Gerardo Lewin: Siglos de endogamia no pasan sin dejar huella
Poeta y traductor, Gerardo Lewin ha incursionado en la dramaturgia y en la narrativa breve. Con nosotros rememora, por ejemplo, su etapa como actor en filmes y piezas teatrales, así como docente teatral tanto en la Argentina como en Israel; y evoca cierta propuesta innovadora de la que fue corresponsable a principios de este siglo: “El Orate y la Musa”.
— ¿Has tenido durante tu formación teatral algún maestro o maestra “inolvidable”? ¿Qué te resultaba más grato e ingrato en la juventud y cómo es en la madurez? ¿Volverías a cursar por los andariveles “oficiales” o te inclinarías por la capacitación por fuera de la que provee el Estado?
— La verdad es que llegué al teatro por casualidad y no por vocación. Lo hice porque creía que me ayudaría a superar mis problemas de timidez y expresividad. Para decirlo más claramente, especulé con que estudiar teatro haría de mi un galán más (o al menos mínimamente) eficiente. Tuve mucha suerte con mis maestros: tengo un magnífico recuerdo de Víctor Bruno, nuestro profesor de actuación hasta el segundo año, así como de quien lo sucedió hasta quinto, Nina Cortese (si a alguien le cabe el adjetivo inolvidable es a ella: no sólo nos inició en el conocimiento de autores ignorados por nosotros, sino que me estimuló en la escritura y la frecuentación de la poesía).
No puedo dejar de mencionar a un genio que tuvimos y que pasó desapercibido: Roque de Pedro, nuestro profesor de música. La experiencia teatral puede ser muy grata o aterradora, casi como cualquier religión. La ebriedad de adrenalina que proporciona el escenario, según cómo lo procesa cada quien, puede llevarte a la cima del arte o destruirte.
Sobre lo que resulta o no agradable en las distintas etapas de la vida, afirmo que prefiero ser quien soy, a la fecha. Agradezco que —en este universo— el sentido del tiempo sea único. La diferencia entre mis edades de hombre puede expresarse en una sola frase de inspiración socrática: antes no sabía nada y ahora sé que nunca lo sabré. La diferencia es la ansiedad por saber o, si lo preferís, la angustia por no saber, que es distinta de la curiosidad. Saber, ¿qué? Todo: qué hay después de la muerte, si es posible que exista una sociedad más justa, cómo lograr el corazón de las mujeres, cómo escribir el mejor poema del mundo. Hoy sé que esas preguntas no tienen respuesta o tienen infinitas respuestas, lo mismo da.
Respecto a la educación o la capacitación, como la llamás…, al contrario de lo que me inculcaron mis padres, la educación es una posesión volátil. Más en estos días. Poco de lo que aprendí me sirve para algo. Sé que me capacité para múltiples tareas, pero a fin de cuentas sólo realizo algunas pocas. La rutina, la monotonía y el mecanicismo son también maestros: cuando efectuamos un acto y no sabemos ya cuántas veces lo hicimos anteriormente, es probable que podamos considerarnos expertos. Aunque sea en el arte de subir las escaleras de la casa en la oscuridad. No es necesario acudir a ninguna escuela ni suscribirse a algún taller para lograr eso.
— ¿Cómo eras —nos preguntamos los que te conocimos recién cuando exponías tu poética en cafés literarios— entre 1977 y 1985, en tu período de actor en los teatros Payró, del Centro (en Buenos Aires) y en los de la ciudad de Tel Aviv? ¿Cómo eras cuando interviniste en el largometraje “El infierno tan temido” de Raúl de la Torre, y cuando premiaron tu labor —IX Concurso Internacional de Cine Amateur de la República Argentina— en el cortometraje “La pared” de Eduardo Feller? ¿Por qué no persististe en la carrera teatral? ¿Llegaste a dirigir?
