tomándose en la cultura –y por supuesto también en el ámbito de la salud mental– como paradigma de normalidad, salud, madurez y autonomía (Luis Bonino).
Todas las estadísticas, apuntan a las mujeres como mayores usuarias de tratamientos psicológicos así como de medicalización abusiva de antidepresivos, argumentación utilizada para hacer hincapié en su situación de mayor fragilidad y vulnerabilidad. Este estigma, sumado a la creciente medicalización de su cuerpo y su psique, contribuye de manera decisiva al control social de las mujeres ejecutado por la nueva brujería de la tribu, la ciencia médica.
Lo que plantea Luis Bonino es desnormalizar a los varones y a la masculinidad teniendo en cuenta no sólo los propios malestares sino también aquellos que molestan, dañan, causan sufrimiento e incluso muerte a las demás personas.
Así, la identidad masculina se define en torno a varias creencias matrices articuladas en grado de exigencia extrema, del todo o nada (Brannon y David cit. Bonino):
– No tener nada de mujer. Ser hombre supone alejarse de los valores femeninos, incluso despreciándolos.
– Ser importante. Ser importante midiéndose con la/os demás, estar por encima de las otras personas favoreciendo la competitividad.
– Ser un hombre duro. La masculinidad como fortaleza y autosuficiencia. Remite a la idea del hombre impasible, insensible, que no muestra sus sentimientos.
– Mandar a todos al diablo. El hombre como ser agresivo, valiente. Autónomo y capaz de protegerse a si mismo utilizando la violencia.
– Respetar la jerarquía y la norma. La masculinidad como lealtad a los valores grupales, sin cuestionarlos ni ponerlos en entredicho. Sacrificio por la causa masculina.
Será a partir de estas creencias, de esta normativa hegemónica de género, de la tiranía, de la constante neurosis por no apartarse de dichos preceptos y la exigencia constante en su cumplimiento, que los varones desarrollarán las diversas patologías masculinas que Luis Bonino ha dividido entre: malestares masculinos, trastornos por indiferencia a otra/os y a sí mismo y abusos de poder y violencia.
Todos estos trastornos derivan por la exageración o inflación de determinados valores que derivan de las exigencias de las creencias matrices de la masculinidad, como por la inexistencia de otros proscritos y rechazados por las mismas.
Dentro de todos ellos es interesante destacar que a pesar de que en numerosas ocasiones producen incomodidad y malestar de los propios varones, muy pocas veces se rebelan contra ellos. Es posible que pese más lo positivo de encontrarse en una situación de poder que los malestares o “daños colaterales” que esto pueda producir.
En los casos de patologías de abuso de poder y violencias, por cada varón con una problemática de este tipo, existe una –o más– persona abusada (…) que muchas veces padece trastornos derivados del avasallamiento subjetivo a la que es sometida en el convivir intoxicante con dicho varón (Bonino).
Ahora bien, no exclusivamente en estos casos las personas que conviven con estos varones pueden sufrir las consecuencias. En los casos de depresión masculina, caracterizada por incomunicación, ataques de ira, irritabilidad crónica… es frecuente que la mujer en muchos casos, ejerciendo su rol de cuidadora, soporte e intente solucionar la situación. En la mayoría de ocasiones se encontrará ante elevados grados de mutismo e irritabilidad que provocarán un sobreesfuerzo que la conducirán a ella a los dispositivos de salud mental.
Sin riesgo a equivocarme podría afirmar que casi cualquier mujer podría identificar alguna de estas características en varones de su entorno más inmediato que en lugar de ser tratadas como patologías son interiorizadas por la sociedad como normales y sobre todo por las mujeres, acostumbradas ya a las “cosas de hombres”.
Este silencio que los hombres imponen en sus relaciones, sobre todo con las mujeres, puede venir determinado por trastornos de la masculinidad pero siempre es propiciado por una situación jerárquica que le capacita para imponer a su antojo la ley del silencio, ridiculizando a la mujer, en muchos casos, por su excesiva charlatanería o su insistencia en propiciar la comunicación.
Evidentemente, la solución no vendría determinada por la psicopatologización de estos males ni por supuesto por una medicalización equivalente de los malestares masculinos con los femeninos, pero si con una puesta en entredicho de la presunta normalidad masculina. Es necesario determinar de una vez por todas, hasta que punto la normativa genérica implacable e ineludible genera en mujeres y hombres trastornos y neurosis extremos cuando se produce una socialización “exitosa”. Ahora bien, tampoco la inadaptación ante estos preceptos nos permite vivir una vida plena o alejada de miseria y violencia sino que su incumplimiento genera también malestares, castigo, medicalización e incluso muerte.
Ma-ma… la mujer como material moldeable
Las mujeres han utilizado gran parte de su tiempo en repensarse a sí mismas, en analizar los géneros y las diferencias jerárquicas entre ambos como producto de una imposición de carácter social. De esta manera, aunque objetivamente las repercusiones de estas reflexiones no han generado una liberación del yugo genérico, las mujeres estamos habituadas a cuestionarnos las circunstancias de una vida sometida a la tiranía del género, a la violencia, a las humillaciones, a la tortura que ésta genera.
