Gisela Ortega / La competencia

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Aunque uno crea que pueda vivir en una torre de marfil, contra cuyas paredes se estrellan todos los sonidos, ruidos anhelos, apetencias y otras muchas manifestaciones de la vida que nos rodea, no nos es posible escapar a la constante incidencia de los demás en nuestra existencia en el marco de una cultura que privilegia la competencia.

La palabra competencia significa: disputa, contienda, oposición o rivalidad entre dos o más personas sobre algo, o que aspiran a obtener la misma cosa. Situación de empresas que rivalizan en un mercado ofreciendo o demandando un mismo producto o servicio. Persona o grupo rival —se ha pasado a la competencia— y competición deportiva.

Por otra parte, el término competencia está relacionado con la pericia, aptitud, idoneidad para hacer algo o intervenir en un asunto determinado. Asimismo es la atribución legítima a un juez u otra autoridad para el conocimiento o resolución de un asunto.

Esto tiene sus más notables manifestaciones en los desafíos dentro de las cuales vivimos inmersos. Creamos signos de rivalidad y por ello, somos objetos de las huellas competitivas de los demás.

La contienda trae aparejado un constante cotejo de aptitudes. Así como los atletas en pleno ejercicio comparan el alcance de sus destrezas y de sus fuerzas, con la de los otros, las personas comunes vivimos un interminable torneo que nos obliga a estimularnos constantemente, a veces para emular y otras para aventajar abiertamente a los demás. Luchamos en todas las esferas, contra el tiempo y las distancias, con los miembros de nuestra familia, con nuestros compañeros de trabajo.

Los planos de imitación van desde uno a otro motivo, constantemente mudándose y haciéndose diferentes. Rivalizamos en el vestir, en el peinado, en la actitud profesional, en la ejecución de todos los escalones de nuestra vida moral, social y laboral. Lo lamentable es que impulsados por esa presionante carrera de desafíos, los valores individuales y sociales parece que perdieran y de numero individuo pasamos a numero masa. La personalidad aunque no desaparece se asfixia dentro del vórtice de la lucha.

La constante pugna trae consigo frecuentes y continuas desilusiones. Todos, cada día, nos frustramos por algo. Algunos admiten su decepción como estímulo para seguir adelante. Otros recogen su negación y perseveran en ella y buscan formas muy diversas para justificarla. Una es tratar de minimizar la labor de los demás y criticar el éxito de los otros. Se determina la excelencia del trabajo extraño con medidas de egoísmo y envidia, y se trata de destruir al ganador para que su triunfo no ponga de relieve el propio revés.

Como factor social que dinamiza nuestra vida, esta actitud es sumamente negativa, porque no rescata al ser de su propia decepción y no permite el reconocimiento de la victoria en otra persona. Pero lamentablemente eso es así. Aunque es injusto que uno base su propia frustración en la negativa del vecino, del compañero y del amigo. El síndrome de la derrota es un síntoma cubierto por un latente egoísmo que perjudica al vencedor y corroe al fracasado.

 Ojalá podamos superar este marco asfixiante que imponen los nuevos valores de una cultura materialista.

Gisela Ortega es periodista.

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