Haití: nuestro espejo, nuestra vergüenza

Escombros, escombros y más escombros se acumulan sobre Haití y sobre los haitianos. No se trata sólo de las persistentes consecuencias del terremoto que asoló al país hace apenas dos años. Son las secuelas de un proceso en el que se combinan la prepotencia y la arrogancia internacional con la repetición de los errores y los desatinos de una clase política que ha despreciado desde siempre los derechos de su pueblo y la historia heroica que éste tiene como herencia.

Hace apenas dos años, más de 200 mil personas morían en Haití producto de una catástrofe que no tuvo nada de natural. La nación más pobre y desigual del continente americano sumó a su historial de penurias un acontecimiento que haría suponer que nada sería, a partir de allí, como lo había sido hasta entonces.
El abandono y la indiferencia de la comunidad internacional hacia Haití sufrió un giro inesperado. La manera despectiva e impasible con que se miraba este rincón del Caribe, dejó lugar a infinitas expresiones de solidaridad e incontables manifestaciones de apoyo a la necesaria reconstrucción del país. En pocas horas, después de aquel fatídico 12 de enero de 2010, el mundo posó su compasiva mirada sobre la primera nación negra independiente del planeta, la nación que emergió como un inspirador y solidario canto de libertad en los albores del siglo XIX, la primera en abolir la esclavitud, la primera en vencer a un imperio colonial, la primera en dictar una ley de obligatoriedad escolar en las Américas. La nación que pagó caro el precio de su osadía y su dignidad durante más de 200 largos años, hasta que un terremoto devoró el futuro de 222.570 seres humanos, casi todos ellos, como el resto de los haitianos: muy pobres.

Hay países que pretenden darle la espalda al mundo y hay países a los que el mundo les da la espalda. Haití es uno de ellos.

Sin embargo, el terremoto pareció hacer temblar no sólo la precaria estructura edilicia del país sino también el desgano y la apatía con que el mundo miraba hacia esa isla impertinente, incómoda, molesta. La cooperación internacional se sumó así a las fuerzas de ocupación militar que, bajo el comando de Brasil y desde 2004, habían sido destacadas por las Naciones Unidas para poner fin a la violencia interna, estabilizar el país y contribuir al desarrollo nacional.

Dos años después, resulta imprescindible realizar un balance de lo ocurrido hasta aquí. Hacerlo con especial atención a las acciones desarrolladas en el campo educativo puede ayudarnos a comprender mejor el presente y el futuro de este país tan maltratado como desconocido.

Echándole un vistazo a cómo se protege y promueve el derecho a la educación, se puede tener una noción más o menos precisa acerca de cómo una determinada sociedad aprecia los derechos humanos, la justicia social, la igualdad y la libertad. La educación es un espejo en el que es posible mirar el grado de desarrollo humano de una comunidad. Y mirar lo que ocurre en la educación haitiana es quizás una forma de asomarse no sólo a las entrañas de un país arrasado, sino también mirarnos en el espejo de nuestra propia indiferencia, nuestra indolencia y nuestra incapacidad para estremecernos ante el dolor ajeno.

Para tratar de entender qué ha ocurrido en la educación haitiana desde el terremoto de 2010, converso con Patrice Florvilus, abogado, de 33 años y activo militante de los derechos humanos en su país. Patrice es Secretario Ejecutivo de la Reagrupación Educación para Todos y Todas, una coalición que lucha por la defensa de la escuela pública y la ampliación del derecho a la educación. Lo hace, en la nación que ostenta no sólo los más altos índices de pobreza y analfabetismo del continente, sino también la que posee el nivel de privatización escolar más expandido del planeta: cerca de 85% de las oferta educativa haitiana es privada.

“Después del terremoto, la situación de nuestra educación se agravó – afirma Patrice. La privatización del sistema, que ya era muy significativa, se intensificó y se hizo aún más pronunciada. Una de las primeras medidas del gobierno después del sismo, fue anunciar la reconstrucción de 100 escuelas que se habían destruido. Ninguna de ellas era pública. Pasaron dos años y todavía no hay ninguna escuela pública reconstruida. Hay escuelas públicas en construcciones prefabricadas o algunas que han sido mejoradas de manera precaria, pero no ha habido ni parece que habrá un plan para la reconstrucción de las instituciones públicas de educación que, como sabes, ya estaban en una situación crítica antes del terremoto”.

