Intrusos en la frontera

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Cristián Joel Sánchez.*

“Se comunicaron con Sidney Edwards por radio para saber qué hacían. Le contesté que llegaran hasta nuestra base aérea, donde los esperaba un oficial de inteligencia nuestro. Allí les darían una tenida de civil y los pondrían a bordo de un avión hacia Santiago, para que desde aquí tomaran otro hacia Inglaterra. Eso fue exactamente lo que se hizo. Deberían haber quedado internados acá, porque esa es la ley, pero les propuse esa salida”.

Tal es el relato del general Matthei, en aquel entonces integrante del gobierno de la dictadura chilena, respecto de un grupo de soldados ingleses que penetraron armados hasta los dientes por el sur de nuestro país durante la guerra de Las Malvinas.

Casi treinta años después, un grupo de soldados bolivianos ingresan a nuestro territorio por el otro extremo del país, también de uniforme y también armados… sólo que estos son tratados como delincuentes, encerrados en mazmorras para delincuentes, conducidos a tribunales para delincuentes, para ser luego expulsados como tales con prohibición de volver a pisar tierra chilena.

Juzgue usted, amigo lector, la conducta de la derecha en el poder en aquel entonces, y la conducta de la derecha en el poder ahora en 2011 frente a dos casos que no poseen ningún matiz de diferencia, si nos atenemos a las reglas de la diplomacia, como lo señalaremos más adelante.

La diplomacia es el arte de la excepción

Las relaciones exteriores en tiempos de paz tiene ciertas reglas de oro a las que debe supeditarse la diplomacia cualquiera sea el terreno que se va a pisar. Una de ellas, —y usted estará de acuerdo en la objetividad del ejemplo— es la habilidad que deben tener las autoridades para tratar incidentes que en apariencia, puedan parecer triviales.

Cotidianamente la policía de la extensa frontera chilena atrapa contrabandistas, ladrones, narcotraficantes e indocumentados, cuyos casos son tratados por la justicia ordinaria en los términos que son aplicables por las leyes del país sin importar sus nacionalidades. Esto no sólo no es noticia, sino que ocurre en todas las fronteras del mundo.

Pero si usted encuentra en territorio propio, a pocos kilómetros del límite internacional, a un grupo de soldados en uniforme, armados y comandados por oficiales de un ejército vecino —repito que hablamos en tiempos de paz— sin importar el motivo, que deberá ser aclarado más tarde, el camino de la más elemental diplomacia indica que ellos deben ser retenidos y conducidos a un cuartel militar y, previo a cualquier decisión de índole jurídica que, además, debiera ser resorte de la justicia militar chilena en este caso, informar de inmediato al país involucrado para oír las razones que va a esgrimir ese gobierno para semejante desaguisado.

En el peor de los casos, y aún cuando los involucrados hubieran estado cometiendo un delito común, su condición de militares uniformados obligaba a actuar con la prudencia y el respeto a las relaciones entre países, y esperar los argumentos del gobierno boliviano para aclarar el incidente, los que podrían ser o no aceptados por el gobierno de Chile circunscribiendo el asunto al ámbito diplomático.

Repito que Chile, como todos los países del mundo, tiene el pleno derecho a juzgar y sancionar a cualquier individuo, no importa su nacionalidad, que sea sorprendido cometiendo un delitos en territorio nacional. Pero en este caso, la prevalencia de la diplomacia, el cuidado de las relaciones exteriores, y el respeto al uniforme del ejército de un país hermano, exigía recorrer todos los caminos de la prudencia antes de someter, a priori, a los militares bolivianos a una vejación que se mostró, además, televisada a todo el país.

“Por un puñado de tierra, no quiero guerra”

La guerra del Pacífico, ocurrida hace más de 130 años, enmarcada en otra realidad e independiente de sus resultados, dejó heridas que siempre son más difíciles de restañar en los vencidos que en los vencedores, no obstante la cantidad de muertos y el dolor que soportaron por igual los tres países beligerantes. Pero, insisto, eso ocurrió hace bastante más de un siglo en la historia de este lado del mundo.

La nueva geografía que surge de las guerras tiene sólo dos caminos para resolver estos cambios: o se superan mediante una política sistemática de reforzamiento del espíritu pacífico que debe prevalecer en los pueblos, o conducen a nuevos enfrentamientos revanchista que sólo traen más dolor y más rencor.

Esto último ha ocurrido frecuentemente en Europa donde las fronteras cambian tras cada conflicto y cuya resolución es el preludio de la siguiente guerra.

