Josep Fontana / España, julio de 1936

Santos Juliá expone en un artículo publicado en El País el 25 de junio una tesis sobre la naturaleza de la Guerra Civil española que puede resumirse en la frase con que el propio periódico la sintetiza: “Las matanzas en el bando antifranquista durante la Guerra Civil no fueron de los republicanos, sino de los partidarios de una revolución social que, de haber triunfado, también hubiera supuesto el fin de la República”.

La tesis no es nueva. Es la de los sublevados —que pretendían que su objetivo era prevenir una imaginaria insurrección comunista—, la de la carta colectiva de los obispos o la del revisionismo neofranquista de nuestros días. No es de extrañar que la caverna de Intereconomía haya reaccionado con voces de júbilo para celebrar el regreso del hijo pródigo a la verdadera fe.

Tengo demasiado respeto a Santos Juliá como para despachar este asunto de la manera simplista en que lo hace Intereconomía; pero no puedo evitar la expresión de algunas discrepancias.

Lo que había en España el 18 de julio de 1936 era un régimen democrático empeñado en una política reformista, definida así en el pacto del Frente Popular: “La República que conciben los partidos republicanos no es una República dirigida por motivos sociales o económicos de clases, sino un régimen de libertad democrática, impulsado por razones de interés público y progreso social”.

Los partidos obreros habían aceptado estos límites por unas razones que Martínez Barrio expuso claramente en 1937: “El pacto del Frente Popular fue una necesidad política y moral, tanto para los partidos republicanos como para las organizaciones obreras. Advertían aquellos la rápida desintegración de las esencias del régimen y el peligro, cada vez más cercano, de que la Constitución del año 31, violada con reiteración, fuera abolida definitivamente. Los partidos obreros observaban, a su vez, que el terreno legal donde la derecha quería colocarlos les traería desastre idéntico al sufrido por las clases trabajadoras en Alemania y Austria”.

Aunque hablasen de revolución para azuzar los miedos de la derecha, los militares y sus asociados se sublevaron en realidad contra la democracia republicana. Lo dicen sus primeros textos internos, como el de Mola, que proclama: “Es lección histórica, concluyentemente demostrada, la de que los pueblos caen en la decadencia, en la abyección y en su ruina cuando los sistemas de gobierno democrático-parlamentario, cuya levadura esencial son las doctrinas erróneas judeo-masónicas y anarco-marxistas, se han infiltrado en las cumbres del poder”.

Lo que debía hacerse era “un corte definitivo, un ataque contrarrevolucionario a fondo”, de modo que en el futuro “nunca debe volverse a fundamentar el Estado ni sobre las bases del sufragio inorgánico, ni sobre el sistema de partidos (…), ni sobre el parlamentarismo infecundo y nocivo”. De forma más expresiva lo decían los militares de su entorno, que, como nos cuenta su secretario en la primera versión de sus recuerdos, sostenían que “hay que echar al carajo toda esta monserga de derechos del hombre, humanitarismo, filantropía y demás tópicos masónicos”, lo que ejemplificaban con “la limpia que hay que hacer en Madrid entre tranviarios, policías, telegrafistas y porteros”.

Cuando se analiza la violencia inicial del levantamiento, se puede ver que se trata sobre todo de asesinatos preventivos, movidos por el deseo de desarticular hasta sus raíces la sociedad republicana. Se mata a alcaldes y concejales, a sindicalistas o a maestros de escuela. ¿Cómo explicar de otro modo el asesinato en los primeros días de tantos maestros de escuela? ¿O el hecho de que hubiese tantas víctimas en provincias que votaban tradicionalmente a las derechas y donde el movimiento había triunfado sin resistencia? No eran víctimas de una guerra civil que no existía aún cuando sus muertes fueron decididas, sino de un proyecto de exterminio colectivo.

En un balance sobre la violencia roja y azul que aparecerá próximamente, José Mª García Márquez ha reconstruido la realidad de los asesinatos del verano de 1936 en la provincia de Sevilla. Se trata de hombres y mujeres que murieron sin dejar rastro, no porque fuesen víctimas de actos incontrolados, sino porque hubo una voluntad deliberada de ocultación. Una de las aportaciones más interesantes de su investigación es la certeza de que las autoridades de la revuelta tenían exacta noticia de cada muerte que se producía.

Esta primera oleada salvaje de los muertos en los descampados y en las cunetas, realizada cuando no había motivo alguno que pudiera legitimarla, es la que revela con más claridad la naturaleza y el sentido de esta violencia fundacional. Después empezó una Guerra Civil que desbordó el proyecto político republicano y dio paso a una situación nueva, en que el análisis de la violencia de ambos bandos debe hacerse sin duda con algunas de las cautelas que preocupan a Santos Juliá.

Pero la suposición de que la crisis del proyecto del Frente Popular se hubiese producido de todos modos sin la provocación inicial de la revuelta no aparece justificada por el estudio de lo que ocurrió en la primavera anterior. Y, privada de esta legitimación, la violencia azul del verano de 1936 resulta ser el mayor crimen colectivo de la historia de España: un crimen contra la humanidad que no tiene amnistía ni perdón.

Josep Fonjtana, historiador y académico de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. integra el Consejo Editorial de Sin Permiso (www.sinpermiso.info), donde se publicó —señalando como fuente el diario español Público.

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