Patrice tiene razón. El derrumbe de escuelas en Haití ya era un hecho frecuente antes del 12 de enero de 2010. Las precarias condiciones de infraestructura y el inexistente control público llevaba a que las escuelas, como otros tantos edificios, sin que la tierra temblara, se desmoronaran, generando tragedias que poco se conocían fuera de Haití.

“Por otro lado, tampoco se ha reconstruido la estructura universitaria. Once facultades de nuestra única universidad pública, la Universidad Estatal de Haití, en Puerto Príncipe, se destruyeron con el terremoto. Ninguna de ellas fue reconstruida hasta el momento. En el interior había muchos institutos de educación superior que también sufrieron grandes daños, pero nada ha mejorado desde entonces. La República Dominicana ha contribuido con la construcción de una universidad en el Norte del país, recientemente inaugurada. Hubo un gran debate acerca de si ella era pública o no y, finalmente, fue incorporada a la Universidad Estatal. Lo que es curioso es que la nueva unidad se encuentra en Limonade, Cap-Haitien, una zona franca, a más de 200 kilómetros de la capital. En Puerto Príncipe nuestra infraestructura y nuestras condiciones de trabajo universitario son pésimas, pero se construye una nueva unidad de la universidad en una zona franca porque se dice que será allí que las empresas van a requerir los futuros graduados. Gracias a las ventajas fiscales que ofrece el gobierno, se supone que allí habrá industrias y que ellas van a precisar gente con estudios superiores. Esta lógica tecnocrática de capital humano es lo que llevó a hacer una nueva institución en el Norte del país, sin que se hayan mejorado las condiciones que tenemos en Puerto Príncipe”.
La historia se repite primero como tragedia, después como farsa, sostuvo alguna vez Marx. En Haití, parece repetirse como tragedia y como farsa simultáneamente. El nuevo gobierno lo anuncia: Haití is open for business. Quizás dentro de algunos años, si los atractivos y las promesas del industrialismo fracasan en la isla, se le echará la culpa a la universidad o a la falta de una formación profesional orientada hacia las demandas del mercado. Ahora que Haití se abre como ventana de negocios antes los ojos solidarios del empresariado mundial, no demorarán en aparecer las mismas explicaciones que suelen ofrecer los economistas cuando deben justificar por qué la economía no ha servido para ampliar la felicidad o el bienestar de la mayoría de la población. La culpa, como siempre, la tienen la escuela y los maestros.

La Universidad del Estado de Haití permanece como un resquicio molesto del pasado. Para terminar de sepultarla se inventa otra, lejos, mirando hacia el nuevo Haití, esta vez, open for business.

Tal como informó la prensa internacional, a comienzos del año pasado, regresó al país Jean Claude Duvalier, Baby Doc, el sanguinario dictador que gobernó Haití entre 1971 y 1986. Además de miles de asesinatos e incontables violaciones a los derechos humanos, la familia Duvalier es acusada del desvío de millones de dólares del tesoro nacional y de haber montado una amplia red de corrupción y grupos de exterminio. Aunque debería estar bajo arresto domiciliario, Duvalier circula libremente por el país. A pocos días de iniciado el presente año, el dictador se reunión con un grupo de estudiantes de la Universidad Estatal de Haití, sumándole más escombros a sus ruinas. En diciembre pasado, había ido al Norte del país a apadrinar la entrega de diplomas a un grupo de jóvenes abogados. ¿Duvalier padrino de jóvenes abogados en el país cuyos derechos él mismo masacró y violó hasta el hartazgo? La tragedia y la farsa, una vez más, juntas.

El Presidente Michel Martelly saluda al dictador Jean Claude Duvalier

Los escombros sobre los que yace la escuela pública haitiana son los mismos que sepultaron las ilusiones de más de 38 mil niños y niñas, alumnos y alumnas de tantas escuelas, y de sus 2 mil docentes y personal educativo que perdieron la vida junto con ellos.

¿Cómo es posible educar en esas escuelas aún no reconstruidas materialmente y destruidas emocionalmente? – le pregunto a Patrice tratando de entender lo incomprensible. El me mira con unos ojos inmensos e iluminados por una vitalidad extraordinaria. Se queda en silencio algunos segundos.

“Es muy difícil, muy difícil… Todo es muy difícil para esos niños y para esas niñas. Hay escuelas que han sido levantadas con instalaciones prefabricadas sobre los escombros de los antiguos edificios. Allí, donde estaban algunos de sus compañeros ahora muertos, se vuelve a estudiar, tratando de seguir adelante. ¿Pero cómo hacerlo? Imagínate el impacto psicológico para estos niños y para esos jóvenes. Todo es difícil porque el dolor es profundo, muy hondo. Tu lo puedes imaginar”.