— Era un pibe muy a la deriva, con muchas ilusiones y un poco de ego. Lo que rescato de esos años es el aprendizaje del disfrute, en lo que a la poesía se refiere. El disfrute de lo milagroso, lo maravilloso del arte. Participar en los reductos que le daban a los poetas la posibilidad de leer era emocionante. Yo guardo un recuerdo muy agradecido, por ejemplo, a las chicas organizadoras del Ciclo de Poesía “Zapatos Rojos”. Para mí, leer un poema ante un auditorio era tocar el cielo con las manos. No exagero: para mí fue una revelación.
Mi labor como actor fue corta y concluyente: soy tímido, cerrado y en el teatro tiendo a mirar sólo el
texto y su calidad literaria. El actor nato pone en juego su cuerpo, cierto grado de exhibicionismo del que creo carecer o al que supongo no me atrevo a alcanzar. El premio que mencionás bien pudo haberse declarado desierto. Sin embargo, cada tanto me echo un poco de sal en la herida y fantaseo con dirigir teatro. Otro modo de acercarme a lo teatral fue a través de la traducción: he intentado interesar a directores en montar piezas teatrales de dramaturgos israelíes. Hasta ahora, no logré convencer a ninguno.
— Has sido docente de teatro durante la década del ‘80 en instituciones, organizaciones, centros educativos. ¿Te complacía ese rol? En 2007 retornaste a él cuando estuviste a cargo de un Taller de Declamación destinado a poetas y actores, auspiciado por el Centro de Estudiantes de la Facultad de Farmacia, de la Universidad de Buenos Aires. Sé que en el horizonte de la iniciativa cabía responder este par de inquietudes: “¿Cómo decir un poema? ¿Qué mecanismos se ponen en juego?”.
— La docencia fue algo muy divertido que me permitió subsistir durante bastante tiempo sin necesidad de trabajar demasiado. No era, sin embargo, un rol que me complaciera; y decidí abandonarlo. Me faltó paciencia y método para ser un buen docente. Distinta fue la experiencia del taller de declamación, porque respondió a una inquietud mía, en un momento en que podía plantearme una experiencia “docente” sin necesidad económica de por medio. De hecho, lo planteé como un taller gratuito, porque consideraba que no estaba enseñando, sino liderando un aprendizaje en el que yo mismo estab
a incluido. El taller recorría aspectos como la dicción, la proyección de la voz, el ritmo, la versificación.
Cómo articular ese andamiaje con la emoción. Estaba planteado desde una óptica un tanto privilegiada, porque yo había vivido en ambos mundos: el de la poesía y el del teatro. Por eso el taller se dirigía tanto a actores como a poetas. Trataba de tomar una doble distancia. Por un lado, de los poetas, ya que muchos leen horrible —probablemente, algunos, adrede—. Hay quienes suelen establecer que lo importante son las palabras y que en la lectura debe licuarse toda sombra de pathos.
Por el contrario, para el actor (en especial los actores del método) lo importante es su expresividad, sus emociones, su voz. Cosa que hace que, muchas veces, un actor no entienda siquiera de qué trata el poema. Hubo en nuestro país una tradición de declamadores, actores que tenían una sensibilidad y una inteligencia especial para encarar un poema como una pequeña escena. Me remito, claro, a Berta Singerman, pero también a Inda Ledesma, Alfredo Alcón (quien ofrecía recitales de poesía
) y otros menos sospechables de operar en el rubro declamatorio: Héctor Alterio o Luis Brandoni. Humildemente, el taller se planteaba retomar ese hilo.
— ¿Tu única incursión en la dramaturgia ha sido con la farsa policial“Nieblas del Támesis”? Supongo que no se ha estrenado y que permanece inédita. ¿Es así? ¿Hay alguna otra pieza por allí, acaso abandonada?
— No hay ninguna otra, por ahora. Se me ocurren argumentos de posibles piezas —de hecho, durante años quise escribir una de ficción fantástica alrededor de la figura de Leopoldo Lugones—. “Nieblas…” es una obra de juventud que, con la excusa de la farsa y la parodia a las viejas películas policiales negras, habla de la historia de la violencia en la Argentina. Es un poco extraña en cuanto a las escenografías: un bar, un laboratorio decimonónico, un estudio de radio, un museo, un tren en marcha… Escenarios que apelan a los clichés de las películas de misterio. Es para un elenco de entre seis y ocho actores: hay un detective privado, una cantante, un científico loco, un músico jorobado… Se la he ofrecido a varios directores. Todos la alaban, quiero creer que con sinceridad. Nadie la monta.
