Israel, Hamas, Hezbolá, EEUU y los demás. – LOS NUEVE CAMINOS DE LA PAZ (I)

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La guerra entre el Estado de Israel y las milicias de Jezbolá en territorio libanés, más allá de la crueldad despiadada que hemos visto reflejada en las imágenes televisivas, ha terminado –por el momento– en un lugar que nunca debió haber sido abandonado: el de la política internacional.

Es en ese lugar donde deberán ser transitados los caminos que llevan hacia la paz, si no hacia la paz eterna en el sentido kantiano, por lo menos hacia una paz duradera entre Israel, sus vecinos y sus enemigos más allá de sus límites. Ninguno de esos caminos es recto. Más aún, cada uno se cruza con el otro dando formas a una serie de encrucijadas que en su conjunto conforman un verdadero laberinto. Pero los laberintos, así como tienen una puerta de entrada, tienen otra de salida; no hay que olvidarlo.

1. Israel

El primer camino parte, obvio, desde Israel: desde el interior mismo de la política de Israel. Israel, como todo país democrático, alberga en su interior a diferentes tendencias y organizaciones políticas, y ellas van, desde un pacifismo extremo –que en las condiciones que vive el país, es minoritario– pasando por una centro- izquierda y una centro- derecha hasta llegar a un extremo fundamentalista religioso y militar. Este último, como es sabido, confunden los límites geográfico-políticos con los límites bíblicos de la nación.

Paradójicamente, las constelaciones políticas que se iban dando en el marco de la política nacional, en el momento en que estalló la guerra en el Líbano, se caracterizaban por el encuentro de un consenso político que ya había neutralizado a los defensores de los límites bíblicos.

El Partido Likud sufrió reveses importantes durante 2005, y el tema de los asentamientos más allá de los límites geográficos, defendido por la corriente encabezada por Benjamín Netanjau, tuvo como consecuencias desgarradoras rupturas al interior de la formación política israelí, rupturas desde donde emergió el Kadima del “último Sharon” que en coalición con el partido de los Trabajadores y el partido Sha –representante político-religioso de los sefardita– gobiernan a la nación israelí.

Ahora bien, a partir del sobrepeso del centro político, con sus ramificaciones hacia la “izquierda” y algo más hacia la “derecha”, ha tenido lugar en Israel un consenso político que apunta en dos direcciones. Hacia un lado, determinación precisa de los límites geográficos, particularmente en el corredor del Gaza. Hacia el otro lado, endurecimiento de las relaciones con todas aquellas naciones e instituciones militaristas islámicas o simplemente árabes que vean en el abandono de territorios ocupados un signo de debilidad militar de Israel.

Sin embargo, y eso lo saben los políticos israelíes, los límites entre Israel y el mundo islámico no son sólo geográficos sino que, también –y quizás sobre todo– culturales. Es evidente que los segundos sólo pueden ser fijados si es que los primeros están claramente establecidos, pero sería un error pensar que con lo primero se resuelve automáticamente lo segundo.

No hay que olvidar que el gobierno islámico más enemigo de Israel, aún más que el palestino, es actualmente el de Irán, e Irán no tiene ningún límite geográfico con Israel. Más aún: la relación entre el Estado de Irán y el gobierno palestino es muy débil, dadas sobre todo las radicales diferencias entre el chiísmo persa y la confesionalidad sunita que imperan en la región palestina. En ese sentido, las relaciones entre el chiíta Jezbolá y el sunita Hamas, determinan que sólo en condiciones muy puntuales puedan ser realmente aliados. Sería un error muy grande pasar por alto tales diferencias que desde lejos no parecen importantes, pero que en el terreno, son decisivas.

La posibilidad de una alianza no concertada pero “objetiva” entre chiítas y sunitas en contra de Israel, puede darse, y en parte se ha dado, frente a lo que ambas confesiones ven –repito la idea– como trasgresión de límites culturales. En ese sentido la tensión más grande del mundo islámico con respecto a Israel, ocurre no frente al hecho de que en Israel impere “otra religión”, sino que frente al peligro que significa un Estado como el israelí que, pese a ser semi-confesional, proclama la libertad religiosa, e inclusive, la libertad de no ser religioso.

En breve: aquello que representa Israel, aquello que los fundamentalistas de todos los colores jamás le perdonarán a Israel –incluyendo a los fundamentalistas judíos–, es ser un enclave político occidental en medio de un espacio en donde tienden a imperar posiciones antioccidentales. Eso explica por qué para fanáticos como Ahmadineyad Israel debe ser erradicado del mapa.

Para Ahmadineyad, la existencia de Israel es una herejía y una blasfemia a la vez. Más aún: los islamistas ya sienten, aún dentro de ellos mismos, la presencia de un bacilo político occidental, sobre todo entre musulmanes que no sólo son admiradores de la tecnología occidental –entre los que se cuenta el propio Ahmadineyad– sino que también admiradores del “estilo de vida” occidental, el que, inevitablemente ha penetrado hasta el corazón del mundo islámico. Y no hablo de Mc Donald’s. Hablo de la noción de libertad. De la libertad política por supuesto. No de cualquiera libertad.

