Genoveva Arcaute: “‘Humor’, la revista, murió de menemismo”
Genoveva Arcaute nació el 14 de abril de 1953 en La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires, donde reside, la Argentina. Es Profesora Nacional en Letras, por la Universidad Nacional de La Plata. Entre otros reconocimientos, en el género dramaturgia, obtuvo en 1989 el Primer Premio en el Primer Festival de Teatro Independiente, por la pieza “De dulce de leche y de chocolate”, en co-autoría con Jorge Goyeneche. Fue incluida en las antologías “La mujer rota” (en homenaje al centenario de Simone de Beauvoir, México, 2008) y en dos editadas por la Biblioteca Nacional de la República Argentina: 2008-2009 y 2010-2011. Sus artículos y textos literarios se han difundido en numerosos medios gráficos y digitales. Publicó las novelas “Mandorla” (2007) y “Biblopista. Tres casos de Doris Milano” (2012), así como los poemarios “Todas somos Frida” (2010) y “Diario de inminencia” (2015).
— Punto de partida.
— Es la infancia, claro. Y curiosamente yuxtapondríamos el final, el presente, el hoy de mi escritura. Es que estoy escribiendo mi infancia. Y no por otra razón que ésta: mi hermano mayor —dos años mayor— está pasando un trance de salud bastante difícil. Su memoria, su lucidez se han vuelto frágiles. Lo ha alcanzado la ola de pavor que nos acecha, llegada cierta edad. Y todo lo que lo traslade al pasado es tierra firme para hacer pie. Y todo lo que eche luz sobre sí mismo lo ayudará. Y a mí, efectuar este acompañamiento inútil, no sé cuánto de eficaz será para él. Sí para mí: la escritura sana, restaña, y este viaje hacia nuestro pasado me resulta salvífico, como el trayecto a un territorio sagrado, donde cada paso deja una cicatriz de alegría. Ese libro se escribe solo, no recurro a la imaginación o a la fantasía. Lo llamo, al libro, “Sino una infancia”, citando a Saint-John Perse. ¿Qué hay allí sino una infancia? Por eso es un libro para un solo lector, o para un solo oyente si es el caso de que alguien se lo lea. Las primeras entregas lograron eco: subrayados, correcciones, lágrimas. Me dicen que es terapéutico. Empecé por un índice. Iré desgranando cada ítem, porque son también los míos.
En la infancia vivíamos en un departamento de tres ambientes, en primer piso, bien en el centro: Plaza Italia. Ciudad de La Plata. Allí había ido a residir mi padre, con su hermano, alquilando. Él era profesor de francés, había hecho la escuela en Burdeos, aunque de familia vasca. Unos años de Medicina y después a Humanidades. Su pronunciación, su vocabulario, su dominio del idioma, le valieron cátedras y la Dirección del Instituto de Lenguas Vivas, con el primer peronismo. Allí conoció a mi madre, alumna bilingüe, hija de franceses, que había pasado por Ingeniería y había terminado pasándose a un estudio más llevadero. El profesor y la alumna, es la historia de amor que me precedió. En ese departamento había libros: ficción, historia, policiales y novelitas del Oeste. Ecléctico, seguro, el gusto lector. Para entender lo que secreteaban fui a la Alianza Francesa. Hice todos los cursos: diez, once años desde los siete. Escuela pública en la primaria y unas monjas sesentosas al principio de la secundaria. A mis quince murió mi padre y rechacé la beca que me ofrecían para seguir en esa escuela. Me fui a un bachillerato en Letras, Normal 1, recién estrenado en mi ciudad. Es que desde muy chica escribía, cuentos, con los personajes de las historietas mexicanas que leíamos. Y, por supuesto, el estímulo de toda mi generación: los clásicos volúmenes amarillos de la Colección Robin Hood. Teniendo un hermano varón salí beneficiada con las aventuras y él con los sentimientos. La cosa estaba muy diferenciada por entonces.