El castellano de Patrice resbala en un francés inundado de Caribe. Sus manos se mueven tratando de explicar lo inexplicable. Ese dolor es inimaginable. Ese dolor es imposible de contar ¿Cómo es posible sentir el dolor de esas almas despojadas?

Patrice me sigue mirando con unos ojos brillantes que reflejan dignidad, decencia, pudor, coraje ante el espanto. Yo me siento ínfimo, diminuto, microscópico y muy avergonzado. No quiero que se de cuenta que he comenzado a llorar.

“Por eso – continúa – muchos jóvenes se siguen yendo y se irán de Haití. Huyen. Huyen. Buscan alternativas, algunos quieren simplemente olvidar. Se van para apagar de su conciencia lo que han visto y lo que han vivido. Algunos, para nunca más recordar que son haitianos”.

La memoria de los muertos recorre las calles de Haití y habita en sus escuelas. Reconstruirlas supondrá algo más que poner ladrillos sobre ladrillos. Haití nos recuerda de manera despiadada lo que nunca deberíamos haber olvidado: la construcción de la escuela pública es un proyecto colectivo en el que se juega el destino democrático de una nación. En Haití, antes del terremoto, la escuela pública y los derechos que le brindan su razón de ser, estaban hecho pedazos. Dos años después del terremoto, poco ha cambiado. O sí: quizás las cosas están un poco peor, aunque, ya lo sabemos, Haití is open for business.

Trato de hacer una pregunta que me permita recuperar cierta distancia con mi propia vergüenza. ¿Hay algún plan o programa de apoyo del Gobierno enfrentar esta situación, apoyando a los jóvenes y a los niñas y niños en desamparo?

Patrice esconde la gracia que le causa mi estúpida cuestión. Sonríe disimuladamente.

“No, no hay planes para apoyar a los niños cuyos padres murieron en el terremoto. A los docentes, por supuesto, les resulta muy difícil trabajar con ellos. No saben muy bien cómo hacerlo. Después del terremoto hubo algunas organizaciones que comenzaron a desarrollar programas de apoyo psicológico para niños y jóvenes, pero se han ido retirando de a poco y ya casi no quedan”.

La educación en Haití es privada. El sufrimiento de sus niños y de sus niñas, también.

Pocas semanas después del terremoto, la población que había perdido sus casas fue trasladada a inmensos asentamientos donde aún permanece. Según estimativas de UNICEF, existen más de 600 mil personas en asentamientos precarios, de los cuales, 250 mil son niños y niñas ¿Cómo funciona la educación en esos sitios? – pregunto.

“En los asentamientos hay escuelas en instalaciones prefabricadas. Pero son muy pocos los que tienen escuelas públicas. El Estado no ofrecía educación antes del terremoto y gran parte de esos niños que hoy están en los campamentos iban a escuelas privadas que también se destruyeron. Ahora hay escuelas privadas prefabricadas en esos campos de refugiados. Y hay que pagar para estudiar allí”.
En buena parte de América Latina, la escuela pública es una escuela pobre para los pobres. En Haití, gran parte de los pobres deben gastar sus diminutos ingresos, derivados generalmente de actividades informales, en la educación de sus hijos. El costo promedio de una escuela son 90 dólares anuales. Poco, si se lo compara con los valores de cualquier escuela privada en el resto de América Latina. Mucho, muchísimo, para una población en su gran mayoría sin empleo o con un empleo precario, sin ingresos o con una renta no superior a los 2 dólares diarios.

“El nuevo gobierno plantea que defiende la educación gratuita – continúa Patrice. Sostiene que se va a incluir casi un millón de niños y niñas en la escuela, pero se trata de un engaño. Antes del terremoto teníamos más de 500 mil niños y niñas fuera de la educación y, luego del terremoto, tenemos 400 mil más. Esto quiere decir que el gobierno espera solucionar la exclusión educativa. No está mal, claro. El problema es cómo hacerlo. La propuesta de la administración de Michel Martelly es ampliar la gratuidad de la escuela siguiendo la receta que plantea el Banco Mundial: dándole subsidios a las escuelas privadas para que los alumnos no paguen. Se pretende hacer que la escuela privada sea gratuita, no expandir la educación pública para todos. No se quiere ampliar la oferta pública sino expandir la gratuidad para los usuarios, transfiriendo al Estado el costo de la enseñanza privada. Hay un proceso de selección de las escuelas que pueden recibir este subsidio, porque el Ministerio lo paga directamente a las propias instituciones privadas, según el número de alumnos matriculados. Esto, obviamente, en un país como el nuestro, genera mucha corrupción y mucho clientelismo. Por otro lado, con un subsidio de menos de 100 dólares por año, te puedes imaginar la calidad de la educación ofrecida a esos niños. Lo que es importante destacar es que el gobierno nunca habla de la educación como un derecho fundamental ni de la escuela como una institución pública que debe ser ampliada”.