— Ignoro si te propusiste la redacción de alguna novela, pero “me suena” que sí tenés cuentos o relatos. ¿Cuál es esa producción más secreta? ¿De qué trata?
— Sí, tengo cuentos a los que quiero mucho. He estado pergeñando una serie de crónicas titulada “Atención obsesivos de Caballito y alrededores”. Me cuesta, confieso, salir de la situación poética y pasar a una instancia puramente narrativa. Escribí cuentos en los que yo mismo era el protagonista: la muerte de mi padre, encuentros con amigos, un tío esquizofrénico… Mi producción más secreta son los poemas que vengo escribiendo desde hace años y que olvido. De pronto abro un cajón, reviso una carpeta y leo: pucha, cómo pude no ver aquí el poema escondido. Los que creo mejores surgen de ese encuentro con ideas relegadas, perdidas. Es como si revisitara la obra de algún otro, el regalo inesperado de un desconocido.
— Entre otras labores de traducción, una me llama la atención: la que realizaste para la televisión israelí.
— Fue una de esas cosas fortuitas que surgen. Ocurrió que gente de la colectividad quiso armar aquí una repetidora de programas israelíes. Por una cadena de amigos me reclutaron como traductor. Como tengo cierta facilidad para la comedia, me encargaron el subtitulado de un programa de entrevistas de un cantante, un tal Guidi Gov, personaje muy en el estilo Woody Allen (su esposa, Anat Gov, dramaturga fallecida a fines de 2012, es la autora de “Oh, Dios mío”, representada en Buenos Aires). A pesar de lo modesto del puesto, fue para mí una instancia seminal, porque me obligó a traducir canciones, que en realidad eran poemas musicalizados. Ése fue el germen de mi blog.
— ¿Por qué permanecen inéditos un par de poemarios? ¿Qué sesgo tiene “Tránsito” (qué transita)?
— El poemario “Tránsito” permanece inédito porque mutó y se mutiló. Ahí anda, recuperándose. “Tránsito” alude al tránsito de vehículos en una calle porteña y en simultánea a la idea mística de “tránsito”, en el sentido de pasaje directo de un plano de existencia a otro, más espiritual. Así, se habla del tránsito de la Virgen, de Mahoma o del profeta Elías: seres que sin sufrir la muerte física pasaron al más allá. Permanece inédito porque todo ese material que mencionás, que se refería a íconos culturales (series televisivas, personajes de historietas, etc.) cobró volumen y peso específico y emigró al otro libro inédito: “Nombre impropio”. “Tránsito” queda, entonces, como un poemario íntimo, mayormente poemas que hablan sobre el amor y otras desdichas.
Permanece inédito, además, porque el poeta Javier Cófreces tuvo la inconsulta idea de publicar un poemario con ese mismo título, “Tránsito”. Un libro muy feliz, por cierto. Consideré que ya era demasiado el exponer al exiguo público de lectores de poesía a un mismo título en el transcurso de un siglo, lo cual podía dar lugar a confusiones o malas interpretaciones. No quisiera yo recibir, sin merecerlo, los halagos por el libro de Cófreces ni menos aun —por supuesto— que él reciba los denuestos que me sean destinados.
Entonces “Nombre impropio” se quedó con todos esos textos cuyos referentes son personajes de series,
de historietas, de películas… Creo que constituyen, en definitiva, un rebusque actoral, a la manera de monólogos. La lista fue creciendo: un hombre lobo, un zombi, Richard Kimble (el fugitivo) y su triángulo enemigo: el hombre manco y el inspector Gerard. Están la novia de Frankenstein, Isidoro Cañones, Shemp Howard (el menos transitado de los tres chiflados), Micky Mouse, Los Invasores, El Túnel del Tiempo… En todos los casos hay un cariño por lo fantástico, por un mundo imposible en el que quisiera residir, una variante del tránsito hacia una dimensión, si no desconocida, al menos poco frecuentada.