Israel, es decir, lo que simboliza Israel para una parte considerable de la población islámica, es, antes que nada, un enemigo interno que, como suele ocurrir en situaciones límites, es representado como enemigo externo. Israel es el objeto geográfico de agresión, pero visto a través de un desgarramiento identitario que existe al interior del mundo islámico. Eso quiere decir que si el problema de la limitación geográfica puede ser resuelto con un poco de buena voluntad, la solución de los límites culturales es un problema de larguísimo plazo. Queda por responder la incógnita si la ya casi inevitable entrada de Turquía al espacio europeo, agravará las tensiones con un Medio Oriente que teme, y muchas veces con razón, una modernización que más que económica, puede ser, desde una perspectiva cultural, muy destructiva.

Los políticos de Israel deben contar con esa animadversión cultural inevitable.

En Occidente ya es perfectamente compatible que al lado del edificio de una Iglesia pueda existir un “night club”. En el Oriente Medio todavía no es así. E Israel, independientemente a que no lo sea, es para el conservatismo islámico una suerte de “night club” situado en medio de una “tierra santa”. La evidente superioridad militar y económica de Israel en la zona, no debe ir acompañada, si es que de veras se busca una paz duradera, de signos que reflejen una (supuesta) superioridad cultural. A los conservadores islámicos no es posible tampoco pedirles que adopten las nociones políticas de la vida occidental de un día a otro. Quizás tampoco éstas son tan “buenas” para todo el mundo, como pensamos en Occidente.

Es evidente que la política internacional de Israel no podrá prescindir en el futuro de armas; pero tampoco deberá prescindir de tacto, respeto y tolerancia. Un enemigo es peligro suficiente. Un enemigo humillado, es un peligro mortal. Si es que es alcanzada la paz, ésta deberá ser, seamos realistas, durante mucho tiempo, una “paz armada”, es decir, muy frágil. Para una paz política falta muchísimo tiempo. Eso significa, en primer lugar, que en medio de esa “paz armada” habrá que contar con muchas escaramuzas. De lo que se trata, por lo tanto, es de impedir que las escaramuzas se transformen en batallas y las batallas en otra guerra.

Y eso significa, en segundo lugar, que no hay que esperar que los vecinos de Israel sean alguna vez sus amigos. Ni siquiera hay que esperar que los saluden. Basta con que no los agredan; y eso es ya mucho.

2. Hamas

Pero aún suponiendo que los países islámicos adopten las normas democráticas hegemónicas en Occidente, ello no garantiza, ni con mucho, la posibilidad de una paz duradera. Por el contrario, cada vez que hay elecciones democráticas en países islámicos, la población elige a los sectores políticos más radicales, los más anti-Israel; los más anti-norteamericanos e incluso, los más anti-occidentales y, no por último –dato que alguna vez tenemos que computar, pero en serio– a los más religiosos. Ocurrió una vez en Argelia; ocurrió en Iraq; ocurrió en Irán y ocurrió en Palestina con el Hamas.

Lo más probable es que vuelva a ocurrir en el Líbano pues, en el curso de la guerra, Jezboláno perdió popularidad; todo lo contrario. Eso, por lo demás, no debe sorprendernos; es el resultado casi lógico de elecciones que tienen lugar en medio de un clima de guerra, donde naturalmente los posiciones más beligerantes llevan siempre las de ganar. No obstante, ese mismo hecho puede ser mirado desde otra perspectiva y, quizás, desde el reverso.

Si un grupo armado llega al poder en cualquier país de la tierra, significa que se hará cargo de la maquinaria estatal, y eso lleva, inevitablemente, a una relativa politización de sus organizaciones (tesis que no es mía; es de Max Weber). Las responsabilidades que hay que asumir desde un gobierno, no son, evidentemente, las mismas que se tienen guerreando entre bosques, montañas y suburbios. Ese parece ser la situación actual del Hamas palestino.

Tal vez los comentaristas internacionales no han tomado en cuenta un hecho muy importante: y es que con la ascensión del Hamas al gobierno palestino, tiene lugar una ruptura al interior de la propia concepción sunita del poder, y esta no es otra que la de aceptar “la forma Estado” como organización central de una nación. Es, esa, una ruptura decisiva.

La prédica sunita fundamentalista, que era hasta hace poco la del Hamas –basta sólo recordar su actitud frente al gobierno de Arafat– repudiaba radicalmente “la forma Estado” y postulaba abiertamente el primado de la Charia, o ley política del Islam, a través de la restauración del califato, institución en donde lo político aparece subordinado totalmente a lo teológico.

El Hamas, apoyado no tanto desde Siria, sino que desde Arabia Saudita (algo que los analistas norteamericanos casi siempre callan) encuentra sus primeros fundamentos en las llamadas cofradías islámicas, originarias en Egipto durante los años treinta del pasado siglo. Bajo la dirección del jeque Ahmed Jassin, las cofradías islámicas iniciaron desde la mitad de los años setenta, un largo proceso de penetración en la llamada sociedad palestina.

En 1987, Jassin fundó el “Movimiento de Resistencia Islámico”, o Hamas, movimiento que antes aún de alcanzar el gobierno, no era sólo un poder militar sino que también un poder social. En este contexto, vale la pena consignar un hecho muy interesante: Israel, apoyó durante los años cincuenta a las cofradías religiosas islámicas desde donde surgió el Hamas como una alternativa frente al OLP de Jassir Arafat, financiado desde Egipto, Libia y, sobre todo, por la URSS. Durante un breve periodo apoyaría después al OLP en su lucha contra Hamas. La ruptura entre el Hamas e Israel tuvo lugar recién el año 1989. La ejecución de Jassin, otros dicen asesinato, de parte del gobierno de Sharon, marcó un punto de ruptura que pareció ser definitivo entre el Hamas e Israel.