— Egresaste del bachillerato en Letras.
— Y pasé a la Facultad. Los tiempos se ponían oscuros, los adultos nos asustaban con la “política”, pero todos entramos en el juego. El que no era militante era despreciable, y advertimos cómo los padres venían a La Plata a llevarse de vuelta a sus hijos, a sacarlos del peligro inminente. Pero yo vivía a dos cuadras de la Facultad y vi venir la tragedia, aunque los detalles se supieron años después. El asunto es que el ’76 me encontró recién casada, con el escritor y periodista Jorge Goyeneche, a tres materias del título, sin trabajo y sin poder pagar el alquiler. Terminamos en una casa prestada, con un bebé y otro en camino, dando la última materia frente a Juan Carlos Ghiano, reemplazante de los profesores fugados o desaparecidos por la dictadura, con Pedro Luis Barcia en calidad de ayudante y sin que nos pasearan enchastrados en medio de bocinazos y alegría por toda la ciudad. Fuimos a buscar a nuestro bebé y luego a casa en medio de una atmósfera opresiva y silenciosa.
Entonces fue la docencia, para sobrevivir, y la revista “Humor Registrado” (y otras, “Sex Humor”, “Superhumor” y “Humi”, de Editorial La Urraca), para respirar. Unas pocas horas en colegios secundarios (privados; los del Estado eran revisados por “los servicios”), sin antigüedad y la familia que crecía, como está contado en “Mandorla”. En el encierro, como refugiados; en eso se fueron aquellos años. Y las notas publicadas, que nos daban diploma de periodistas, de escritores, el maravilloso ida y vuelta con los lectores, y la gente de la redacción, generosa y paciente. Escribíamos en casa y llevábamos la nota a Buenos Aires, si había que corregir, vuelta a La Plata y otro viaje a tu ciudad para entregarla. Pagaban bien, un artículo quincenal equivalía a cuatro horas mensuales, un curso, en secundaria. Por entonces empecé los borradores de mi primera novela, que me llevó, en suma, quince años. Borré mucho, quedó un librito informe, denso, pero fiel a la imagen que llevaba dentro, digo, de mí misma entonces. No puedo consignar otra cosa de mi transcurrir literario: ni reuniones, ni ateneos ni lecturas, ni presentaciones. La democracia nos encontró con treinta años, cuatro hijos, trabajo docente a destajo. “Humor” murió de menemismo. Nada la reemplazó, a no ser cierto espíritu satírico en “Página 12” y algún magazine televisivo. Instaló un tono para mirar la realidad, pulverizó para siempre la solemnidad militar. Ella hizo de mí una humorista.
— Una humorista.
— ¿Cómo tomarse en serio después? ¿Qué era de la vida literaria en mi ciudad? Arrasaban los talleres literarios. Que me perdonen, pero no creo en eso. Soy precámbrica. Los he dado, coordinado o dictado, pero siempre fracasé. Perdón. Creo que el único taller, la única escuela de literatura es la lectura, la lectura, y después, la lectura. Nunca te recibirás, es lo bueno. Nadie puede hacer que escribas. Debe ser una necesidad. Leí no hace mucho a las postfeministas, me deslumbré. Leí la bellísima novela “Ada” de Vladimir Nabokov; leí “La broma infinita” de David Foster Wallace, tremenda; leí una breve historia de la irlandesa Claire Keegan y sigo sorprendiéndome. Leer te rejuvenece.
Vuelvo. La generación siguiente, los jóvenes alfonsinistas nos pasaron por arriba. Compensábamos en el aula. La docencia es un arte, la comunicación con los jóvenes, el debate, la confrontación con los grandes textos, con los jarabes fuertes, el filo de la navaja que es la institución es tan tonificante para ellos como para el maestro. Pero es un trabajo de mierda. Dar treinta o cuarenta horas —yo no llegué a esos extremos— para redondear un salario es degradante. Te quema, te destruye. Los versos escritos en la libreta durante un parcial, las notas o ideas en los borradores de clase quedan como deudas con vos mismo. Con el escritor que debés ser.
