Italia: Si Pasolini levantara la cabeza…

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Miguel Mora*

Es oficial: Italia es un país sin Gobierno. El primer ministro ha quedado reducido a la caricatura del payaso triste y prepara su juicio de prostitución de menores citando como testigo a George Clooney y a un puñado de ministras y velinas que salen en Mediaset cada noche. Su ministro de Exteriores se inventa en una entrevista un eje Roma-Berlín del que Alemania se entera por la prensa.

El ministro de Defensa se dedica a comentar la venta de la Roma mientras en Londres se decide la suerte de Libia, y por tanto la suya. El número uno real del Ejecutivo, Umberto Bossi, responde diciendo "fuori dalle palle" (algo así como "quiténmelos de los huevos") cuándo le preguntan qué solución tiene lo de Lampedusa. Y el ministro de Interior promete que devolverá por la fuerza a sus países a los miles de inmigrantes que se pudren en la isla. 

 

Sería risible si no fuera dramático: tras tres décadas de berlusconismo, Italia ha desaparecido del mapa. Borrada del plano internacional, ya no es Europa, no es Mediterráneo, y no es siquiera aquel lugar simpático y bonito: la imagen que dan del país cada día los medios internacionales es basura. Basura en Nápoles, basura en Lampedusa, basura en la televisión, basura en el Palamento, basura en la Iglesia.

Si no fuera por Giorgio Napolitano, la política italiana podría desaparecer de golpe y nadie la echaría de menos. Ni en casa ni fuera. Esta casta de especímenes pícaros, obtusos y filibusteros, condenadamente retóricos y antidemocráticos y casi siempre desvergonzados y mangantes es la representación, violenta pero real, de un país que parece haber perdido el corazón, el buen gusto y la sensibilidad que le hicieron ser el destino soñado en todas las épocas.

 

No del todo, claro. Las voces de Saviano, de Camilleri, de Flores D’Arcais, de miles de mujeres y jóvenes que siguen resistiendo y combatiendo contra un sistema de poder degenerado y arbitrario son como náufragos en una patera a la deriva. Hablan a la izquierda, pero la izquierda no existe. Ni se la espera.

Quizá el problema es que fuera del país la mala nueva de la desaparición de la izquierda italiana todavía no se conoce bien. El otro día mi maestro Antonio Elorza escribía un magnífico artículo en El País después de una visita a Bolonia. Todo era tan razonable como cierto, salvo por un detalle mínimo. Decía que la izquierda, con su rígido sentido de la legalidad, se sentía impotente ante la salvaje corrupción del centro derecha, que le había desalojado del poder municipal en Nápoles captando a nueve tránsfugas:

"Nada tiene de extraño que en tales circunstancias el juego de oposición rígidamente legalista del Partido Democrático desemboque en una sensación de impotencia".

La sensación de impotencia es impepinable. La rigidez sobre la legalidad, más discutible.

Sin caer en el "todos culpables ningún culpable", la supuesta izquierda de Nápoles es el mejor símbolo de la degeneración de la izquierda italiana. Para empezar, es antes que nada un comité de negocios, y está metida hasta las cejas, casi tanto como sus pares de la otra banda, en los usos y meandros de la Camorra. Algunos de sus líderes y notables, con Antonio Bassolino a la cabeza (casi quince años en el trono de la región), han sido procesados por corrupción en la eterna y autoinducida emergencia de la basura. Las primarias municipales del PD fueron suspendidas hace dos meses por la compra de votos masiva de todos sus candidatos. En Ponticelli, fue la izquierda local quien alentó con manifiestos racistas los pogromos de los gitanos. En los solares donde estos vivían se había proyectado un millonario proyecto inmobiliario.

Si vamos a Bolonia, la ciudad roja por antonomasia con Florencia, encontramos a un alcalde dimitido por viajar con su secretaria a cuenta del erario municipal. Y a su posible sustituto, el candidato ganador de las primarias, que declara: "Haremos lo imposible por devolver al Bolonia a la primera división". Ni que decir tiene que el Bolina está en primera, y que su carrera política probablemente ha terminado ahí.

Una parte de la sociedad sigue votándoles, vaya usted a saber por qué. Pero si gana el otro, y todavía no ha caído a pesar de lo que ha llovido, ¿será por algo? ¿Si la oposición fuera seria, con Napolitano como presidente, no habrían obligado a Berlusconi a dimitir? ¿Son acaso masocas o idiotas los italianos? Los sondeos indican que no: B. es hoy el décimo líder más valorado del país. Y la mayoría desea que se vaya a casa y no vuelva.

