Juegos Olímpicos: El uso de los monumentalismo

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Leandro Gianello*
 
Instalarse en el concierto de las potencias implica mostrarse al mundo a través de lo que una nación construye. Mampostería simbólica, secretos y poder para tapar realidades en tiempos olímpicos.

Para un país, no debe haber oportunidad más excepcional para mostrarse ante los ojos del mundo que organizar los Juegos Olímpicos. Son sólo unos días, pero el despliegue mediático es de una intensidad tal, que es imposible desplazarse de la oleada informativa generada que inunda perfectamente los vacíos periodísticos habituales, permitiéndole al consumidor eventual una pausa refrescante del sudor bélico-político cotidiano.

Hoy el ombligo del mundo es China, puntualmente Beijing (o Pekín, para quien lo prefiera), pero ese ombligo es abundante en pelusa; la realidad cotidiana del gigante oriental dista mucho de la impresionante organización de la que hicieron gala, o quizás sea al revés y su realidad cotidiana sea tan impresionante como se vio, no importa. Lo que si tiene valor es la realidad, esa que rara vez se muestra desde los pedestales a los que se trepa la información.

Esa realidad vagabunda y marginal nos señala que la gran potencia del futuro que es China rebota en contradicciones aberrantes; desde la típica inequidad distributiva capitalista hasta la esclavitud degenerada a la que son sometidos decenas de millones de seres humanos en las prisiones-factorías. Pero todo esto, y más es tapado, cubierto y rodeado por esa maravillosa obra de ingeniería que es la Gran Muralla, que a ésta altura podemos definir como metafórica.

El elemento simbólico constituye el eje al que se aferran tanto las sociedades como los regímenes de las grandes potencias para desviar las miradas y diluir las críticas desde que el mundo es mundo y desde que los hombres caminan en dos pies. La Gran Muralla de la China del siglo XXI son los Juegos Olímpicos; más precisamente su escenificación edilicia, ejemplificada en Estadio Olímpico y las demás estructuras deportivas construidas para la ocasión.

Usados con rigor, estos emblemas deslumbran y concentran la atención, y en este caso en la arquitectura monumental; son los paradigmas de la sociedad anfitriona, híper cargados de sentido, que apelan directamente al subconsciente. Lo sabía Albert Speer, el arquitecto de Hitler, y también lo saben Norman Foster, César Pelli o cualquier otro gran proyectista; la monumentalidad tiene un efecto alienante y se instala en el inconsciente colectivo.

Y así como permanecen en el imaginario popular, la monumentalidad también contribuye a colocar en el escenario internacional a las potencias nacientes. En las olimpíadas de Berlín de 1936, el régimen Nazi se mostró al mundo a través de sus construcciones, que resultaban tan amenazantes como su propia ideología. Ahora, salvando las grandes distancias -obvias- entre ambos regímenes, China hace lo suyo en Pekín 2008.

Del mismo modo, conviene señalar que el excepcional impulso que se le ha dado para estos juegos a la construcción monumental en el país asiático, no se advertía desde los tiempos de Mao y la Revolución Cultural, con su arquitectura comunista de fuerte influencia soviética.

Constituye un tema aparte, pero no menos importante, el contraste que surge al analizar los diferentes períodos, donde se revela que la mayoría de las obras en la capital China, algo que las autoridades admiten entre dientes, han sido proyectadas por arquitectos foráneos, confrontando directamente con el nacionalismo muscular de la Gran República Popular.

Así, el Estadio Olímpico es una creación de los suizos Herzog y de Meuron; el Cubo de Agua o natatorio es idea del estudio australiano PTW y el parque lineal que contiene casi todas las estructuras para las competencias nació en las oficinas estadounidenses de Sasaki Associates. Inclusive edificaciones no deportivas, pero igual de impresionantes como la de la televisión estatal China (CCTV) es obra de los proyectistas holandeses de OMA/Koolhaas.

La extranjerización de las construcciones olímpicas provocó tanto recelo entre los funcionarios, que sus autores occidentales han sido virtualmente eclipsados y sus obras pasaron a ser consideradas como hitos populares de concepción anónima. Aún así, el Pekín olímpico se ha visto beneficiado por una estructura gubernamental y una sociedad sedientas de insignias memorables, a la sazón de su posicionamiento en el concierto mundial de las potencias económicas.

Pero no todos los arquitectos viajeros están condenados al ostracismo por sus jefes, algunos firman excelentes contratos con otros gobiernos menos simpáticos para occidente, aún más que la propia China. Están Norman Foster y Koolhaas, que han trabajado en Rusia; Frank Gehry y Jean Nouvel levantaron rascacielos y museos en los emiratos del Golfo Pérsico, y en ex repúblicas soviéticas, como Azerbaiyán o Kazajistán, han adoptado a Foster como proyectista de cabecera.

Eventualmente, la prensa internacional ha señalado como objeto de crítica a las obras de Óscar Niemeyer para los gobiernos de Hugo Chávez o Fidel Castro, además, muchos de los mismos detractores evocan los coqueteos de maestros como Mies van der Rohe y Le Corbusier con el totalitarismo de entreguerras.

Más allá de los conflictos de intereses que puedan surgir, la autoría de las obras siempre cala al segundo plano cuando de imposición de poder se trata. Es decir, no importa quién o quiénes pensaron e hicieron tal o cual estructura para determinado ocasión, el único fin relevante es el de posicionarse internacionalmente y ser observados positivamente a través de las proezas arquitectónicas que, en nombre de una nación, los hombres construyen.

Vale lo mismo si la edificación es un Estadio Olímpico, un gran puente o un enorme rascacielos, la esencia es el impulso y la intención monumental a la que es sometida determinada obra, que nace del seno de las distintas concepciones ideológicas, las cuales no dejan lugar a otra interpretación de la realidad que para la que fue concebida. En el ladrillo también se puede escribir, significar y simbolizar de manera mucho más práctica que en un libro; y casi siempre dura más que el papel.

*Publicado en APM

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