Publiqué “Mandorla” en 2007 para romper el fuego; nunca creí en la edición solventada por el autor, pero me resigno. Todos escriben, todos publican, las grandes editoriales españolas devoran…
Hay que reinventarse. La poesía me llegó como tormenta en esos años. “Todas somos Frida” estaba para corregir y ya había textos para otro libro, en otra frecuencia, pero también estaba a la vista la jubilación, el retiro. Recién entonces me asomé a la vida social-literaria. Los jueves de lectura con Alicia Genovese y después con Fernando Molle en la Biblioteca Carriego, la clínica con Liliana Lukin en la Biblioteca Nacional me pusieron en contacto con otros seres que, básicamente, estaban en lo mismo. Y tan diferentes, únicos cada uno, con su lenguaje cifrado a cuestas, puliendo y oyendo. Mientras, una platita proveniente de los derechos de una Agenda ideada por Jorge y por mí, nos daba pie al sueño antiguo de fundar una pequeña editorial autosuficiente, donde el autor no cobra ni paga. Ni paga. La venta de cien o doscientos ejemplares financia al siguiente y así. Ocho títulos, narrativa breve, entre los que estuvo “Biblopista…”, mi novela policial-paródica-fantástica. Que se había ido difundiendo como folletín en la revista “Oliverio”. El hilo se cortó cuando publicamos una buena historia de escritor joven, uruguayo, que no se vendió. Pero siempre se puede retomar, creo.
Mi obra se completa con “Diario de inminencia”, que conecta con la primera novela en lo temático. Una autocrítica tierna de los años de juventud. ¿Y en qué estoy?: en la revisión de un volumen de cuentos donde me reconozco un poco más mainstream y dos novelas: una, breve, sobre la belleza y la mirada, y otra, sobre el mundillo de los que escriben y sus miserias. Y ese otro texto que mencioné al principio, para mi hermano. Los poemas, siempre. Dice Julia Kristeva que uno es feliz cuando está enamorado, cuando está en análisis y cuando escribe. ¿Qué más?
— Hablemos de tu personaje Doris Milano, ¿te parece? Y de esos tres casos que conforman la novela.
— Nace como personaje de folletín, destinado a aparecer por entregas en la revista “Oliverio”, de la Editorial Gárgola. Pero sólo el primer episodio, “Cheques y libros”. Después quise continuar y escribí dos episodios más, para completar una saga, donde se combinaran los clichés del policial y ese elemento fantástico que consiste en el poder de Doris de entrar en los libros y ser testigo de tramas famosas, que sucede en el primer episodio. Para cumplir el encargo de una multinacional que la contrata, Doris se mete, con ayuda de su amigo Florén (recuerdo de la librería Ameghino, de la calle Talcahuano), en “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato, “Adán Buenosayres” de Leopoldo Marechal, “Los siete locos” de Roberto Arlt, cuentos de Julio Cortázar y Horacio Quiroga, descubriendo qué había allí que le hubiera dado tanto.
En el segundo se mete en los manuales de gramática escolares y las aventuras de Emilio Salgari, por encargo de un ex alumno a quien los libros habían hecho desdichado, y en el tercero debe escribir un libro en base al cuaderno de notas de su esposo presuntamente suicida y entrar en él para desentrañar un caso de corrupción en el Senado. Una especie de recorrido por los formatos y las posibilidades de su don, rondando siempre lectura y escritura como llaves para develar sentido. Me divertí escribiendo, me desafié, con el género, y me lo publiqué en nuestra Editorial Parque Moebius, una tirada de cien ejemplares. Cosa de que termine convirtiéndose en una lectura de culto, como se dice. Inhallable.
