Gisela Ortega / La mujer y el orgullo de serlo
Quien depende de otros en su vida y su trabajo —como ocurre a la mayoría de los humanos— tropieza tarde o temprano con el conflicto de la autoestima. Todo miembro de una organización o grupo que exija clasificación o subordinación jerárquica, sé vera sometido a una prueba de observación constante que puede mellar confianza y eso que llamamos orgullo. La minusvalorización resultante afecta gravemente, en términos generales y particulares, a las mujeres.
El orgullo con el que se expresa el derecho de la persona al respeto y sobre todo el enaltecimiento hacia sí mismo, debe asentarse en una saludable autovaloración. Consciente del propio valor, uno se enfrenta mejor al menosprecio. Si se rinde a los malos tratos, sufrirá tantas humillaciones, que quedara abatido y subestimado. Conviene tener presente que allí donde se reúnen los mortales surgen siempre conflictos, que requieren un acuerdo para salvar la propia reputación.
Algunos se toman tan en serio lo del honor, que sufren por la falta de atención, perdiendo así la motivación. Para el que sea ajeno al problema, es difícil saber cuando se trata de una justa satisfacción personal o de vanidad, ya que con la altivez se tapan muchas debilidades: desde la sensibilidad exagerada hasta la prepotencia, pasando por la fatuidad. La superficialidad que deja a uno ciego ante las propias faltas, es sospechosa. La arrogancia en si no es ninguna virtud, la alegría propia llega cuando se puede atestiguar el rendimiento personal, sin perderse en la petulancia.
Hubo una época en la que se atacaba a la mujer, porque el hombre no podía soportar que fuera consciente de su autodeterminación. La emancipación se puso en marcha y está más o menos establecida. De todas formas, la aportación de ella al mundo en que vivimos debería de contar con más justicia.
Las mujeres —que hoy no es raro encontrarlas al frente de la lucha por la vida, bien a través de una profesión o de la familia— tendrían que estar más orgullosas de sí mismas, aunque no fuera más que por mantenerse firmes e inmunes a las humillaciones y el rechazo. Esa debe ser la meta de aquellas a las que precisamente les resulta difícil sacar a relucir su propio rendimiento.
A menudo son madres que han renunciado a realizar un trabajo fuera de casa por amor a su cónyuge y a sus niños. En comparación con las que laboran fuera del hogar, notan que su entrega incondicional, de las que deberían estar satisfechas, no ha sido reconocida. Aparte que realizan una labor como amas de casa y en la educación de los hijos, llevan otros quehaceres, como la administración económica. La solución de problemas con la vivienda, las oficinas publicas o el colegio pasa a ser, como la más natural del mundo, tarea de la esposa. Su abnegación en una sociedad que en otros tiempos le asignaba su puesto en la familia hoy la consume y no la recompensa, dejándole insatisfecha a pesar de sus méritos.
Cuando se es capaz de resolver tal diversidad de labores, hay motivo para estar orgullosa y sacarlo serenamente a relucir. No hace falta ser condescendiente con quienes nos hacen de menos. Se debería ser más consciente del propio valer. Prescindiendo que la suficiencia, sin la disposición a lo bueno se convierta fácilmente en prepotencia, el verdadero orgullo, basado en lo caritativo y en el fruto de lo que se ha realizado es, a final de cuentas, inviolable como la dignidad humana.
Gisela Ortega es periodista.