Ahora bien, hasta el año 2005, el Hamas no reconocía públicamente la “forma Estado”. Todo lo contrario: su brazo armado, al-Qassam, fundado en 1991, se convirtió en el principal boicoteador de cualquier acuerdo que llevara a la formación de dos Estados vecinos. Pero, y esto es lo decisivo, el reconocimiento de “la forma Estado” después de las elecciones del 2005, llevará ineluctablemente al reconocimiento del Estado de Israel, lo que ha reiterado el Hamas por lo menos en tres ocasiones, reconocimiento que, lamentablemente, ha tenido escasa resonancia en Israel. Años de guerra a muerte, desconfianza política, odios personales, no pueden ser borrados de un día para otro, ni siquiera con una declaración de reconocimiento estatal de parte del Hamas.

Sólo los ingenuos creen que en la historia los hechos se producen de modo automático después de determinadas declaraciones. No obstante, hay que consignar que con esas declaraciones el Hamas ya no es sólo una parte del problema, sino que también parte de la solución , a menos que los dirigentes políticos israelíes estén dispuestos a embarcarse en una guerra infinita donde todos pueden perder y nadie ganar.

La dificultad principal para buscar acuerdos con el Hamas reside, sin duda, en la propia lógica de los, así llamados, “partidos políticos armados”.

Quienes dialogan con organizaciones políticas militarizadas nunca saben si sus representantes son el brazo político de una estructura militar o sus militares el brazo armado de una estructura política. La experiencia de los múltiples diálogos realizados entre el gobierno israelí y el OLP fue, para ambas partes, frustrante, y esa es, sin duda, una de las razones que inhiben a Israel a dialogar con el Hamas.

Cada vez que el OLP y el gobierno de Israel estaban a punto de concertar un acuerdo, aparecían atentados, muchas veces incentivados desde el propio interior del OLP, los que echaban por tierra todas las conversaciones. Pero visto ahora en perspectiva, no se trataba siempre de un juego sucio de parte de Arafat (un personaje muy trágico, pese a su eterna sonrisa) como tantas veces aducía Sharon, sino que más bien de la imposibilidad de Arafat para ejercer control sobre su propio movimiento.

Los brazos políticos y los brazos armados no siempre son complementarios en las organizaciones político-militares, sino que, además, son competitivos entre sí. En cada una de esas organizaciones, hay una lucha sorda plagada de intrigas y fracciones, y las diversas jefaturas internas están dispuestas a bloquearse unas a otras con tal de no perder sus cuotas de poder. No obstante, Israel, a la larga, no tiene ninguna otra alternativa que realizar una experiencia política con el Hamas.

Uno de los caminos hacia la paz pasa a través del Hamas, nos guste o no. Más aún, los dirigentes políticos del Hamas saben que si bien pueden derrotar electoralmente al Fatah –Movimiento Palestino de Liberación–, no pueden gobernar sin su concurso; por lo menos no en toda la zona palestina. Y el Fatah, lo ha repetido cientos de veces el presidente Mahmud Abbas, está dispuesto no sólo a reconocer a Israel, sino que a aceptar la limitación geográfica acordada el año 1967. El gobierno de unidad nacional que acordaron Mahmoud Abbas y el primer ministro Ismael Haniyeh (del Hamas), casi inmediatamente después de finalizada la guerra en el Líbano, abre, sin dudas, nuevas perspectivas políticas que Israel tiene, tarde o temprano, que computar. No obstante, salta a la vista una pregunta que con toda seriedad debieron habérsela planteado los políticos israelíes: ¿Es posible conversar con Hamas si tenemos al otro lado a Jezbolá apuntándonos? ¿No es acaso una condición primera desarmar al Hezbolá?

En cualquiera situación: si el sunita Hamas ha llegado a ser un camino, lo mismo deberá ocurrir con el chiíta Jezbolá que, aunque en el caso de que sea desarmado, no por eso va a desaparecer como expresión política. Pero antes de llegar al Jezbolá, es necesario, en medio de este laberinto, recorrer el camino de El Líbano.

3. El Líbano?

El Líbano, a diferencia de la mayoría de las naciones árabes, es una democracia parlamentaria, multireligiosa y multicultural. El Líbano ha sido también escenario de crueles guerras, incluso de aquellas provocadas por los propios partidos libaneses, aunque casi siempre en representación de intereses no libaneses. Como dijo en la televisión, y con un humor muy cruel, un ministro libanés: “En las guerras del Líbano, los otros ponen las armas, nosotros ponemos los muertos”. Sin embargo esa macabra situación parecía llegar a su fin el 2005, gracias a la revolución democrática nacional que llevó a Siria a retirar sus tropas.