Curiosamente también tuve algunas grandes satisfacciones directas, como no suele ocurrirles a los escritores. Un conocido, periodista, y autor de libros de investigación, quedó fascinado con el último episodio. Una amiga encontró una referencia a una historieta, de una revista infantil que no volví a ver en ningún lado. Puesta como tantas, como una botella en el mar. Y un programa de radio. El escritor Esteban Ripa Mascaro me llamó para un reportaje; la lectura que habían hecho de “Biblopista” fue minuciosa y gozada. Creo que ya mencioné mi pasión adolescente por los policiales, sobre todo las autoras, no sólo Ágatha Christie, sino también Margery Allingham, Dorothy L. Sayers y otros clásicos como Rex Stout, Ellery Queen, James H. Chase. Me prestaban los tomos rojos de Editorial Aguilar. Probablemente la persistencia de un personaje en distintas tramas me retenía en el mundo de la historieta infantil. La actual preeminencia de las series de tv demuestra este gusto que tenemos todos, creo. Umberto Eco las estudió, sus particulares leyes de narración, las cronologías, etc.
— “Agenda de los escritores en el tiempo”. Con sucesivas ediciones, desde 2004 y continúa. ¿Nos describís la iniciativa, las características de cada presentación, los criterios adoptados?
— La agenda surgió cuando Jorge dirigía “Oliverio” y la editorial buscaba productos que la visibilizaran un poco más. Realmente fue un tour de force. Presuponer que hay un hecho literario para cada día del año era una tesis a demostrar. Y era así nomás. En 2004 los sitios de internet no eran tan desbordantes como ahora y rastrear qué había ocurrido de importante para las letras, por ejemplo, el 13 de noviembre, tampoco era fácil. Por el contrario, hay días en que las muertes, nacimientos, o acontecimientos rastreables protagonizados por escritores sobran, entonces hay que elegir y cuesta quedarse con Eliot o Abelardo Castillo: a veces iban los dos. En fin, después elegimos una frase o verso de alguno de los implicados en cada página (tres días cada una). La idea era que usándola, leyeras un fragmento de un escritor como si fuera un augurio, una reflexión, un horóscopo de tu día. Funciona, claro que sí. Se completaba con láminas: en la portada siempre hubo una pintura relacionada con los libros o la lectura, antes del inicio de las estaciones una pintura alusiva (el 2008 todo de Giuseppe Arcimboldo), y antes del índice telefónico una ilustración o dibujo de tema urbano. En el reverso de cada lámina un fragmento más largo sobre el tiempo, las estaciones, y así. Un objeto bello y súper kitsch, que nos puso como seleccionadores de textos en todas las cadenas de librerías. La agenda después pasó a manos de la editorial, nos compraron los derechos. Ahora la hacen atemporal, creo, este año no la vi, no pasamos a recoger nuestros ejemplares. El pequeño capital obtenido fue a solventar los primeros cuatro títulos de Parque Moebius.
— Con Jorge Goyeneche has encarado otras responsabilidades: por ejemplo, la edición y corrección de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, para el sello “De los Cuatro Vientos”.
— Sí, habían comprado los derechos de Proust en español y había que revisar y corregir los siete tomos. Fue un trabajo de verano, en la PC grande, una puesta al día con esa lectura simplemente grandiosa. No la tenía hecha sistemáticamente, sólo en partes y en francés. Casi todo el trabajo consistió en correcciones tipográficas y en algunas decisiones con respecto a la variante neutra del español. Integrar y repasar ese mundo fue una de esas experiencias literarias que supongo análogas a subir al Everest o correr maratones. Puro placer y dificultad a vencer, como querían los griegos.
— Al menos uno de tus hijos, Jo Goyeneche, me entera Internet, se halla en plena vinculación con el mundo artístico: es poeta y músico de rock.
