Graciela Maturo: “Nunca pude comunicarme con Antonio Di Benedetto donde estuvo secuestrado”
Ensayista y poeta destacada durante varias décadas, Graciela Maturo conversa con nosotros, por ejemplo, sobre su actividad académica y evoca a sus amigos Leopoldo Marechal, Antonio Di Benedetto y Julio Cortázar.
— Tras nacer en Santa Fe, residiste en la actual Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la provincia de Entre Ríos, y a los dieciocho años en la provincia de Mendoza. Cuatro zonas. ¿Evocarías para nosotros a la que fuiste hasta entonces?
— No sé a quien puede interesar mi vida personal, pero te digo que pasé mi infancia, hasta los 13 años, en Buenos Aires (ciudad que es donde más he vivido, porque a los 40 de mi edad volví a vivir en ella, hasta el presente). Pese a mi nacimiento en Santa Fe, fue la muerte de mi madre el motivo de ese cambio de escenario para los años de la infancia. Mi padre siguió en Santa Fe, como profesor de la Facultad de Ingeniería Química, pero mi hermana y yo nos criamos en Buenos Aires, primero en Parque Chas, después en el barrio de Versalles, del que recuerdo los bellos jardines y el aroma de los tilos.
Yo era una niña precoz, entré a la escuela con cinco años, y después me hicieron saltear el tercero, porque estaba adelantada. Inicié el secundario en el Liceo 2, junto al parque Lezica; tuve excelentes profesores, algunos me llevaron hacia las Letras. Terminé el secundario en Santa Fe, donde pasé la adolescencia compartida con el Instituto del Profesorado de Paraná, en el que cursé dos años. A los 16 conocí al entrerriano Alfonso Sola González, que me llevaba once años y ya vivía por entonces en Buenos Aires. Cuando cumplí los 18 nos casamos y nos fuimos a Mendoza. Si con mi padre descubrí la ciencia, la música y la política, con Alfonso descubrí la poesía.
— Con Sola González (1917-1975), entonces, la poesía. Y porque la he leído, fragmentariamente, en medios electrónicos, sé que tenés una hija que, además de arquitecta, es también poeta (y novelista): María del Rosario Sola. ¿Nos proporcionarías una impresión sobre las poéticas de cada uno de ellos? ¿Tenés, Graciela, otros hijos escritores o vinculados con algún quehacer artístico?
— En la Universidad de Cuyo hice mi carrera de Letras. Mi marido dictaba las cátedras de Literatura Argentina. Conocí a Leopoldo Marechal, que era su amigo y maestro. Lo invitábamos muy seguido a Mendoza, y lo visitábamos al venir a Buenos Aires, como también a Ricardo Molinari, Carlos Mastronardi, Oliverio Girondo, Olga Orozco. Sola González era un poeta “del 40” y su poética era clásica y elegíaca, al menos en sus cinco primeros libros.
Ahora la Biblioteca Nacional ha publicado su “Obra poética”, con el agregado de poemas inéditos, y se ve aflorar en ellos nuevas modalidades, más coloquiales, incluso satíricas y humorísticas. Sin embargo su poética sigue, de fondo, ligada al humanismo místico que caracterizó a aquella generación.
Entre mis hijos, que son seis (ya que lo has preguntado), ha habido al menos tres que han escrito poesía. María Fernanda, que escribía poemas en su adolescencia; Cristóbal Sola, que tomó la vía de una narrativa poética (“En la otra orilla”, Ediciones Último Reino, 2004 y “En las viñas”, Ediciones Culturales de Mendoza, en prensa) y Rosario Sola, que ha publicado un libro de poesía (“El humo de los músicos”, Ediciones Ríos al Mar, Paraná, Entre Ríos, 2000), una plaqueta de poesía (“Música de invierno”, 1982) y una novela (“La luz de la siesta”, Ediciones El Robledal, Salta, 1999).
Creo que Rosario recibió la influencia de su padre, pero su poesía tiene su sello propio. La caracteriza la sed metafísica, y una gran riqueza imaginaria. Ella ha formado parte del Grupo Último Reino, conducido a partir de 1979 por Víctor Redondo. Mario Morales fue el maestro del grupo, que se proclamó neo-romántico.
— Es apenas de refilón que supe que alentabas la creación de cátedras de Poética. ¿Cómo deberían plantearse y desarrollarse?
— A partir de 1968 inicié una nueva etapa de mi vida en Buenos Aires. Al poco tiempo me incorporé a la Universidad de Buenos Aires, a la Universidad del Salvador y más tarde a la Universidad Católica Argentina, y fundé un Centro de Estudios Latinoamericanos, que conduje durante casi veinte años con Eduardo Azcuy. Desde todos esos lugares he estado muchos años elaborando una teoría poética que necesariamente me exigió revisar y discutir varios tramos de la teorización y la crítica literaria.