La creación de una identidad de género para las mujeres ha pasado por la exigencia de eliminar su capacidad de verse y reinventarse a sí mismas. Si los hombres se han creado a si mismos en contraposición a la figura desdeñable de la mujer, éstas han sido forjadas durante siglos a partir de las imágenes que los hombres han mostrado de ellas, creyéndolas incapaces de crear su propia autobiografía, asimilándolas a seres infantiles, simples y despreocupados –lo mismo que se utilizó en la era colonial para justificar la barbarie–. Con esta finalidad se crea el mito de la belleza femenina que complementa al mito masculino de la identidad viril.
El mito de la belleza femenina sirve al modelo patriarcal para reducir a la mujer a objeto maleable, pero quizás su principal función sea la de servir de excusa, una coartada al hombre que justifique su aproximación a la mujer (Sau). Para reducir a la mujer a una posición de subordinación es necesario mostrarla como un ser inferior física, mental y moralmente, ¿Cómo sentirse atraído por un ser de estas características? Sólo la belleza, una belleza originada desde fuera de ella misma, explica que él se haya dejado seducir, rebajar hasta ella sin que esto suponga una merma en su virilidad ante su grupo de iguales.
Esta belleza debe ser simple y alocada ya que cuando se acompaña de inteligencia o se utiliza de manera estratégica para conseguir fines, la mujer es equiparada con la bruja: la mujer que da miedo, la que no se ha subordinado y resulta desafiante. Este papel en la actualidad ha dejado paso a la estigmatización como puta. El estigma de puta, como ariete de sujeción y amenaza ante comportamientos no normativos, puede ser asignado a mujeres por el simple hecho de ser inteligentes, conspicuas, desarrolladas o autónomas (Gail Pheterson, 1996).
Sin embargo ya sabemos que algunas mujeres, pretendiendo liberarse de las cadenas del patriarcado, imitan el modelo masculino tradicional (Gómez) legitimando y reforzando el modelo masculino de cosificación y uso de las mujeres. Muchas mujeres en su afán de asimilación estratégica con el poderoso, en su afán de perversa camaradería con el enemigo y sus nefastos valores, han establecido relaciones basadas en férreas jerarquías, han utilizado las mismas estrategias en sus relaciones, han despreciado todo aquello que apestara a femenino, o bien han utilizado “armas de mujer” para conseguir el beneplácito masculino aun a costa de menospreciar, ridiculizar o humillar a otras mujeres; en definitiva: han ayudado a reforzar la clásica división masculina entre mujeres castas y mujeres putas así como la legitimación del modelo masculino comportamental haciéndolo parecer, una vez más, el más lógico, saludable, deseable, sino imprescindible.
Ahora bien, nos hemos demostrado que el modelo masculino tradicional no nos sirve a la hora de iniciar un camino liberador, de la misma manera que tampoco podemos abogar por una idea de esencialismo femenino inherente a todas las mujeres que posibilite la creación de individuos autónomos y libres. Entonces, ¿de qué manera podemos incidir en la transformación social o emprender nuevas luchas sin un sujeto estratégico (mujer) al que colmar de todas las virtudes, enfrentado a un enemigo malo-malísimo-maloso (hombre)?; evidentemente no es eso lo que queremos.
Sabemos que objetivamente las mujeres y aquellos individuos equiparados social y jerárquicamente con nosotras (maricas, transvestidos, niños, niñas…) nos encontramos en una situación de extrema exclusión y cosificación que se traduce en violencia y humillación. Pero también sabemos que las mujeres blancas, las mujeres de clase media, las mujeres delgadas, los maricas del triangulo comercial de l’Eixample, Devorahombres, “señoritas” que acompañan a “señores” famosillos, modernilla/os académicos/as, culturitas, sabelotodo, superartistas que pueden jugar a ser lo que quieran: maricas, bolleras, excéntricos exhibicionistas… no la sufren de la misma manera que las mujeres negras o de otras étnias, las mujeres gordas, las mujeres discapacitadas, los trans que se venden en el campo del Barça, las prostitutas rumanas (subsaharianas, latinoamericanas, del xino…) de las carreteras, los maricas de clases bajas, las bolleras de barrio, y por supuesto todas aquellas que albergan varias de estas «alernativas».
Ante esto cabe la intersección de posibilidades, multitud de diferencias, las individualidades no atomizadas sino mezcladas, removidas, cambiantes, movibles, y quizás esto posibilitaría, dentro de un proceso de atomización impuesto por la tendencia de un capitalismo sin clases, la capacidad de cada una de nosotras para elegir nuestras propias opciones de vida.