— Jo es José Ignacio, el tercero de mis hijos, el músico. Estudió en Bellas Artes, en La Plata, se especializó en violoncelo y durante sus estudios armó varias bandas. Es el cantante y autor de “Valentín y los Volcanes”. Se inscriben en la larga lista de bandas platenses, una tradición que tiene que ver con el rock y el hipismo, el rock comprometido o con contenido, y más cerca, el pop. Indie pop es su línea, creo. Por mi parte le agradezco mencionar siempre, en cada entrevista (y las hay por todo lo alto) el medio en que creció, los libros, el rock nacional que sonaba en casa, las guitarras, Silvio Rodríguez, la discusión permanente del hecho artístico en todas sus variantes. Sus letras son maravillosas, pequeñas joyas hechas canción.
También Martín, el mayor, docente de profesión, es escritor: cuentos, poemas y novela. El camino difícil. Luis podría escribir cuando lo quisiera, vaya a saber si no lo hace. Por suerte el menor, Tomás, tiene toda la habilidad manual que hace falta para sobrevivir. Y todos cocinan bien.
Leerse entre los miembros de una familia es una aventura fuerte. Sobre todo si cumplen con la premisa de Kafka, sobre el mar helado que llevamos dentro y cómo la literatura debe ser un hachazo que lo quiebre.
— Bien vale que nos detengamos en aquella pieza humorística que obtuviera en 1989 el Primer Premio en el Festival Nacional de Teatro Independiente, auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Nación, de la Municipalidad de Buenos Aires y del Fondo Nacional de las Artes.
—“De dulce de leche y de chocolate”, para nada una obra infantil, nació como creación colectiva que necesitaba texto. Y allí fuimos. Ya se acercaban las elecciones del ‘83, y se respiraba con más distensión. El tema era la venta, así que propusimos varios episodios o sketches. La venta del alma, la venta de defectos, la venta de aventuras, del cuerpo, de una idea política. La estructura, ninguna, una suma ácida de situaciones que nos daban felicidad. Desestructurada y eficaz, terminaba con una canción que preparaba al público a depositar en una gorra el monto que mereciera lo que acababa de ver. Estuvo en cartel una década, cambió tres o cuatro veces el elenco (Ricardo Matheos, Diego Aroza, Claudia Ortiz, Luis Rende, Marcelo Allegro, Graciela Andrini), era para una actriz y dos actores y luego se adaptó para dos actores. La dirigió Daniel Dalmaroni.
Se hizo en plazas y universidades, en el pasaje Dardo Rocha y en tu ciudad, en el Centro Cultural Rojas. Ya funcionaba sola. Hacer teatro, desde el guión, pasando por la dirección, hasta la interpretación, es un trabajo de equipo, de grupo. La antítesis de la escritura, hecha en soledad y sujeción al propio arbitrio de la gana y el subconsciente. En los ensayos y en cada decisión está la discusión, la persuasión, el consenso finalmente para avanzar. Y se va juzgando a medida que crece, que avanza hacia el estreno. Hay una tensión y una adrenalina que imponen la satisfacción. Inmediata. Y se puede corregir, se puede tener una función mediocre y otra sublime. Hay amistad, lazos y enemistades profundas también. Siendo dos autores, la primera prueba estaba entre nosotros, y éramos implacables. Esta obra está ligada en mi recuerdo al regreso a la democracia, al estreno, diría yo, de una nueva era. La risa en las funciones era una risa enorme, completa.
Escribimos más juntos: otra obra que se ensayó pero nunca se estrenó, y guiones para una miniserie que una cooperativa del interior empezó a filmar y de la que no vimos nada, y para la actriz Juana Molina y la serie televisiva “Chachacha”. Esto a principios de los noventa. No teníamos ni teléfono fijo en casa para contactar y concertar citas. Y al mismo tiempo sumábamos unas sesenta horas de clase entre los dos. Y la familia. Creo que en ese campo las cosas se dieron a destiempo. Es un medio en el que hay que estar, esperar a los productores, trabajar in situ y entregar antes que te lo pidan. Nada de eso podíamos. No puedo menos que achacar estas frustraciones —más allá de saber que pudo haber sido peor— a la dictadura, que nos comió esos años en que uno se afianza y va sembrando.