Advertí que la mía era una tarea muy pesada como para elaborarla individualmente, y llamé a otros poetas y profesores, a filósofos, antropólogos, etc., para conformar una corriente adversa al positivismo y al nominalismo. Nos hemos apoyado en vertientes de la Filosofía moderna como lo son la Fenomenología y la Hermenéutica.
Había que empezar por el cuestionamiento de nociones que se impusieron en los estudios literarios —y que lamentablemente siguen instaladas—, como, por ejemplo, la teoría del signo lingüístico, la teoría de los signos o semiología, que de ella deriva, etc. Pienso que un poeta no puede aceptar la definición de la palabra como aproximación arbitraria y convencional de un significado y un significante. En fin, sería pesado insertar aquí esa discusión, solo te digo que la corriente humanista que encabecé, pretendió no solamente modificar los estudios literarios sino el campo de las ciencias del hombre y de la cultura.
Algo fuimos avanzando a lo largo del tiempo; al viajar por varios países de Europa y América pude advertir que fuera de la Argentina hallábamos un mayor interés y respeto por estas cuestiones.
Ligado a esto se encuentra —y aquí voy a tu pregunta— que haya propuesto por mi parte cierto desplazamiento desde la Estética a la Poética. La Estética es una disciplina tardía en Occidente; ha sido elaborada, a mi ver, desde la mirada del espectador de la obra de arte. La Poética es anterior, y aunque algunos la consideren como una “ciencia del poema”, tiene su punto de arranque en el acto mismo de la creación. Antes de hablar del poema hay que hablar del poetizar, del sujeto poético, de su horizonte de pensamiento. Porque la Poesía es un modo de pensamiento antes de ser palabra. Un pensamiento que abarca la afectividad, la intuición, el sueño, la imaginación, las experiencias no ordinarias de ciertos niveles de conciencia.
Promover cátedras de Poética en las universidades es llevar la poesía a sus fuentes espirituales y en consecuencia promover un cambio profundo de perspectiva. Por mi parte he llevado esa propuesta a universidades argentinas, colombianas, venezolanas, uruguayas. En la Universidad de Congreso, una universidad privada de Mendoza, con el consenso del Rector pude instalar en el 2013 la Cátedra Marechal, que si bien está destinada al estudio de la obra marechaleana, hace lugar, en general, a la Poética desde la perspectiva aludida.
También en la Universidad de La Plata, dentro de la Cátedra de Cultura Andaluza que dirige el poeta Guillermo E. Pilía, hemos creado el Aula María Zambrano, a través de la cual planteamos el tema de la Razón Poética, impulsado por la pensadora española.
Podría hablar mucho más sobre el tema pero sería abusivo. También puedo remitir a varios de mis libros (personales y grupales). En otra oportunidad, si te interesa, lo seguiremos profundizando.
— En una ocasión, acaso en 1985, en el taller de escritura de Enrique Medina, tuve ocasión de compartir una reunión con el autor de esa maravillosa novela que es “Zama”: Antonio Di Benedetto (1922-1986). Además de haber estudiado su obra, lo has tratado antes y después de su exilio.
— Fui gran amiga de Antonio Di Benedetto; lo conocí a poco de llegar a Mendoza, alrededor del año ‘50, cuando iniciaba su carrera periodística y literaria. Desde sus comienzos se revelaba como un autor exigente, dueño de una mirada y un lenguaje propios. Alfonso (Sola González) lo invitó a la Universidad de Cuyo, y desde entonces fue un amigo de mi casa. En el ‘76 los militares lo pusieron preso; fue víctima de absurdas acusaciones, y en los lugares de detención donde estuvo nunca pude comunicarme con él. Tenía algunas noticias por medio de Juan-Jacobo Bajarlía. Cuando logró ser excarcelado le aconsejaron irse del país; se despidió por teléfono, y no quiso que fuera a verlo antes de partir. En sus últimos años produjo obras muy singulares que echan luz sobre su cautiverio.
Volvió en el ‘84, y estaba muy descontento del trato recibido por parte de algunos funcionarios. Nos vimos varias veces; alcancé a invitarlo a mi cátedra de Teoría Literaria en la UBA, y les habló a mis alumnos, pero su voz debilitada no alcanzó a ser grabada. Antes de su regreso me había elegido como prologuista de un volumen de “textos seleccionados por su autor”, de Editorial Celtia.