Una de las tareas pendientes que tenía la naciente democracia libanesa era nada menos que hacer cumplir la resolución 1559, que estipulaba claramente que después (y como condición) del retiro de las tropas de Israel el año 2000, era necesario desarmar al Jezbolá. No obstante, esa resolución era una tarea muy pesada, casi imposible, para un gobierno como el libanés que recién está consolidándose; entre otras razones, porque el Jezbolá, además de ser efectivamente una estructura militar independiente del Estado político, era parte de la propia estructura republicana del Líbano, y con una nada débil representación parlamentaria y, por si fuera poco, con dos ministros en el gabinete. La tarea de desarmar al Jezboláera, antes que nada, una tarea que le correspondía organizar a las Naciones Unidas, y el mecanismo de cumplimiento –delegar responsabilidad a determinados Estados nacionales– no podía ser más difícil en comparación a otras tareas que cumplen los “soldados de la paz” en otros lugares del mundo, sobre todo en África. Son muy comprensibles en ese sentido las críticas de Kofi Annan a los bombardeos llevados a cabo por Israel en el Líbano, pero se las podría haber ahorrado si alguna vez hubiese actuado con suficiente energía frente al desarme de Jezbolá.

Después de la experiencia de la guerra –me atrevo a afirmar: inevitable– entre Israel y el Jezbolá en parcial representación de Irán y Siria, una de las tareas que tiene por delante la futura ONU, es la de ayudar a Estados legal y democráticamente constituidos como el del Líbano, a desarmar estructuras para-militares que se forman al interior de sus naciones –pienso, inevitablemente, en las FARC de Colombia–.

Si un Estado republicano y democrático no ejerce monopolio sobre las armas en una nación, y éste era el caso del Líbano, eso significa no sólo un peligro de desintegración nacional, sino que, además, una fuente para diversos tipos de conflictos internacionales. Jezbolá no hace sino confirmar esa regla.

Desde luego, el presidente Seniora alcanzó dimensiones de gran estadista cuando a comienzos de agosto del 2006, y en un gesto casi desesperado, ofreció 15.000 soldados libaneses para proteger los límites del sur. Ese ofrecimiento, al ser aceptado por Israel, fue la clave para la resolución del 12 de Agosto formulada por las representaciones de EEUU y Francia, resolución que puso fin a la guerra entre Israel y Jezbolá. Pero, lamentablemente, ese gesto de Seniora fue muy tardío. Si hubiese mostrado la misma decisión antes de la guerra, no habría habido guerra. Aunque, por otra parte, dudo si la abúlica ONU de Kofi Annan lo habría escuchado.

En cualquier caso, lo ocurrido en el Líbano deberá ser una lección para la comunidad política internacional. Una de las medidas más preventivas para evitar guerras es ayudar a los gobiernos democráticos a construir sus instituciones, entre ellas, a sus propios ejércitos. Nadie duda que la comunidad política internacional, incluyendo, por cierto, a Israel, destinará grandes cantidades de dinero para reconstruir los caminos, los puentes, los edificios del Líbano. Por lo demás, eso ya lo han hecho muchas veces.

El Líbano debe ser, dicho con amargura, uno de los países condenados a tener siempre los puentes más nuevos del mundo. No obstante, las vidas perdidas ya no son posibles de re-vivir. En el mundo bastante salvaje que vivimos, ninguna nueva nación democrática podrá sobrevivir si no tiene los medios para defenderse de sus enemigos externos e internos. Y sin duda, el Jezbolá armado, al no sólo ser un partido político, sino que además la organización militarista más eficaz del mundo, era y es el principal enemigo del Líbano. Perdón: no del Líbano, quiero decir: de la democracia en el Líbano.

No obstante, el Jezbolá no sólo es una muy bien organizada milicia; no sólo es una fuerza social; es también, aunque sólo sea en parte, un partido político libanés, y no es exagerado decir, que así como ocurre con el Hamas, señaliza uno de los más intrincados caminos hacia la paz.

4. Jezbolá

Cada texto serio acerca del Jezbolá destaca la multi-dimensionalidad de la organización. Es un movimiento social a veces; otras, es un ejército regular que de pronto se parte en diversas fracciones y lleva a cabo una guerra de guerrillas extremadamente irregular; es también un movimiento religioso que representa a la considerable población chiíta del Líbano; es un partido político que participa en elecciones periódicas, aunque de repente aparece en la forma de ONG, sobre todo en los barrios pobres. Además, funda escuelas, hospitales, incluso universidades. Lleva a cabo campañas de alfabetización y, por si fuera poco, iniciativas de beneficencia pública las que, exageradas por algunos periodistas, han llegado a convencer al público que el Jezbolá es una especie de convento franciscano o una versión islámica de Greenpeace. No; antes que nada, el Jezboláes un partido-movimiento armado esencialmente anti-israelí, extremadamente centralizado, y que sigue las directivas de su máximo dirigente, Asan Nasrallah, teólogo, militar y político en una persona.

Ahora bien, para entender la estrategia del Jezbolá hay que referirse nuevamente a la guerra de Julio/Agosto del 2006, que comenzó simbólicamente con el rapto de “los dos soldados”.

Como he señalado en otro artículo Israel, la fuerza y la razón el rapto de los dos soldados israelíes de parte del Jezbolá, no fue el pretexto que esperaba Israel para iniciar una guerra, sino que por el contrario, un paso extremadamente calculado de parte de la dirección política de Jezbolá para arrastrar a Israel a una guerra, en el marco de un proyecto de conquista del poder al interior del Líbano.

En ese sentido discrepo en este artículo con la mayoría de los observadores que piensan que Jezbolá fue sorprendido por una suerte de inesperada reacción militar de Israel.