Junto con la denominada “cooperación internacional” llegaron a Haití un sinfín de promesas sobre los recursos que serían destinados para reconstruir el país. Las necesidades, según cifras oficiales, llegan a más de 10 mil millones de dólares. La “reconstrucción del sistema educativo”, eufemismo utilizado para referirse a la necesidad de que Haití vuelva a disponer del conglomerado precario de instituciones que tenía antes de que el terremoto destruyera más de 4.000 escuelas, 80% de las existentes, costará algo más de 2 mil millones de dólares.

La comunidad internacional se ha sensibilizado, aunque, como suele ocurrir, los resultados hasta el momento han sido bastante más modestos que las encendidas declaraciones de buena intención formuladas por las agencias de cooperación que actúan en el país.

A Haití llegan muchos recursos destinados a reconstruir el país, aunque buena parte de ellos sólo sirven para mantener a la propia cooperación internacional, en un curioso círculo antropofágico que recrea el mito del monstruo que devoraba monstruos y, al mirarse al espejo, se devoró a sí mismo. Uno de los mayores costos de la cooperación suele ser el funcionamiento de la propia cooperación: sus consultores, técnicos, especialistas y lo que ellos gastan cuando se encuentran fuera de casa. Los países más ricos aportan dinero para el desarrollo y también los expertos y las empresas que gastarán buena parte de esos recursos, antes que los beneficiarios del supuesto progreso lleguen a ver sus frutos. Para buena parte de los haitianos el resultado de haber concitado el interés internacional suele ser visto como una nueva forma de invasión.

Por otro lado, los recursos de las principales agencias de cooperación que actúan en Haití son escasos frente a los desafíos a enfrentar. El principal donante en el país después del terremoto ha sido el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) que, con aportes propios o de otros contribuyentes bilaterales y entidades filantrópicas, aportó cerca de 150 millones de dólares para la educación haitiana desde enero del 2010 hasta la fecha. Una suma considerable, pero que sólo cubre el 7,5% de las necesidades declaradas. Del mismo modo, UNICEF, cuyo trabajo e intervención es de fundamental importancia en estos casos, estableció una meta de más de 86 millones de dólares para actuar en programas de protección a la infancia durante el año 2011. Obtuvo sólo 50 millones. Los recursos previstos por UNICEF para el año 2012 son 24.105.000 dólares, la mitad del período anterior, el 1% de lo necesario para la reconstrucción del sistema educativo nacional. La UNESCO, a pocos días del terremoto, anunció la necesidad de desarrollar un plan de apoyo a la educación y la cultura haitianas, valuado en más de 200 millones de dólares. Evidentemente, las dificultades económicas que enfrenta actualmente el organismo de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura, se traducirán en dificultades para poder implementar ese plan. En diversas oportunidades, la Directora General de la UNESCO, Irina Bokova, reclamó firmemente sobre el limitado empeño de muchos donantes y agencias internacionales hacia Haití: pocos recursos y poca coordinación fue su mensaje. La enviada especial de la UNESCO al país, Michaëlle Jean, lo expresó sin rodeos: “Haití necesita ayuda, no limosnas”.

En esta misma dirección, Patrice indica una cuestión de gran importancia:  “Hay una cacofonía de la cooperación internacional en Haití. La superposición de proyectos, intereses e iniciativas es total. Y la educación es el ámbito donde esto se ve con más claridad. Si tu eres de una ONG y llegas a Haití para desarrollar un proyecto educativo, deberías consultar primero a las autoridades locales sobre su pertinencia y viabilidad. Pero esto no se respeta casi nunca. Cada uno llega con su dinero y se pone a hacer lo que quiere, en una yuxtaposición de acciones que no siempre ayudan a quienes se supone que pretenden ayudar. Lo cierto es que son poquísimas las ONGs que contribuyen con la reconstrucción de la escuela pública haitiana. Sin regulación y sin un plan que permita coordinar estas acciones, muchos esfuerzos se pierden o acaban beneficiando más a las organizaciones que llegan a nuestro país que a los propios haitianos”.

