Gloria Jiménez o la vida a despecho de la muerte

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Lagos Nilsson.

Bebo una copa de vino tinto. Me limito a pensar que tal vez la primavera llegó a este valle del Mapocho. Mi gato Lord Byron, el siamés más hermoso, duerme a mi lado. Pienso en las despedidas… Bebía, dije, una copa de vino cuando me dijeron que había muerto Gloria Jiménez. Son las dos y veinte de la mañana. Me acuerdo de mi hermana.

Y no, no fui su amigo. La conocí un poco cuando los años del exilio en Caracas; era entonces hermosa y era inteligente; se sentía sola —y no importa ya por qué estaba sola—; nada podíamos hacer quienes la habíamos visto años antes en la tele para consolarla. No existe un exilio fácil.

Hace dos semanas murió Tindall Walton, que era mi amigo; antes partió a los libros eternos Luis Vitale, y antes se fueron Bozic, gran periodista y testigo de la infancia en Magallanes y de la tortura en Magallanes, y Lucho Campos, hermano de la que fue mi compañera. Todos los días hay uno menos. No los nombraré, no tiene sentido. La vida se construye sobre ausencias.

Las ausencias de la vida son extrañas. Mi padre murió cuando supo de la muerte de mi madre. Pidió, en la vieja casa de la calle 18, una taza de te que nunca bebió. Cosas del amor. Nadie morirá, como nadie murió con él, por la muerte de Gloria Jiménez, uno de los primeros “rostros” femeninos de las noticias por televisión del Chile de los años setentas. Sin embargo hay cosas que parten con cada uno que se va.

Quizá sea cierto: la muerte es el poema que no se puede escribir.

Gloria —recuerda Ernesto Carmona— partió al exilio como miles de sus compatriotas que huyeron de la persecución criminal, prisión, muerte y tortura contra sus cuerpos en castigo a sus ideas políticas. La tortura que sufrió en vida fue causa de la enfermedad maldita que se hizo evidente en Venezuela.

Hoy agotan su vida los hermanos mapuche en huelga de hambre, cada uno en su cárcel. El Presidente de la República alega la ilegitimidad de esa huelga de hambre; pretende que ignoremos que esa huelga es el último recurso para intentar un diálogo —que su gobierno niega— para que convivamos dos culturas tan diferentes como ricas.

Mi amigo Tindall fue despedido en su vieja casa de La Reina con un vino, quizá lo que hubiera querido. Nadie nunca le preguntó qué pensaba por sus años en un campo de concentración de la dictadura del grotesco capitán general, al que llegó sin comerla ni beberla, sólo por ser varón y no denunciar a otros.

Vitale se fue y fueron trabajadores los que dejaron que su ceniza volara hace el mar cerca de Lota; su deceso, el de uno de los más grandes historiadores de América latina, ¿fue recogido por los medios periodísticos?

Mi camarada Bozic murió  cerca de un teléfono; habíamos hablado diez minutos antes. Un vino que le debo hasta la eternidad.

Lucho Campos fue encontrado en Coquimbo días después de entrar al sueño; había sido un guerrero —y padeció lo que padecen los guerreros en las mazmorras— al que sus capitanes, después, ellos a bordo de sus 4×4, abandonaron: cosas de la democracia cuando se es pobre y no se quiere dar el "salto" de clase.

Con la muerte de Gloria Jiménez —la carita más hermosa de esa maravillosa aurora abortada de los setentas— entra en el maldito olvido lo más simple e importante de un proceso social político: el rostro humano. Nuestros nietos lo rescatarán.

Nuestros nietos, ténganlo por seguro, lo rescatarán. Y estaremos para verlo y festejarlo. La poesía de Chile lo demanda. Como lo sé —y lo sabía ella— no hablo de mi hermana asesinada con su hijo en 1974.
 

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