Yo le alcancé mi prólogo, que lo alegró. Murió en el Hospital Italiano, después de un tiempo en estado de coma, poco antes de aparecer el libro en el cual debí consignar su muerte. Antonio Di Benedetto es uno de los grandes escritores argentinos, su obra está a la altura de Juan Rulfo, de los mejores cuentistas y novelistas latinoamericanos.
— Has dirigido las revistas “Azor” (Mendoza, 1960-1965) y “Megafón” (San Antonio de Padua, provincia de Buenos Aires, 1975-1989).
— Siempre estuve ligada a la poesía, fundando grupos, colecciones, revistas. En Mendoza, alrededor del año 58, fundé el grupo “Amigos de la Poesía” en el que intentábamos, con Elena Jancarik y Fanny Polimeni, vincular a los poetas mayores de Mendoza, como José Enrique Ramponi, Ricardo Tudela, Vicente Nacarato, y otros venidos de afuera: Sola González, Abelardo Vázquez, César Mermet, con las nuevas generaciones. De ese grupo nació la revista “Azor”, que tuvo 5 números, vinculada a otros grupos de Buenos Aires y las provincias.
Promovimos cierto movimiento alrededor de la poesía, y creamos la Colección Azor, donde se publicaron algunos libros. Marechal nos entregó para ella, sus “Claves de Adán Buenosayres”, que publicamos a comienzos de 1966, juntamente con los trabajos de Julio Cortázar, a quien por entonces estudiaba, de Adolfo Prieto y el mío sobre esa novela.
La otra revista que dirigí es “Megafón”, que fue el órgano de difusión del Centro de Estudios Latinoamericanos. El Centro tuvo su inicio en 1970, y publicó un volumen grupal dentro de la “Revista de Filosofía Latinoamericana”, en 1975, antes de presentar su propia revista “Megafón”, impulsada por un franciscano que realizó una gran obra, Fray Juan Alberto Cortés. Desde su nombre esa revista estuvo ligada al espíritu marechaliano.
No era ya una revista de poesía, aunque la tuvo siempre como uno de sus ejes; pretendía canalizar estudios filosóficos, poéticos y antropológicos dentro de una dirección humanista y americanista. También participábamos en la conducción de la Editorial Castañeda, donde publicamos cuatro obras de Marechal, tres de ellas inéditas. La revista y las ediciones tuvieron mayor difusión en otros países que en la Argentina, que atravesaba los años del Proceso Militar.
Ahora han comenzado algunos estudios sobre esas actividades, que si bien concluyeron de modo institucional, prosiguen siempre en otras formas, bajo otros rótulos. No pudiendo con el genio, hace unos años volví a crear un nuevo centro de estudios con otro grupo de poetas: el Centro de Estudios Poéticos Alétheia, que ofrece cursos y conferencias en distintos lugares.
— Saber que estás preparando una edición anotada, crítica de “Rayuela” para la Academia Mexicana de la Lengua, me impulsó a buscar en mi biblioteca el espectacular volumen homenaje titulado “Cortázar” (Fundación Internacional Argentina, Buenos Aires, 2004), el cual incluye tu ensayo “Julio Cortázar: la creación como goce y aventura”. Fuiste amiga de él. ¿Qué es posible que compartas de aquel vínculo con nosotros hoy, ahora?
— A Cortázar empecé a leerlo muy joven, a mi llegada a la Universidad Nacional de Cuyo, donde estudié. Habían pasado casi dos años desde su retiro de esas aulas, por razones políticas; yo venía a descubrir los apuntes y la fama del joven profesor de Literatura Francesa, melómano, integrante de un grupo de aficionados al jazz, amigo del helenista Ireneo F. Cruz, con quien hablaban de “mancuspias” y otros delirios. Todo se enlazaba en una trama: Cruz había sido profesor de griego, en las aulas de Paraná, de Sola González, Diego Pro, Ricardo Pantano y otros discípulos que lo acompañaron después en su gestión como Rector de la UNCU, designado por el presidente Perón. Éste es el nudo del apartamiento de Cortázar, y a la vez, de nuestra llegada a Mendoza. Por mi parte, joven alumna de Letras, me puse a leer al disidente Cortázar, que ya publicaba cuentos y había escrito su escolio sobre la “Oda a una urna griega” de John Keats, un trabajo ejemplar de comentario poético que luego expuse en la Universidad de Buenos Aires. Esto habla de mi temprana independencia política, que he tratado de mantener a lo largo de toda mi vida. No se confunda esto con una falta de compromiso político, sino con la convicción de que la creación y la vida intelectual deben ser libres, y no estar al servicio de ningún poder.