— Tu “Amores muertos” lleva en su contratapa un impecable texto del poeta Alejandro Méndez Casariego. Y fue editado bajo el sello que dio nombre a una revista de poesía: “El Jabalí”. La editorial estaba a cargo de otro poeta: Daniel Chirom (co-director de la revista), ya fallecido, y como vos, Gerardo, nacido en Buenos Aires en 1955. Imagino que eran muy amigos y se conocerían desde jóvenes.
— Con respecto al texto de Alejandro, presumo que lo tiñe un sentido de amistad que valoro, y obnubila su juicio. En cuanto al querido Daniel Chirom, es cierto que llegamos a ser amigos, aunque no nos conocimos sino después de su presentación en “El Orate y La Musa”. Hubo una afinidad concerniente a nuestra cercanía a lo judío. La gente pensaba que éramos hermanos o primos, puesto que existía entre nosotros parecido físico.
Quizá lo fuéramos, como reza cierto humor paisano: siglos de endogamia no pasan sin dejar huella. Su
decisión de editarme fue producto de su confianza en mí como persona, más que de su apreciación literaria. Le agradecí y aún le agradezco profundamente ese gesto. ¿Qué más decir? Era un tipo extraordinario, su muerte ensombreció un poco más el mundo: hasta el final supo reír, apreciar una charla o el cuerpo de una mujer bonita.
— ¿A qué traductores al castellano de poesía hebrea tenés como referentes? ¿Qué tipo de dificultades predominan en la traslación del hebreo al castellano?
— Los colegas que me enseñaron y me aportaron son nombres desconocidos para la mayoría de los lectores, pero es una buena ocasión para mencionarlos: Eliezer Nowodworski, Raquel García Lozano (que ha traducido toda la obra de Jehuda Amijai al español) y Ana Bejarano, quien me impulsó a seguir adelante en esta vidriosa profesión. La traducción del hebreo al castellano es casi una ciencia en sí misma, y a sus abanderados se los denomina hebraístas. Los hay desde la época del rey Alfonso El Sabio y su Escuela de Traductores de Toledo, que aún subsiste como un punto de encuentro entre las tres culturas ibéricas: la latina, la arábiga y la hebrea.
Sin ser un experto, creo que el principal problema que tiene la traducción del hebreo al español es un derivado del principal problema que tiene el hebreo mismo, y es la confrontación entre un idioma litúrgico y sacralizado y una lengua de uso cotidiano y práctico. ¿Cómo se pasa de lo sagrado a lo profano? Es frecuente hallar en escritores hebreos referencias y citas bíblicas. ¿Cómo traducirlas? ¿Usando Reina Valera o la Biblia de Jerusalén?
—¿Qué motivos te impulsaron a residir en Israel y qué decidió tu retorno? ¿Estuviste en otros países?
— Lograr una beca para un máster en dirección teatral en la Universidad de Tel Aviv. Si bien no obtuve ese título, pude estudiar como alumno supernumerario en la carrera del Máster. La Universidad genera sus propias puestas, tiene un elenco de directores residentes y se vive el espíritu candente de la producción teatral real, no en un laboratorio sobre una torre de marfil. Mi retorno tuvo que ver con cierto hartazgo del conflicto y de lo bélico. No estuve en otros países, excepto aquellos que visité con mi imaginación. Que tampoco han sido muchos.
— “El Orate y La Musa” fue una propuesta innovadora. Ciclo en donde el protagonista era un poeta invitado, se lo entrevistaba largamente y él leía sus textos. ParticiparonRoberto D. Malatesta, Irene Gruss, Javier Adúriz, Griselda García, Luis Raúl Calvo, Leonor Silvestri, Laura Yasan, Jorge Fondebrider, Paulina Vínderman, Alberto Muñoz, Santiago Sylvester, Susana Szwarc, Fabián Casas, Inés Manzano, Jorge Santiago Perednik… ¿Quiénes fundaron el Ciclo y qué otros poetas integraron la nómina de coordinadores en diferentes etapas? ¿Qué te ha dejado aquel trajín?