— ¿Qué opinás respecto de que les hayan otorgado el Premio Nobel de Literatura a la periodista Svetlana Alexiévich (en 2015) y al cantautor Bob Dylan (en 2016)?
— Ambos tienen en común una especie de corrimiento con respecto a lo que es literatura libresca, en rigor. Digo que ella es cronista, periodista de origen y su obra consiste en una polifonía de testimonios de hechos enormes para un pueblo: guerras o catástrofes como Chernóbil. No la he leído, no hay mucho traducido y tampoco entra en mi foco de predilecciones. Estoy más a gusto con la ficción, la invención; el trabajo con el lenguaje me parece más cercano a la poiesis que la crónica al pie de los hechos. Está claro que cuando algo muy grave le ocurre a una generación en un lugar dado, lo más urgente será comunicar, fiel y vívidamente lo que pasó. Después llegará, como sublimación, otro estatus. Como ejemplo menciono a “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, una obra maestra de síntesis, de expresión, de densidad de contenido, y que encierra el pasado de México como en una cifra. En la otra punta, “El diario de Anna Frank” es un pedazo de vida, sin retoques, sin pretensiones, y resulta ser lo más representativo de un drama tremendo escrito jamás. Otra premiada reciente, Herta Müller, está más cerca de ese ideal que señalo. Ella reconoce influencias del realismo mágico, sus personajes son su creación y la poesía tiñe —pienso en “La bestia del corazón”—las páginas de la novela al mismo tiempo que retrata una dictadura y lo que ocurre con un grupo de estudiantes.
Por su parte, Dylan, es un cantautor, su espectro es masivo, sus letras, sencillas, lo que no impide un lirismo y una eficacia considerables. Si aquella es la cronista, éste es el juglar o trovador, dos formatos de la oralidad primitiva. ¿Será casual? ¿O como lo vio Umberto Eco son consecuencias de un revival del Medioevo, de una nueva oralidad? Tal vez, leemos historias que pasaron ahorita nomás, a gente como nosotros, lejos, muy lejos, pero esas distancias se anulan en la actualidad, y vamos a las grandes plazas urbanas para escuchar, muy bien gracias a los tremendos equipos amplificadores, a los trovadores que cantan lo eterno.
No fui gran fan de Bob. En mi adolescencia, en los setenta, la música en inglés nos parecía alienante y opresora. Sí Los Beatles, pero no me satisfacía no saber qué estaban diciendo. Me acuerdo haberle prestado un disco a una tía, profe de inglés para que me tradujera, “sacara” las letras. Consideré que eran muy básicas y justo entonces apareció Joan Manuel Serrat con Antonio Machado, Miguel Hernández y Rafael Alberti. La canción latinoamericana se reinventó con la poesía de Silvio Rodríguez y sí, me habré perdido mucho de la música, pero sin duda, entender qué se canta: la ausencia, la rebeldía, el alcohol, también importa.
— ¿Qué podrías decir de la poesía que se está escribiendo ahora en tu ciudad y localidades aledañas?
— No estoy frecuentando las tertulias, presentaciones y lecturas. La Plata es una ciudad inestable al respecto. A veces tenés ciclos de poesía los jueves, por ejemplo, y a otro grupo se le ocurre dar alguna charla, un jueves. Quiero decir que no hay una actividad profesional, o sostenida. Tampoco una tradición. La escena languidece. Quizás se deba a que la escritura es —creo que ya lo dije más arriba— una actividad solitaria, que no se da mucho con lo social. Leerse unos a otros es cortesía, hacer la devolución consiguiente es de rigor, por lo menos yo me lo propongo, me gusta hacer crítica, tengo formación, pero más allá ¿qué hay? ¿lectores comunes?¿el grande o pequeño público lector de poesía? La distribución es nula y nula la promoción. Los programas de radio sobre poesía están y participan de lo mismo: ¿quién escucha? Creo que existe la amistad y si esos amigos son poetas allí estamos y nos leemos y escuchamos. O comentamos lecturas: Erri De Luca, Tomas Tranströmer, Pascal Quignard, y lo que vayamos descubriendo. No quiero dejar de mencionar al más grande de los últimos, en La Plata: Horacio Preler [1929-2015].