Dicha tesis no es compatible con el hecho de que apenas iniciada la ofensiva israelí, todas las posiciones militares de Jezbolá estaban en estratégica disposición de combate. Pero aún suponiendo que ello no haya sido así, nadie que conozca un mínimo acerca del proceder de Jezbolá, puede pensar que sus dirigentes van a ser sorprendidos alguna vez por las reacciones de Israel.

Israel es, antes que nada, el enemigo central de Jezbolá. Si hay algo que Nasrallah y los suyos conocen como la palma de sus manos, son las reacciones de Israel. Jezbolá conoce más a Israel que a sí mismo. De ahí que el rapto de los dos soldados fuera, no cabe duda, un paso maquiavélicamente calculado. Con ese secuestro el gobierno de Israel fue puesto frente a dos opciones: o entraba en negociaciones con Hezbolá, a fin de intercambiar prisioneros, o procedía militarmente como procedió.

En cualquiera de los dos casos, Jezbolá no iba a resultar definitivamente perdedor. Si el gobierno de Israel hubiera aceptado la primera opción, habría significado reconocer a Jezbolá casi como a otro Estado con el cual se podía negociar a una misma altura. Eso precisamente es lo que no podía aceptar el gobierno israelí. Por una parte, estaba recién iniciando su retiro del Gaza. Por otra parte, si negociaba con Hezbolá, las fracciones militaristas que operan en Hamas habrían visto confirmada su tesis relativa a que Israel sólo entiende la razón de la fuerza, y cualquiera posibilidad de diálogo entre las fracciones políticas del Hamas con el gobierno de Israel, se habría venido al suelo. Israel, de una u otra manera, no podía mostrar debilidad, menos en esos momentos.

A todo eso hay que agregar que si el gobierno de Israel hubiera claudicado frente a Hezbolá, habría tenido que resistir la presión de la propia ciudadanía –con el consiguiente fortalecimiento de las fracciones más fundamentalistas del Likud y otros grupos políticos belicistas–, neurotizada frente a las continuas amenazas de aniquilamiento total que les envía cada cierto tiempo Ahmadineyad desde Irán.

Y Jezboláes, en cierta medida, no hay que olvidarlo nunca, un representante político militar de Irán en el Líbano.

Probablemente para quienes piensan “más allá” de la realidad política internacional, Israel, a fin de no caer en las redes de una guerra sucia, debió haber aceptado de todas maneras las negociaciones directas con Jezbolá. Pero la lógica de la política internacional obedece a la razón de Estado, y ésta, la razón de Estado no es, no puede ser la misma que la razón de algunas individualidades morales (o moralistas).

Si muchos gobiernos democráticos han perdido elecciones al haber dialogado con organizaciones militaristas internas (España, Colombia) que operan en el propio territorio, hay que imaginar como habría reaccionado la opinión pública israelí si su gobierno hubiese entrado a negociar con milicias antiisraelíes que operan en otra nación. Que Israel no podía hacer sino lo que hizo, eso lo sabían muy bien Nasrallah y los suyos.

La segunda opción, la de la guerra, significaba embarcar a Israel en una guerra sucia. Todas las guerras son, por supuesto, sucias, pero hay algunas que son más que otras. Es decir, la probable victoria militar debería cambiarla Israel por una derrota política internacional, y en el hecho, eso estuvo a punto de ocurrir.

La suciedad de las guerras se mide por la cantidad de víctimas civiles. Y una guerra contra Jezbolá sólo podía realizarse al precio de un enorme costo de vidas civiles. A diferencias de las organizaciones guerrilleras clásicas, Jezbolá no combate en la jungla o en las montañas, sino que entre y a través de las instituciones y personas civiles. Un hospital o una escuela, pueden ser rápidamente transformado por Jezbolá en una trinchera o en un punto estratégico. Un combatiente de Jezbolá puede ser durante la mañana un oficinista, y en la tarde un soldado; o un guerrillero durante la mañana y un campesino durante la tarde. Muchos soldados de Jezbolá, son también civiles. Eso es lo que hace difícil, casi imposible, combatir a Jezbolá sin enormes costos civiles. Y en esos costos ha incurrido Israel.

Las imágenes desgarradoras en la aldea de Qana recuerdan a Guérnica, recuerdan a My Lai y esas imágenes estremecen a la opinión pública, no sólo en los países islámicos, no sólo en Europa y en el resto del mundo, sino que también en el propio Israel. Como dijo un miembro de la izquierda judía: “nosotros tenemos que pagar la defensa de nuestra nación al precio del antisemitismo” (Thane Rosenbaum en The Wall Street Journal, 09.08. 06).

Probablemente no siempre es antisemitismo; pero que Israel ha pagado la guerra con un mayor aislamiento internacional, no cabe duda; y ese es un punto a favor de Jezbolá. Más aún: después de la guerra de Julio/ Agosto Jezbolá aparece, no sólo frente a multitudes islámicas, sino que dentro de la propia población libanesa, como el “vencedor simbólico de la guerra”. Así también es visto desde la perspectiva de un pacifismo occidental, algunas de cuyas fracciones, las autollamadas “antiimperialistas”, terminaron por convertirse en aliados objetivos del Jezbolá en sus respectivos países.