 

Algunos aventuran que una razón del fracaso de la izquierda es que las elecciones se deciden en televisión, y añaden que especialmente aquí los comicios se han convertido en una especie de Gran Hermano quinquenal, un televoto con paseo. Pero los sondeos que dan a Napolitano un 85% de popularidad afirman otra cosa. Napolitano no sale en la tele ni cuando quisiera hacerlo. No da entrevistas. No es un líder mediático. Es un líder moral.

Otro motivo que se puede aducir es que una gran parte del país considera la política una actividad oscura, para la que es imprescindible ser un poco delincuente, incluso un poco mafioso. Con eso casi todos los ciudadanos cuentan. Muchos de ellos sienten odio hacia el Estado, además. Y por eso, puestos en la tesitura de elegir a uno, ¿qué mejor que votar al más grande chorizo de todos, al más simpático, al más tolerante con los vicios y pecadillos y delitos? Fácil. Pero en parte falaz.

Es útil volver a recordar que B. surge del pozo de Mani Pulite y de los asesinatos de Falcone y Borsellino. Del dinero caído del cielo para su aventura inmobiliaria y del diseño de un partido nuevo hecho por un mafioso condenado que niega que la mafia exista, llamado Marcello Dell’Utri. Pero también de la muerte por exceso de corrupción de la socialdemocracia de Craxi (y de los democristianos de Andreotti). Y es preciso señalar una cosa: ha gobernado, siempre, solo gracias al apoyo de dos partidos filofascistas: la Liga Norte y AN (sustituida ahora con una veintena de tránsfugas comprados), y de la Iglesia.

 

La otra mitad de Italia ha seguido votando a la supuesta izquierda con una fe y un ahínco disgnos de mejor causa. Y esta, siendo bienpensante, paleta y pacata, no ha sido valiente, ni honesta, o por lo menos no lo suficiente como para distinguirse del todo, a los ojos del ciudadano menos informado, de Berlusconi y su cuadrilla de ciellini y ciellaci, camisas negras disimuladas, camorristas en activo, abogados de Cosa Nostra, empleados de Fininvest condenados, gobernadores paramafiosos y banqueros de provincias intervenidos.

La antes gloriosa y hoy glorificada izquierda italiana jamás ha aceptado tener una cuestión moral que resolver. Y pasándose a Berlinguer por al arco del triunfo ha imitado con dedicación casi patológica algunos de los peores vicios de su teórico enemigo, convirtiéndose así en un remedo patético, aumentado por su pueril complejo de superioridad.

 

Siendo vagos y esnob por naturaleza, han trabajado menos, además, y apenas han propuesto o inventado una sola idea, aunque fuera equivocada, para parecer realmente distintos que su rival. Empezando por el conflicto de intereses, y siguiendo por su lábil concepto de la justicia, se han adaptado al sistema podrido, se han unido al coro racista y xenófobo, han proscrito el mérito y reclutado a hijas e hijos de papá, han controlado sus medios de comunicación con similar espíritu sectario, han escalado mutuas, bancos y empresas, y en general han creído más en las finanzas que en el estado de bienestar.

Todo ello, muchas veces, desde la mediocridad y la inepcia, la cobardía y la palabrería más mendaz. Como demuestra la torpe renuncia a ser una fuerza realmente laica, pensando, por mera beatitud o sumisión hacia el poder, que el Vaticano, Comunión y Facturación, el Opus Dei y los Legionarios de Cristo mueven más votos que las bases cristianas, que de esta forma se han convertido, vaya por dios, en la única izquierda real que le queda al país.

 

Bersani es seguramente un hombre honrado, su papel es atroz: es el director de la orquesta que continúa tocando mientras la nave se hunde: incapaz de hallar la salida, supeditado siempre a los caprichos deleznables de su jefe D’Alema, verdadero cáncer vaticaliano y especular: aniquila la disidencia interna y la renovación como un servicio secreto antes de que crezca, besa sin rubor las pantuflas de la curia, odia el poder de la magistratura libre y siega la hierba bajo sus pies: como B. al otro lado.

Los datos no lo muestran todavía, pero Italia, nuestra querida Vaticalia, ya no es la séptima potencia del mundo. Como ha quedado demostrado en la crisis libia, y en la minicrisis lampedusiana, tan autoinducida (otra vez) como metafórica, no es ya siquiera un país hecho y derecho.

 

Es un país bebé, inerme y llorón, en el que la realidad hace mucho que dejó de existir y la política se limita a pedir más teta, preferiblemente con mucha silicona.

Treinta años de berlusconismo, infantilismo, putocracia, fascismo posmoderno e irrealidad se podrían resumir en un titular: "George Clooney será testigo en el proceso por abuso de poder y prostitución de menores contra el primer ministro italiano".

Ah, si Pasolini levantara la cabeza…

 

*Corresponsal de El País de Madrid en Roma, tomado del blog Vaticalia.(Fotos de Dino Pedriali)

 

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