— En el relato “El maestro de escuela de pueblo” de Franz Kafka leo: “Las razones del éxito y del fracaso son siempre equívocas.” ¿Siempre son equívocas?…
— No lo sé, habría que definir ambos conceptos. Quizá el éxito que llega por razones equívocas nos caiga bien de todas formas. Y los fracasos siempre serán injustos. Creo que los mejores éxitos siempre son íntimos, a solas, conocidos sólo por uno mismo. De todos modos, no son categorías que desee aplicar a mi vida, en todo caso coincido con K en que nunca sabremos a qué atribuir uno u otro resultado a nuestras acciones.
— ¿Acordás con que un escritor escribe un mismo libro a lo largo de dos o más volúmenes?
— Acuerdo, en principio, sí. A lo sumo escribe los dos o tres mismos libros siempre. Algunas pocas líneas constituyen el meollo sin duda, de toda obra más o menos extensa. O se escribe la preparación de un libro capital que llega después, en la plenitud o más tarde, en el momento justo que precede al declive. Cervantes, ensaya El Quijote una y otra vez y después ensambla, ajusta todo su material en una obra sola. También Wallace escribe y escribe sobre la sociedad norteamericana y sus sombras, una y otra vez y finalmente compone una gran sinfonía que incluye todo, y se mata, cerca de los cincuenta años. Pero, de otra forma, algunos ejemplos hay de obras, novelas digo, que se parecen como hermanas: Patrick Modiano conserva el mismo tono, la misma calaña de personaje en tramas distintas, pequeñas historias que no difieren demasiado de la gran trilogía de la ocupación. De alguna manera ahí concentra sus talentos, pero en las otras agrega y amplía, hace variaciones. Otro autor que prueba y prueba es J. G. Ballard. Sus utopías negativas se centran en el agua, en el ambientalismo, en los condominios o las autopistas, como si ninguna agotara la imagen que puede adoptar un futuro desgraciado para la humanidad.
En cuanto a mí, los dos libros de poesía son diferentes en muchas cosas. El lenguaje neobarroco de Frida está, creo, en otros poemas inéditos, sé que es una de mis inflexiones. Mientras “Diario de inminencia” retoma imágenes y procedimientos de “Mandorla”, que es prosa. Supongo que escribiendo disponemos de un repertorio limitado de obsesiones y lo vamos desplegando.
— En un ensayo de Sergio Olguín y Claudio Zeiger (“La narrativa como programa. Compromiso y eficacia”), afirman: “…Haroldo Conti encontró en Pavese un modelo de escritura a seguir…” ¿Has encontrado, Genoveva, en determinado escritor un modelo de escritura a seguir?
— En línea con la respuesta anterior, opino que para cada una de esas posibilidades de expresión que puede ejercer el escritor hay una o varias referencias explícitas o subconscientes que lo marcan. Como homenajes o tareas que hace en su orfandad, para complacer al maestro. Que no es otro que la experiencia lectora activa que tuvo en sus lecturas previas. En mi caso, las peripecias de las lecturas infantiles y juveniles, los poetas rotundos como Miguel Hernández y César Vallejo, y en otro extremo los humoristas de costumbres, ingleses o franceses. Creo que los une el impacto, la sorpresa, el ingenio.
Los Lamborghini, Leónidas y Osvaldo, en poesía, efectismo, profundidad, dramatismo, transgresión, incluso fealdad, y contraste. Georges Pérec es un maestro, pero también Daniel Pennac. Me hubiera gustado escribir “El escupido”, del dominicano Manuel del Cabral.