Afirmar que un camino hacia la paz pasa por Jezbolá, ha de ser considerado como una broma de pésimo gusto para cualquier miembro de la nación israelí. Pues una cosa es dialogar con Hamas, que es una institución genuinamente palestina, e incluso de gobierno, y otra con Hezbolá, que es una institución militar al servicio del gobierno de Irán. No obstante, aquí se piensa que bajo determinadas condiciones, hasta Jezbolá podría llegar a señalizar una ruta hacia la paz. Esas determinadas condiciones son básicamente tres, y algunas después de la guerra ya están parcialmente dadas.

Ellas son 1) desarme de Jezbolá 2) re-nacionalización de Jezbolá y 3) politización de Jezbolá.

El desarme de Jezbolá es la pieza clave: si ese desarme resulta ser un medio para la politización de Hezbolá, entonces la guerra habrá tenido un sentido político. Pero, por el contrario, si el desarme de Jezbolá, es considerado, sobre todo en los EE UU, como un medio, o como una operación quirúrgica dentro de un plan destinado a terminar en una guerra en Irán, ya no sólo será imposible hablar de Jezbolá como camino de paz; será imposible hablar de paz. Ese es el dilema.

El desarme de Jezbolá es el resultado parcial y objetivo de la guerra. Si Nasrallah aceptó tan rápidamente la resolución de la ONU, fue entre otras cosas porque su dispositivo militar estaba llegando a su punto terminal. En cierto sentido, la suya fue una rendición “honrosa”. Si Nasrallah –y quizás ciertos sectores militaristas que giran alrededor de Bush– esperaban que Irán entraría a actuar directamente en defensa de Jezbolá –es decir, si apostaba a un escalamiento de la guerra– esa meta no ha sido cumplida. En fin, Jezbolá decidió cambiar su derrota militar por una probable victoria política en un proyecto enlazado a la posibilidad de una toma de poder a largo plazo en el Líbano.

El proyecto de “libanización” del Jezbolá, y seguramente Nasrallah lo sabe, pasa por el desarme radical de la organización, hecho que sólo puede ocurrir si las tropas de contención que enviarán el Líbano y la ONU actúan de acuerdo a –como se dice en el lenguaje diplomático– “un mandato robusto”. De no ser así, una segunda guerra en el Líbano ya estaría programada en plazos muy cortos. Pero el sentido de la “robustez” de ese mandato sólo puede ser el de resguardar límites y fronteras para asegurar el restablecimiento de la paz y de la política en el Líbano. En ningún caso para ser instrumentalizado por la fracción militarista del gobierno norteamericano para que “amarren” las manos a Jezbolá mientras EE UU arregla sus propias (e imaginarias) cuentas con Irán. Al parecer, ese peligro lo tienen claro los gobiernos europeos.

Ahora, el desarme de Jezbolá significa de hecho la desconexión de la organización con Irán. A Irán no le interesará, seguramente, un punto de apoyo desarmado en el Líbano. Con ello se cumpliría entonces, un objetivo que es común tanto al gobierno de Israel como al gobierno del Líbano, y éste no puede ser otro que el de terminar de una vez por todas con la ingerencia iraní –y siria– en la nación libanesa, con lo que el Líbano pasaría a ser definitivamente una república democrática y soberana. Pero, naturalmente, Jezbolá exigirá “algo” a cambio de su total rendición militar, y este algo no podrá ser sino la aceptación de su existencia política al interior de la nación libanesa, lo que podría llevar a su civilización –politización definitiva–.

Por lo demás, es absolutamente imposible que Jezbolá desaparezca alguna vez del Líbano. Jezbolá es la representación política de la numerosa población chiíta, en un país en donde las organizaciones políticas son correspondientes con unidades religiosas y culturales. Por cierto, no todos los chiítas siguen a Jezbolá y no todos aquellos que siguen a Jezbolá son chiítas; pero Jezbolá es, y continuará siendo, una representación política del chiísmo libanés. Si Jezbolá llegara, además, a ser desmantelado como organización política, lo más probable es que muy pronto reaparecería, quizás bajo otro nombre, pero con los mismos caudillos y, seguramente, con mayor popularidad que antes.

Es decir, de una u otra manera, aún al precio del desarme y de su des-iranización –y quizás, gracias a eso–, Jezbolá seguirá siendo una fuerza política libanesa. Aunque parezca increíble, uno de los caminos de la paz pasará necesariamente a través de Hezbolá. El gran perdedor sería, en ese caso, Irán.

5. Irán

Hasta Junio de 2005 parecía haber un solo gran ganador en la guerra en Iraq: Irán. Irak

Como consecuencia de las elecciones celebradas en Iraq en abril de 2005, los chiítas –protegidos por EE UU– alcanzaron la cima del gobierno en esa nación. Esa posibilidad jamás la habrían alcanzado si el país hubiera seguido bajo el control de la dictadura de Sadam Hussein. Ello, a su vez, abría un espacio de comunicación política entre dos países tradicionalmente rivales como son Irán e Iraq.

A partir de ese mes de abril, Irán e Iraq emergían con posibilidades para construir juntos un futuro chiíta en la región. Paralelamente las comunicaciones no-oficiales entre diplomáticos estadounidenses, europeos, e iraníes, estaban teniendo lugar a ritmo acelerado. Por si fuera poco, en Irán se había constituido una oposición democrática, sobre todo en las universidades, e incluso, las hasta siempre desventajadas, las mujeres, estaban exigiendo una mayor participación. Grupos de intelectuales se organizaban y exigían no sólo una mayor modernización tecnológica, sino que también cultural.