— Estoy de acuerdo en que fue una propuesta innovadora, casi a pesar nuestro. La nota la dio el espíritu de aprendizaje: nuestra intención (la mía, al menos) era aprender, preguntar, conocer. Abordábamos a los poetas desde la humildad total y el acercamiento era de respeto, de indagación y, si me apurás un poco, también de homenaje. Lo único que quedó de esos encuentros fueron las fotos y la amistad.
A la lista que mencionás agrego a Leopoldo (Teuco) Castilla, Graciela Zannini, Amadeo Gravino, Tamara Kamenszain, Héctor Miguel Ángeli, Alejandrina Devescovi, Rodolfo Edwards, María Rosa Maldonado, Leonardo Martínez, Daniel R. Mourelle, Claudia Masin, Héctor Urruspuru (nuestro primer invitado), Esteban Charpentier, Miguel Gaya, Pedro Mairal, Esteban Moore, Gerardo Gambolini, Silvia N. Pastrana, José Luis Mangieri, Guillermo Saavedra, María del Carmen Colombo, Rodolfo Godino, Flavio Crescenzi, María Malusardi, Daniel Chirom, Rolando Revagliatti…
Seguramente olvido, también yo, algunos nombres. Los otros dos fundadores del Ciclo, en 2002, fueron Alejandro Méndez Casariego y José Emilio Tallarico. Seguimos hasta 2005.Tuvo una breve resurrección en 2007. Intervinieron en la organización y coordinación, por lapsos, Myriam Rosenberg, Graciela Tustanosky, Fabián Cerezo, Rubén Andrés Arribas y Pablo Javier Resa.¿Qué me ha dejado aquel trajín?: hermosos recuerdos, grandes poemas, el mejor y el más pleno sentido de la palabra.
Ficha
Gerardo Lewin nació el 20 de diciembre de 1955 en la ciudad de Buenos Aires (donde reside), la Argentina. Recibiendo el título de Actor Nacional egresó en 1980 de la Escuela Nacional de Arte Dramático. Establecido en Israel, cursa en 1984 estudios de Máster en Dirección Teatral en la Universidad de Tel Aviv. En Buenos Aires, a través de IUNA (Instituto Universitario Nacional del Arte) obtiene en 2004 su Licenciatura en Actuación. Entre 1977 y 1981 actuó, entre otros, en los espectáculos “Alicia a través del espejo” de Lewis Carroll, “La pirámide” de Oscar Feijóo, “El héroe de la Samobroone” de Jacobo Greber, en la Argentina, y entre 1983 y 1985 en “Víctor, o los niños al poder” de Roger Vitrac y “Los inmigrantes” de Slavomir Mroczek, en Israel. Incursionó como actor en televisión, filmes de corto y largometraje y publicidad. Durante 1986 realizó locución en producciones cinematográficas. Y en los países citados ha ejercido la docencia teatral en instituciones privadas y públicas. En el género dramaturgia concibió la farsa policial “Nieblas del Támesis”. Su poemario publicado es “Amoresmuertos” (El Jabalí Ediciones, Buenos Aires, 2003). Inéditos permanecen “Tránsito” y “Nombre impropio”. Poemas suyos fueron traducidos al portugués por Roxana Lewin. Es el traductor, por ejemplo, del poemario “Vago” de Tal Nitzan (Ediciones Pen Press, Nueva York, Estados Unidos, 2012), “Una novela vienesa” de David Vogel (Editorial Minúscula, Barcelona, España, 2013), “Antología de cuentos” (selección del Instituto para la Traducción de Literatura Hebrea (ITHL): textos de Yossi Birstein, Yitzhak Orpaz, Etgar Keret, Reuven Miran, Alex Epstein, Dan Tsalka y Amós Oz), además de traducciones socializadas en revistas y periódicos de México. En 2007 fundó http://decantasion.blogspot.com.ar: “Un blog de traducciones de poesía hebrea de acá y allá, de ahora y de otrora”. Entre 2002 y 2007 fue uno de los coordinadores del ciclo de poesía “El Orate y La Musa”.
*Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Gerardo Lewin y Rolando Revagliatti.