Me interesan especialmente algunas mujeres que exploran modos narrativos específicos del género como Doris Lessing. Y me culpo por no encontrar inspiración en algunos consagrados.
— ¿Expandimos acá algo de lo que se sabe, públicamente, poco?: tu condición de traductora de francés.
— Soy hija de francófonos. Mi padre vivió en Burdeos —como ya conté— hasta los trece años, y mi madre en el campo, cerca de Junín, provincia de Buenos Aires, con sus padres inmigrantes, oriundos de Ardèche. Mi abuela materna daba clases de francés a las hijas de los estancieros y se llevaba con ella a sus dos hijas, que siguieron después sus estudios en La Plata, en la universidad. Allí conoció ella a mi padre. El idioma de mi infancia es de léxico francés y sintaxis española. Mis primeros libros fueron los de Hachette, después las comptines, las novelitas rosa de mi abuela, y Jacques Prévert, Eugène Ionesco y la gramática de toda la Alianza Francesa. Sumemos los cuatro niveles de latín (y los cuatro de griego).
Pero soy traductora natural, no he dejado nunca de leer mucho en francés. Traduje a Paul Valéry y a César Chesneau Du Marsais, un filósofo de la ilustración para Saltana, el sitio web de traducción.
— ¿Cuáles creés que son los elementos que determinan tu poesía? ¿A qué valores poéticos adscribís?
— Retomo lo dicho: ruptura en la expresión, búsqueda de efecto, coloquialismo y cultismo. Sátira. Me conmueve el abismo de lo cotidiano, el vacío apabullante del presente, y quiero dejar constancia. Poesía irónica, que despoje lo obvio de su obviedad. No sé, es difícil describirse cuando apenas se puede atrapar una visión de lo fugaz que nos roza.
— Animales legendarios: ¿Tritón, salamandra, lamia, leviatán o hidra?
— Salamandra, sin dudar. No dejo de mirar el fuego con la esperanza de verla alguna vez.
— Rodolfo Walsh explicó: “Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda”. ¿Has evolucionado lenta o muy lentamente en algún aspecto?
— Ambos —y todos los ismos— son meros. Hemos evolucionado a las patadas pero no sé si a la izquierda. Tampoco ciertamente a la derecha. Una se ha revelado incapaz de armar una sociedad justa que perdure, avance y se adapte a los tiempos. La otra ha demostrado ser la única ley en occidente. Los líderes del pueblo, apenas tienen una punta del lienzo del poder se transforman en potentados que viven a cuerpo de rey. ¿No era que el capitalismo…? Se ponen a consumir como desaforados y acumulan riqueza para tres generaciones. La hipocresía y la mentira se escondieron detrás de las ideologías. Como se sabe, Aldous Huxley le ganó a George Orwell. El capitalismo es cruel y opresivo también, pero ¡voluntario!
Creo que hay dos o tres principios (que podrían ser los del cristianismo original: amar al prójimo, despojarse de lo superfluo, no matar) que suenan a utopía descabellada tal como están las cosas. ¿Qué tal un poder diluido al máximo posible y una burocracia implacable y anónima que distribuyera de tal forma que la brecha entre ricos y pobres se achicara hasta borrarse o poco menos, y fuera sólo una brecha de responsabilidades? Ja.
*Escritor argentino, autor de, entre otros librtros Obras completas en verso hasta acá, De mi mayor estigma, Trompifai, “Fundido encadenado,Picado contrapicado, Tomavistas, Propaga, Ardua, Pictórica, Desecho e izquierdo, Sopita, Leo y escribo, Del franelero popular, Ripio, Corona de calor (poesía); Las piezas de un teatro” (dramaturgia); Historietas del amor, Muestra en prosa (cuentos y relatos); El Revagliastés (antología poética personal), Revagliatti–Antología Poética (con selección y prólogo de Eduardo Dalter).