Desde hace casi 8 años Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Guatemala, Paraguay, Perú y  Uruguay disponen de efectivos militares en la Misión de las Naciones Unidades para la Estabilización de Haití, la MINUSTAH. Aunque ha habido algunos esfuerzos de estos países en proyectos de cooperación que permitan reconstruir la infraestructura nacional, el principal eje de la ayuda a Haití ha sido la presencia de tropas militares en la isla. Ciertamente, no debería llamar la atención que un país como Estados Unidos gaste más dinero en mantener su ejército en Haití que en la promoción de ayuda humanitaria a una población que, desde siempre, ha visto sus derechos quebrantados. Su largo historial de intervenciones militares dentro y fuera de América Latina así lo evidencia.

Sin embargo, que esto también ocurra entre los países latinoamericanos no puede ser soslayado: el costo del mantenimiento de las tropas argentinas, bolivianas, brasileñas, chilenas, colombianas, ecuatorianas, guatemaltecas, paraguayas, peruanas y uruguayas en Haití es infinitamente superior al aporte que realizan, en recursos materiales y humanos, todos esos países para promover acciones destinadas a mejorar la atención sanitaria, el acceso y la permanencia en la escuela, la construcción de viviendas y la protección de la infancia. Denunciar que en Haití el ejército norteamericano no respeta los derechos humanos puede salvaguardar nuestra indignación anticolonialista. Entre tanto. me temo que esto no sea suficiente para dejar de reconocer que Latinoamérica ha enviado al zorro a cuidar de las ovejas, como si tuviéramos alguna autoridad en la materia y, obviamente, muy poca memoria. Confiar en que cualquiera de nuestros ejércitos podrán proteger y promover en Haití derechos y libertades que poco han respetado en nuestros propios países, puede ser temerario. Que América Latina, ante crisis humanitarias, tenga como única estrategia de intervención común sus cuestionados ejércitos, parece una broma de mal gusto. Pero no lo es. La presencia de tropas latinoamericanas en Haití no sólo plantea un problema serio y complejo sobre la calidad de nuestra cooperación internacional sino también pone en evidencia la fragilidad de los principios éticos sobre los que deberíamos diseñar un futuro de integración y solidaridad entre nuestros pueblos.

La educación es un espejo, aunque las imágenes que refleja se perciban muchas veces empañadas, difusas, borrosas.

Hoy, que los pueblos latinoamericanos festejan el bicentenario de sus independencias, Haití es el espejo en el que debemos mirarnos. Un espejo en el que podemos observar que, ante una catástrofe, nos hemos conformado mandando muchos más militares que médicos, maestros, ingenieros, especialistas en agricultura familiar, trabajadores sociales, defensores de los derechos humanos y jóvenes dispuestos a brindar toda su energía y compromiso en la construcción de un futuro mejor. Haití es el espejo donde podemos mirar nuestras propias debilidades y no sólo la fortaleza, el oportunismo o la indiferencia de los países más ricos y sus agencias de cooperación.

Haití, nuestro espejo, nuestra vergüenza.

“No te pongas así. Nosotros somos un pueblo que lucha y no se cansa de luchar – sostiene Patrice tratando de que no me deprima. Nosotros solos hicimos nuestra independencia en 1804, antes que todos y gracias al coraje de nuestro pueblo, sin la ayuda de nadie. Pudimos hacer eso y podremos repetirlo. Te lo aseguro. En Haití nos trataron de robar casi todo, pero no consiguieron robarnos las utopías. Somos un pueblo de lucha y que no se cansa de luchar, recuérdalo”.

Me lo dice y ríe animado.

Al terminar de conversar, salimos en silencio por las calles de Porto Alegre, donde nos encontramos hace pocos días para participar del Foro Social. El me había pedido que lo acompañara al Mercado Público Central. Mientras caminábamos, comenzó a cantar una música dulce en su creole querido. Sus ojos, ahora, brillaban mucho más.

“Para nosotros, cantar es una forma de sumar fuerzas, energías. Es una forma de vivir. Cantamos porque cantando somos más y más, cada vez más. Cantamos para no estar solos, para recordar, para no dejar de soñar…

Ouangolo ou ale / kilè ou va vini wè m ankò ou ale / Ouangolo ou ale / kilè w va vini wè m ankò ou ale / Kilè w va vini wè ankò / Peyi a chanje / Kilè w va vini wè m ankò / ou ale… “

*Secretario Ejecutivo Adjunto del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, Sede Brasil).

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