La modernización económica y tecnológica que tiene lugar en ese país estaba, incluso, traduciéndose en términos políticos. En fin, Irán estaba a punto de convertirse en una especie de democracia-confesional, en donde la occidentalización podía coexistir con el fervor religioso más espiritual y profundo. Pero en junio del 2005, terminó ese sueño.

En las elecciones que dieron el triunfo al ex alcalde de Teherán, Mahmud Ahmadineyad con el 61% de la votación, Irán volvió brutalmente a su propia realidad, o mejor dicho, a aquella realidad comenzada por el despotismo del ayatolá Jomeini después del derribamiento del Sha.

La modernización económica impulsada por los monjes chiítas, no se había reflejado, como tampoco ocurrió durante los tiempos del Sha, en un plano social. Por el contrario, los chiítas la habían acelerado más allá del tiempo que ellos mismos podían controlar. Y cuando la modernización capitalista no es controlada políticamente, puede producir estragos que socialmente se expresan en exclusión, y culturalmente, en la erosión de formas tradicionales de vida. Eso también estaba ocurriendo en Irán, y es probablemente una de las razones que explican la recaída antidemocrática que vive el país desde que Ahmadineyad asumió el gobierno.

Mahmud Ahmadineyad, cuya fuerza se encuentra en el sur del país y en los barrios pobres de las grandes ciudades, pertenece a la larga fila de gobernantes populistas de la historia mundial, aunque seguramente es el primer populista islámico. Como es frecuente entre los gobernantes de su especie, llegó al gobierno enarbolando el lema de la lucha por la corrupción y el de la igualdad social. Desde el gobierno realiza una política distributiva, basada en una ayuda social anárquicamente concebida, cuyo objetivo preciso es comprar voluntades a favor del gobierno. Pero lo que más caracteriza a Ahmadineyad, no es tanto su política social, sino que, como suele ocurrir con casi todos los populistas, la agresividad de su lenguaje, sobre todo frente a Israel.

Como el populista que es, lo que más interesa a Ahmadineyad es la aclamación de las masas, en especial de los más pobres del país, y por lo mismo utiliza a Israel como blanco de sus agresiones verbales y de sus fantasías genocidas. Cada demostración masiva, en donde él es el principal orador, desemboca en una catarsis de emociones descontroladas donde se queman banderas estadounidenses e israelíes al son de gritos desaforados de terror y odio. Mas todavía, Ahmadineyad quiere erigirse como ídolo de una revolución cultural, impulsando aquello que según su fantasía sería la des-occidentalización total de Irán. Ahmadineyad ha prohibido la música, la literatura, e incluso los símbolos occidentales, empresa en la que ha tenido muy poco éxito, pues Irán es el país más conectado a las redes de internet de toda la región islámica.

Ahmadineyad, evidentemente, no tiene control sobre sus palabras ni sus actos. Suele mandar incluso cartas ilegibles a mandatarios occidentales, en donde no hay ninguna propuesta ni ningún objetivo político real. Mucho más que su ídolo, el ayatolá Jomeini, ha enrarecido totalmente el clima político de su país y lesionado las relaciones internacionales como nunca antes había ocurrido en la historia de Irán.

En breve: Irán está viviendo un momento de patología política aún superior a aquella que desató el ayatolá Jomeini cuando ascendió al poder. Por cierto, los discursos de Ahmadineyad aterrorizan a gran parte de la ciudadanía europea, pues muchos medios de difusión ven en las formas de sus presentaciones públicas una resurrección de Hitler, aunque en tierra islámica. Pero mucho más aterroriza Ahmadineyad a la población israelí desde donde ya surgen demandas para que Israel, o por lo menos EEUU, presionen por un cambio de régimen en Irán.

Más que al hitlerismo, con el que tiene en común sólo ciertas formas teatrales, el populismo de Ahmadineyad recuerda más bien a la China de la revolución cultural de Mao. Durante ese período, también China vivió un momento político patológico. También allí fue prohibida la música y la literatura occidental, y el odio desatado en contra del “imperialismo”, adquirió igualmente ribetes paranoicos, sobre todo entre aquellas masas desbocadas que gritaban el nombre de Mao mientras alzaban en alto el libro rojo que proclamaba las verdades universales del máximo jefe.

Y al igual que en China, detrás de la locura colectiva, hay actualmente en Irán una “nomenklatura” no ideológica, pero sí religiosa, que espera el momento oportuno para, después del delirio, tomar las riendas del poder, y reencaminar pragmáticamente a la nación como ya estaban haciendo los monjes chiítas antes del aparecimiento del fenómeno Ahmadineyad. Efectivamente, Ahmadineyad comienza a ser un factor altamente contraproducente para el desarrollo económico y tecnológico de Irán.