Mundialización e individualización como procesos paralelos. La inoperancia de las antiguas estructuras industriales de clase (sindicatos, partidos políticos…), en su tarea transformadora de la vida, dentro de los sistemas capitalistas que nos abocan hacia la individualización de las desigualdades sociales, provoca riesgos e incertidumbre pero también abre nuevas posibilidades a la creación constante de la propia biografía (Beck) no sujeta a las exigencias de macroestructuras homogeneizadoras. La reflexión individual sobre nuestras propias vidas y la elección consciente, posibilitan la capacidad vivencial alejada de coerción y neurosis, ahora bien, ¿es acaso la individualización generadora de elección consciente? ¿la mundialización paralela no favorece la homogeneización de criterios, el control social y la preexistencia de unos valores coercitivos que condicionan nuestras decisiones?
Evidentemente sí, y es por ello que esta individualización generadora de elección consciente no debiera en ningún caso derivar en procesos de alejamiento y exclusión, no debiera generar, como sucede en muchas ocasiones, una alienación y soledad asfixiantes, en las cuales el individuo, al sentir que no puede reclamar a su grupo de iguales, no puede ampararse en una identidad, en un grupo identitario, se encuentra acechado agresivamente por una sociedad que no tolera su desviación del camino marcado y que le castiga por ello. Es por esto, que la multitud de diferencias es una amalgama de individualidades, una amalgama de seres desviados que disfrutan juntxs y revueltxs de un objetivo común: la erradicación del dualismo genérico e incluso más allá, la erradicación de la misma existencia del género.
Romper la rueda
Cuando asomamos la cabeza más allá de nuestro embriagante círculo de relaciones e incluso más allá de la misma idea que tenemos de él y de nosotras mismas, cuando nos atrevemos a valorar la cotidianeidad que nos rodea y de la que irremediablemente formamos parte, nos damos cuenta de hasta que punto la imposición genérica no está en vías de extinción sino que muy al contrario, muta, se adapta y se fortalece.
Por esta razón, yo preguntaría a las/os escépticas/os, a las/os partidarias/os de la liberación común, a las/os que se sonríen-ríen, a todas/os aquellas/os a las/os que su soberbia les impide ver hasta que punto son esclavas/os de normativas de género, a las/os que cuestionan constantemente, a las/os que analizan con lupa, a las/os que se llenan la boca con la miseria del feminismo, a las/os que creyendo haber superado estas convenciones, no son capaces de mirarme a los ojos al hablar; ¿dónde están sus lanzas, sus colmillos afilados contra el patriarcado?, ¿dónde está el rechazo, la ira incontrolada, dentro de esa lucha común, que revuelve los cimientos de la cárcel de género? ¿Cuándo y dónde han encontrado la fórmula mágica, el abracadabra que les ha convertido en seres completamente agenéricos? ¡Por favor explicadnos como! ¡Comprended que el victimismo ha anulado nuestra capacidad de generar soluciones!
Estamos ansiosas de una respuesta.
Cuánta moda, cuánta tendencia escondida tras el desprecio de la lucha contra el género, contra el patriarcado, la lucha de las mujeres, porque así ha sido hasta el momento. Cuántas luchas parciales son defendidas a ultranza, incuestionables, intocables, su legitimidad queda intacta: “bueno, si, ejem, esto es importante, esto es cosa de hombres, de mujeres-hombre; en cuanto a lo tuyo… es ridículo luchar por algo tan obvio… por favor, ja, ja, por supuesto que somos iguales, dejemos este tema…”. Cuanto vocabulario incendiario, demagógico, cuanto discurso misógino disfrazado de libertario, de revolucionario, cuanta mierda.
La duda, la cuestión, el escepticismo de entrada, ¿me querrán cortar mi querida «herramienta»…? Con estas feministas nunca se sabe… Cuánta simpleza, cuánto terror escondido, cuánto miedo a lo desconocido. La falta de análisis, de reflexión conlleva el miedo –“mmm, ¿que querrán decir con esto?–, el miedo a reconocer que no tienes puta idea, que jamás te has cuestionado a ti misma/o y el desprecio te alivia la responsabilidad de tener que hacerlo.
De esta manera, la lucha parcial sigue siendo parcial, fragmentada; de nada sirve que las mujeres, que ciertas mujeres, cuestionemos el género, que aboguemos por su eliminación, si siempre permanecerá la sospecha generada por una imagen distorsionada e influenciada por el feminismo folclórico, de salón, masculinizado, genérico, académico, institucional e identitario.
La lucha contra el patriarcado, contra el género, es la lucha de las mujeres, de los hombres, de los niños, de las niñas, de los maricas, de las bolleras, de las drag kings, de los drag queens, de las mujeres barbudas, los discapacitados ciborgos, los trans maricas sin polla… Precisamente para dejar de serlo o seguir siéndolo sin tener que autodenominarse-clasificarse.
Pero evidentemente esto no entra en algunas cabezas…
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* De Femattack Iberia. Artículo publicado en Entropiactiva (www.nodo50.org/entropiactiva/restopaginaindex/resto%20articulos/art52.htm).
Imágenes de apertura:
Izquierda: ideograma chino ren, representa al varón erguido.
Derecha: idiograma chino nu, representa a la mujer sumisa.