Invisibles: un adelanto del nuevo libro de Eduardo Galeano, «Espejos»

 Eduardo Galeano

El héroe

Son femeninos los símbolos de la revolución francesa, mujeres de mármol o bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios, banderas al viento.

Pero la revolución proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, la guillotina le cortó la cabeza.

Al pie del cadalso, Olympia preguntó:

–Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿por qué no podemos subir a las tribunas públicas?

No podían. No podían hablar, no podían votar.

Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland. Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los masculinos asuntos de estado.

Y la guillotina volvió a caer.

Los invisibles

En 1869, el canal de Suez hizo posible la navegación entre dos mares.

Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que el pachá Said y sus herederos vendieron el canal a los franceses y a los ingleses a cambio de poco o nada, que Giuseppe Verdi compuso la ópera Aída para que fuera cantada en la inauguración y que noventa años después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Gamal Abdel Nasser logró que el canal fuera egipcio.

¿Quién recuerda a los ciento veinte mil presidiarios y campesinos, condenados a trabajos forzados, que construyendo el canal cayeron asesinados por el hambre, la fatiga y el cólera?

En 1914, el canal de Panamá abrió un tajo entre dos océanos.

Sabemos que Ferdinand de Lesseps fue autor del proyecto, que la empresa constructora quebró, en uno de los más sonados escándalos de la historia de Francia, que el presidente de Estados Unidos, Teddy Roosevelt, se apoderó del canal y de Panamá y de todo lo que encontró en el camino, y que sesenta años después, al cabo de una larga y dolida pelea, el presidente Omar Torrijos logró que el canal fuera panameño.

¿Quién recuerda a los obreros antillanos, hindúes y chinos que cayeron construyéndolo? Por cada kilómetro murieron setecientos, asesinados por el hambre, la fatiga, la fiebre amarilla y la malaria.

Las invisibles

Mandaba la tradición que los ombligos de las recién nacidas fueran enterrados bajo la ceniza de la cocina, para que temprano aprendieran cuál es el lugar de la mujer, y que de allí no se sale.

Cuando estalló la revolución mexicana, muchas salieron, pero llevando la cocina a cuestas. Por las buenas o por las malas, por secuestro o por ganas, siguieron a los hombres de batalla en batalla. Llevaban el bebé prendido a la teta y a la espalda las ollas y las cazuelas. Y las municiones: ellas se ocupaban de que no faltaran tortillas en las bocas ni balas en los fusiles. Y cuando el hombre caía, empuñaban el arma.

En los trenes, los hombres y los caballos ocupaban los vagones. Ellas viajaban en los techos, rogando a Dios que no lloviera.

Sin ellas, soldaderas, cucarachas, adelitas, vivanderas, galletas, juanas, pelonas, guachas, esa revolución no hubiera existido.

A ninguna se le pagó pensión.

(Capítulos del libro Espejos/ Una historia casi universal, de Eduardo Galeano, que pronto estará en librerías)

 

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