Si no hubiera aparecido Ahmadineyad en la escena política de Irán es muy probable incluso que un acuerdo entre el gobierno iraní y los gobiernos occidentales, con relación al programa atómico, ya hubiera tenido lugar. Si existen programas atómicos en India y Pakistán, cuyas estructuras de poder son mucho más inestables que aquellas que mostraba Irán hasta el 2005, no había ninguna razón para que los disciplinados, pragmáticos, y cada vez más abiertos a Occidente monjes chiítas, no pudieran tener similares accesos a la industria radioactiva. Sin embargo, la política es simbólica. ¿Qué gobierno occidental quiere ser sorprendido hoy haciendo negocios atómicos con Ahmadineyad? ¿Qué gobernante serio de Occidente aceptaría siquiera fotografiarse junto con Ahmadineyad si sabe que lo más probable es que al día siguiente repetirá otro de sus discursos genocidas en contra de Israel?

Es imposible medir la correlación de fuerzas al interior de las estructuras chiítas del poder iraní, tan imposible como era medirlas al interior de esa costra cerrada que era el partido comunista chino durante la época de la “revolución cultural”. Pero no es difícil imaginar, como ayer ocurrió en el PC chino, que también hay fracciones de los ayatolas, a quienes la idea de reemplazar, o por lo menos, ejercer un control más rígido sobre el descentrado Ahmadineyad, no les resultaría demasiado inoportuna. Si existe esa exigencia, ésta debe ser seguramente mayor después de la guerra en el Líbano, pues si hay un país que, aun sin participar directamente en ella, resultó totalmente perdedor, ese fue Irán.

Irán perdió, y al parecer definitivamente el control militar sobre el Jezbolá, y con ello, la posibilidad de hacerse presente en medio del conflicto palestino-israelí, o por lo menos, de mantener un enclave en y hacia la región árabe. Mas aún, si los intentos europeos para buscar un acercamiento a Siria dan resultados, el recientemente formado eje Irán- Siria, no tendrá ningún sentido. En esas condiciones es hasta probable que los propios chiítas de Iraq den la espalda a sus vecinos de Irán pues los primeros, quieran o no, necesitan del apoyo de los EE UU para seguir manteniéndose en el poder. Incluso Rusia, siempre abierto a mostrar amistad a cualquier Estado que esté en conflicto con los EEUU, no intentará contraer pactos con un gobernante tan poco confiable como es Ahmadineyad. A fin de cuentas, Ahmadineyad está llevando a Irán a un absoluto aislamiento internacional, justo en el momento en que el país, menos que nunca, lo necesitaba.

Ahmadineyad es, además, un seductor objeto de agresión para las fracciones militaristas del gobierno estadounidense, las que apenas ocultan sus intenciones de extender la ofensiva desde Iraq hacia Irán. Incluso Ahmadineyad les ofrecería la posibilidad mediática de hacer una guerra en contra de un “nuevo” Hitler. Ahmadineyad brinda, efectivamente a esos sectores, una legitimación ideológica que ni habían imaginado.

No importa que el Irán de los ayatolas, a diferencia del Iraq de Hussein, no haya agredido nunca a ningún país de la zona. No importa que no aniquile a las minorías nacionales, como han hecho sus vecinos. No importa que en el país exista una oposición democrática que no es antioccidental como ocurre en otros países islámicos. No importa que tengan lugar elecciones periódicas y regulares –el mandato de Ahmadineyad dura sólo cuatro años, con posibilidades de reelección– ni que exista un Parlamento donde se debate como en todos los parlamentos del mundo.

Lo importante, para los sectores militaristas, será destruir el poder del “nuevo Hitler”; y una intención como esa, siempre causa un alto efecto emocional.

Los sectores militaristas occidentales han incluso sobredimensionado el poder real.de Ahmadineyad. Cualquier observador medianamente informado sabe que Ahmadineyad no controla todo el poder; y que el que controla, tampoco es el más decisivo.

Irán es, antes que nada, una república teocrática. El poder más importante, reside, por tanto, no en el presidente constitucional. La más alta instancia de poder está representada por el máximo dirigente del “consejo de la revolución islámica”, Sayid Ali Jameini. Dicho cargo, a diferencia del de presidente es constante y no está sujeto a elecciones periódicas. Detrás de esa instancia se encuentra el “consejo teológico”, formado por los más destacados expertos en materias islámicas de la nación. Las fuerzas armadas, hecho importantísimo, no dependen del ejecutivo presidencial, sino que están subordinadas al representante de “la revolución islámica”, en este caso, Jameini. Es interesante constatar, por último, que las conversaciones y negociaciones en torno al programa atómico del Irán han sido mantenidas desde Europa con Jameini y su gente, y no con Ahmadineyad.

De todas maneras, Ahmadineyad al aparecer en primera plana, en una relación directa con las masas, amenaza lentamente con ser un peligro para la seguridad nacional e internacional de su país. Justamente, debido a la delicada situación por la que atraviesa Irán, es importante, para todos los gobiernos que no quieran una guerra cuyas consecuencias serían mucho más catástroficas que todas aquellas que ha habido después del fin de la Guerra Fría, no dejarse arrastrar por la agresividad de Ahmadineyad y sobre todo, no perder el contacto no-oficial con los miembros de la estructura chiíta de poder.

Ese contacto quizás ya está perdido para el gobierno norteamericano. Pero los gobiernos europeos aún sostienen sus principales hilos. De ellos depende que el camino hacia la paz pase por Teherán, con Ahmadineyad o sin Ahmadineyad.

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Catedrático del Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Oldenburg, Alemania. Mires (Chile, 1943) hace suya la idea kantiana de que la paz debe ser pensada desde la guerra.
La segunda parte del ensayo del profesor Mires puede leerse aquí.

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