Cortázar es entre nosotros el máximo ejemplo de la Razón poética que perseguí y elaboré en distintas instancias, compartiendo sus mismas fuentes. Mi primer trabajo crítico fue tema de una tesis doctoral no defendida en su momento (me doctoré con otra tesis), pero sí publicada por ECA en 1967: “Proyección del surrealismo en la literatura argentina”. (Ahora se reedita, ampliada, con el título “El surrealismo en la poesía argentina”). Nadie se ocupaba por entonces —los años 59, 60— de este tema.
Quiero decir que estaba preparada, por mi conocimiento de Cortázar y del Surrealismo, para comprender una obra como “Rayuela”, novela surrealista, súper-realista, que venía a demoler la novela literaria, y la literatura misma. A partir de ese libro decidí iniciar una investigación sobre toda la obra de Cortázar. Sola González, que no lo trató personalmente, había compartido con él ámbitos de reunión, amigos y revistas, en los años de Buenos Aires; él me dio a conocer la revista “Huella”, dirigida por Castiñeira de Dios, donde se había publicado en 1941 el artículo “Rimbaud”, firmado por Julio Denis, aquel seudónimo de Cortázar.
Solo me quedaba escribirle al Consulado argentino en París: así se inició nuestro diálogo, después proseguido en forma personal, del cual quedan sus 36 cartas, publicadas en los tomos de su correspondencia y en mi último libro sobre el autor, “Cortázar: razón y revelación” (2014). Allí las he incluido, superando largos años en que hacerlo me parecía un gesto ególatra.
Para mí “Rayuela” sigue teniendo plena vigencia. Discrepo de la opinión difundida de que Cortázar “cultiva el mito burgués del artista”, frase que suena despectiva e incomprensiva de su mundo. A no ser que admitamos positivamente como “mito” la larga consideración del artista (consideración que fue órfica, trovadoresca, renacentista, romántica, simbolista, surrealista) como iluminado y maestro.
Vicente Huidobro ha repetido una frase de Ralph Waldo Emerson: “El artista es el sabio verdadero”, y por mi parte la suscribo sin caer en excesos. “Rayuela”, por vías oblicuas y humorísticas, apunta a esa zona, que sigue guardando su reserva para oídos poéticos; espero que mi edición sirva al menos para señalar ese rumbo de lectura.
—¿Creés que la teología y la metafísica, como pensaba la escuela de Frankfurt, también son literatura fantástica? ¿La mística ha influido en la literatura fantástica?
— Estoy muy lejos de lo que piensa la escuela de Frankfurt. Puedo escucharlos cuando hablan de economía o de política, pero a mi ver no han tenido gran afinamiento para apreciar la poesía, y tampoco la mística. Por eso esas disparatadas afirmaciones de que la teología y la mística son literatura fantástica. Solo puede hacer esas afirmaciones un racionalista extremo, o un positivista, para quien la verdad surge de la ciencia empírica (y aun en este caso, se trataría de la ciencia del siglo XIX, porque la ciencia del siglo XX ha superado la contraposición materia/energía y mostrado la legitimidad de un pensamiento de opuestos).
La literatura fantástica moderna nació en tiempos del positivismo. No era exactamente una reproducción del cuento folklórico, que siempre presentó casos maravillosos, milagrosos o simbólicos; obedecía a la mentalidad del escritor moderno, dubitativo entre la demitificación científica y su propia intuición de la realidad. El autor fantástico abogaba secretamente, en el siglo del positivismo, por otrarealidad física, psíquica y antropológica, pero su labor queda como un devaneo estético, que produce la fruición del lector sin que se piense en una relación de la obra fantástica con la realidad.
El siglo XX trajo transformaciones muy profundas en el campo de las ciencias y de la filosofía. En el campo de la filosofía, se produjo una revolución significativa con la fenomenología de Edmund Husserl, su descendencia en la Fenomenología Existencial (Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre) y otras secuelas importantes que han influido en las vanguardias y el surrealismo. Para decirlo de alguna manera simple, se valoriza en la filosofía un saber de experiencia, apartado de las ideologías, y sobreviene desde el campo filosófico una valoración del pensamiento poético, al que María Zambrano llama Razón Poética.
Estas son las regiones entre las cuales me muevo desde hace muchos años, y he producido varios libros teóricos en esta línea: “La mirada del poeta”, Corregidor, 1996, y 2ª edición ampliada, 1997, por Amargord, Madrid; “Los trabajos de Orfeo”, 2008,Universidad de Cuyo, Mendoza; “La poesía. Un pensamiento auroral”,Alción, 2014, Córdoba.