Es por eso que vencedores y vencidos tienen en la conservación de la paz una enorme responsabilidad que se debe asumir con realismo, los vencedores, en este caso Chile, cuidar con más esmero aún sus relaciones con los países vecinos que participaron en esa lejana contienda. Estos últimos, no alentar ni exacerbar los odios revanchistas, lo que, por desgracia, la tradición política e institucional de Bolivia y Perú en general no solamente no se ha preocupado de corregir, sino que en muchos casos han sido propiciadas desde las mismas instituciones gobernantes.

Al comienzo del artículo remarcamos la enorme diferencia con la cual dos gobiernos, ambos del mismo signo político, la dictadura de Pinochet y el actual gobierno de Piñera, enfrentaron sendos incidentes que, en los hechos, tenían idéntico signo diplomático. Hay, sin embargo, una diametral diferencia en las intenciones con la cual los dos grupos armados penetraron en territorio nacional.

El verdadero motivo del “super comando” como calificó Matthei a los ingleses que violaron el territorio chileno, nunca fue aclarado. No se podía en tiempos en que la dictadura de Pinochet y su lugarteniente Matthei ahogaban brutalmente a quien se atreviera a dudar de la “honestidad” de los dictadores.

De manera no oficial se dijo que los muchachos de la Thatcher se habían perdido y “sin querer queriendo” habían penetrado a territorio chileno. Al verse tan “perdidos” decidieron quemar el helicóptero que los transportaba y, arma al brazo, caminar hasta donde la divina providencia quisiera llevarlos.

Entiéndase que la divina providencia vestía uniforme de la Fuerza Aérea chilena y es el padre de la que, por esas coincidencias de la vida, oficia hoy en el gobierno de Piñera de ministra del trabajo.

“James Bond” en territorio nacional

Como los GPS de entonces al parecer no funcionaban muy bien, decidieron alertar a mister Sidney Edwards, a la sazón agente de la corona británica destinado a Santiago para coordinar el apoyo que le prestaba la dictadura chilena para atacar a un país hermano, fronterizo y latinoamericano, como era y sigue siendo la Argentina.

Este agente, cuyo número no era 007 sino una larga cifra de varios millones de libras esterlinas, se coordinó con el “anglosajón” Matthei y los intrépidos comandos consiguieron el cómodo y amable trato señalado en el inicio de este artículo.

La otra versión, muy mal intencionada y obra seguramente de “los señores comunistas”, dice que lo que en realidad hacían los esbirros de la señora Thatcher era preparar un ataque comando contra una base argentina que, desde territorio chileno, era lo mejor militarmente hablando. En esos bondadosos pasos andaban cuando se les averió el helicóptero y tuvieron que recurrir a “papá” Matthei para les arreglara el entuerto.

Pero usted no crea esta insidia de esos violentistas que la dictadura mataba como moscas en esos añorados tiempos. En todo caso es interesante lo que dijo el papito de doña Evelyn Matthei al respecto:

“Ellos organizaron una operación —no de comandos, sino de "súper" comandos— para destruir los aviones Super Etandard franceses de la Marina argentina, que eran los que portaban los misiles Exocet. Los ingleses sabían que los argentinos tenían seis Exocet y ya habían comprobado su efectividad: con uno solo liquidaron al destructor Sheffield, un día después de que ellos hundieron al Belgrano. Pero los comandos que habían mandado para allá se perdieron, sin encontrar nada mejor que aterrizar en Chile”.

Los soldaditos bolivianos, en cambio, andaban en afanes mucho más prosaicos que los espigados y rubios súbditos de la reina que, a muchos miles de kilómetros del imperio, aplastaban con todo el poderío de superpotencia a una nación que se atrevió a cuestionarles su paternidad colonialista, lo que provocaba la admiración del señor general Matthei que no los condujo a la vindicta pública y televisada. Los bolivianos, en cambio, andaban “robando” autos según los argumentos de la cancillería de Piñera, desestimando cualquier versión diferente que entregara el gobierno de La Paz.

Son cosas de la vida, querido lector. Mientras tanto le recuerdo que Wáshington acaba de perder a Perú, uno de sus cuatro peones que le quedaban en esta América Latina que se insurrecciona. Sólo le resta Chile en el Cono Sur y con un gobierno desprestigiado al que repudian ya los dos tercios de la población del país, aunque aun así sigue siendo una buena punta de lanza contra sus vecinos que insisten en romper las cadenas.

Na’que ver, dirá usted, con el resto del artículo. De todas maneras, piénselo… por si acaso, digo yo.

* Escritor. 

 

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