Guerras, atentados, terrorismo, crisis: sobre el amok y otras locuras

Lagos Nilsson

Amok es una suerte de irrupción de locura y violencia desatada sin explicación, arrasando el enfermo con cuanto encuentra a su paso. Amok tituló el británico Guardian –en un inútil ejercicio de memoria y cultura: ya nadie lee a Zweig– lo sucedido en las últimas horas en India. Docenas de cadáveres, hospitales a punto de colapso, extranjeros raptados o que huyeron patinando sobre charcos de sangre marcaron la jornada.

Luego fue el turno de las fuerzas de orden: más cadáveres, más sangre; y después a la orgía del espanto se sumó el silencio.

A más de 24 horas de la incursión, el amok no cede. Desocupado por las armas el hotel Taj Mahal, un mínimo de seis ciudadanos extranjeros y otros 119 indios –a lo menos– eran, muertos, testimonio de lo ocurrido entre la mañana del miércoles y el crepúsculo del jueves sobre la capital de las finanzas del país.

Otros 300 heridos se quejan en las salas de urgencia hospitalarias sobrepasadas o en sus casas, aterrados. La violencia azotó también el núcleo ferroviario de la ciudad y otro hotel de lujo. Las explosiones se escucharon en ocho puntos neurálgicos –en total hubo bombas, granads y disparos en más de 15 puntos de Bombay– y el terror consiguiente se expandió junto con las llamas y el humo tras cada una de ellas.

Es muy difícil que la razón –ni la razón política ni la razón filosófica– puedan alguna vez interpretar los hechos, desentrañar sus causas, medir con acierto las consecuencias. Y no porque el panorama indio haya sido hasta ese momento, el del primer disparo, uno de paz. El pacifismo indio tiene un nombre y un período: el de Ghandi –y Ghandi murió asesinado.

Asuntos étnicos, religiosos, culturales, de clase, lingüísticos, políticos y sindicales anidan en todas las regiones del vasto y muy poblado territorio, merodeando y dando zarpazos aquí y allá a la suerte de milagro económico que es lo único que se quiere ver de India –como una demostración de las bondades del modo de producción que preside su economía. Por el número de habitantes es el segundo país del mundo, detrás de China; por extensión el sexto o sétimo.

Tampoco las relaciones del Estado indio con otros del Asia y vecinos son ejemplo de amistad y colaboración. Unas cuantas ojivas nucleares miran sin pestañear haca Pakistán; desde allí, al otro lado de las montañas de Cachemira, los silos de lanzamiento pakistanos devuelven la mirada con la misma firmeza.

Comenzando por el noroeste, y girando como las manecillas de un reloj, India limita con Pakistán, República Popular China, Nepal, Bután, Bangladesh y Myanmar. Ninguno esos países ha mandado a imprimir un certificado de paz celestial, ni siquiera la RPCh.

Frente a su extenso litoral Índico se extienden Las Maldivas, Sri Lanka e Indonesia; Las Maldivas, que se hunden, son un "resort" playero oriental: descasó allí la colombiana Betancourt. En las demás sociedades los conflictos abundan. La India es el segundo país más populoso en el mundo, con una población que sobrepasa los mil millones, y es el séptimo país más grande por área geográfica.

Según las informaciones, los atacantes se concentraron en los portadores de pasaportes británicos y estadounidenses como candidatos a rehenes, dato que permite suponer a los estamentos policiales y personal de inteligencia la actuación de terroristas musulmanes de algún espectro de la "galaxia Al Qaeda" –aunque no se tenga claridad el objetivo que se perseguiría con esos rehenes; de hecho un grupo desconocido, aparentemente musulmán, los Mujaidines de Decca, en primera instancia se adjudicó la carnicería.

No es la primera vez que la ciudad de Bombay se convierte en escenario de violencia; en marzo de 1993 más de 200 personas murieron en una serie de bombazos aparentemente obra de separatistas musulmanes y, en 2006, otras explosiones mataron a 187.

Nada, evidentemente, justifica una masacre, ni siquiera es posible imaginar algunas decenas de personas convencidas de ser combatientes de alguna causa que repentinamente sufren el amok y se lanzan sobre una ciudad para reforzar sus ideales con asesinatos masivos e indiscriminados. Sin embargo sucede, y a una escala incluso mucho mayor.

Cuando la necesidad se transforma en egoísmo y el poder en convencimiento de que alguna deidad apoya y bendice al que apunta y dispara, todo quedó dicho y registrado en los "akásicos" de la insanía.

Si el mundo apenas suspira, pero sin conmoverse demasiado salvo por esos locos "amigos del terrorismo", "idealistas desviados", "izquierdistas trasnochados", "anarquistas violentistas" –y multitud de trabajadores, amas de casa, estudiantes, pocos artristas y un puñado de intelectuales…–, no se conmueve, decimos, por los espantos cotidianos de Palestina, Iraq, Afganistán, África, Guantánamo, los ilegales que mueren semana tras semana en el Mediterráneo y en la desértica frontera entre México y Estados Unidos por citar los que más atención reciben en la prensa, ¿por qué la conciencia empalada, mediatizada, dirigida y consumida de la humanidad parece necesitar abrigo ante lo ocurrido en Bombay?

Un puñado de pequeños sátrapas de cuello y corbata, de "limousines" y vuelos transatlánticos –no lo quiso creer la mayoría pese a que las evidencias estaban allí, al alcance de quién hubiera querido informarse– ha sumergido al 75% por ciento de la población del planeta (que sigue sin creerlo, que se niega a considerarlo) en la peor hecatombe de los tiempos, antiguos o modernos, hecatombe que ya comenzó los sacrificios, sin embargo: nada; vagos temores,escuálidas protestas y abrir la ventana de la tele para mirar "los mercados", esa entelequia que disfraza todavía los pasos oscuros de la terrible exacción que en estos momentos se produce.

Como esas especies –míticas o reales– que conquistan su entorno geográfico y eliminan a sus posibles predadores para entrar después en la decadencia que antecede a su extinción, la humanidad parece deslizarse hacia la sima sin haber, empero, conocido la cumbre.

Todo permite sin dudas temer que no pocos –la elite que llaman, los verdaderos ciudadanos del imperio repartidos por el mundo, los dirigentes todavía sin nombre y cuyas voces no conocemos– intentarán la inútil obra final para salvarse: el último genocidio, el que tocará tu puerta, lector, y helará las venas y arterias de tu amante y de tu hijo.
Y entonces sí que será tarde para reaccionar.
 

 

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