En cuanto a la mística, habría mucho que hablar; tendríamos que dedicarle otra entrevista. Por ahora te digo que el conocimiento místico está en la base de todas las religiones, pero también del arte y de los descubrimientos científicos.
—¿Algo que pudieras denominar “presentimiento”, te parece que pudo inducirte a concebir una obra?
— Sí, desde luego que sí. Ya habrás visto, desde el comienzo del diálogo, que no me caracterizo por la defensa conceptual de la actividad creadora, sino todo lo contrario. De modo que presentimiento, sueño, visión, experiencias insólitas, todo ello forma para mí un bagaje personal que se relaciona con mi poesía. Más aún, he cultivado un pensamiento teórico —en cátedras, en espacios académicos o de investigación— que reconoce un ida y vuelta desde lo poético a lo filosófico.
Esto quiere decir que he aceptado las posibilidades de una Razón Poética expandida en la vida universitaria, desde la poesía. Es la gran discusión pendiente en las aulas, en las Academias. La Poesía, la Filosofía, la Ciencia, ¿deben seguir siendo compartimentos estancos, sin comunicación entre sí, o existen posibilidades de establecer puentes entre ellos, para un conocimiento del siglo XXI, sin pérdida de la especificidad y rigor de cada uno de ellos?
Ficha
Graciela Maturo nació el 15 de agosto de 1928 en Santa Fe de la Vera Cruz, capital de la provincia de Santa Fe, la Argentina, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es Licenciada y Profesora en Letras por la Universidad Nacional de Cuyo y Doctora en Letras por la Universidad del Salvador. Fue Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones (CONICET) entre 1989 y 2003, y durante varios períodos allí, miembro de la Comisión Evaluadora de Filología, Lingüística y Literatura. Fundó en 1970 el Centro de Estudios Latinoamericanos, en 1989 el Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad Católica Argentina y en 2009 el Centro de Estudios Poéticos “Alétheia”. Fue directora de la Biblioteca Nacional de Maestros (1990-1993) y pertenece a distintas instituciones: Asociación Argentina de Fenomenología y Hermenéutica, Centro de Estudios “Eugenio Pucciarelli”, Centro de Estudios Hispanoamericanos de Santa Fe, Asociación Argentina de Estética, etc. De entre las numerosas distinciones recibidas, destacamos el Premio Ensayo Provincia de Santa Fe (1967); Premio “Discepolín” (1983); Premio “Esteban Echeverría” (1995); Premio al Mérito de la Universidad de Zulia (2008); Premio de Honor de la SADE Sociedad Argentina de Escritores (2008). Fue incluida en antologías nacionales y latinoamericanas y poemas suyos han sido traducidos al francés, gallego, griego e italiano. Algunos de sus libros en el género ensayo son “Claves simbólicas de García Márquez” (1972; segunda edición ampliada en 1977); “Introducción a la crítica hermenéutica” (1983); “La mirada del poeta. Ensayos sobre el conocimiento y el lenguaje poético” (1996; segunda edición ampliada en 2008); “Marechal: el camino de la belleza” (1999; Premio Fondo Nacional de las Artes); “La opción por América. Ensayos sobre la identidad cultural de América Latina” (2009); “Cortázar: razón y revelación” (2014); “La poesía. Un pensamiento auroral” (2014). Publicó los poemarios “Un viento hecho de pájaros” (1960; Premio “Laurel” 1958); “El rostro” (1961; segunda edición en 2007; Premio Municipal Mendoza 1960); “El mar que en mí resuena” (1965; segunda edición en 2003; Premio de la SADE); “Habita entre nosotros” (1968; Premio Bienal de Literatura 1965-1966); “Canto de Eurídice” (1982; Mención de Honor de la Organización de los Estados Americanos 1967); “El mar se llama ahora con tu nombre” (1993); “Canto de Orfeo y Eurídice” (1996; Premio “Leoncio Gianello” de la Asociación Santafesina de Escritores 1997); “Memoria del trasmundo” (1996; segunda edición en 2000); “Cantata del Agua – Habita entre nosotros” (2001). Además, en 2008, con prólogo de Enrique Corti, el Fondo Nacional de las Artes editó su “Antología poética”, y en Venezuela, con prólogo de Enrique Arenas Capiello, en 2009 se editó su “Bosque de alondras. Obra poética, 1958-2008”. Con traducción de Pablo Urquiza fue incluida en 2012 en el volumen “Santa Fe, huit poètes argentins / Ocho poetas argentinos” y en 2015 apareció bilingüe su libro “El rostro / Le visage” (ambos en París, Francia, a través del sello Abra Pampa Éditions).