La agresividad
Gisela Ortega*
La palabra agresividad, implica provocación y ataque. Hace referencia a un conjunto de esquemas que pueden manifestarse con intensidad variable, que van desde el altercado físico y los gestos denigratorios, hasta las expresiones verbales violentas que aparecen en el curso de cualquier situación. Dentro de este escenario en nuestra sociedad –que se caracteriza por una competitividad feroz– se habla de derechos que no se respetan, y se obliga a que, para triunfar, es indiscutible la necesidad de ser agresivo.
La agresividad tiene su origen en multitud de factores internos como externos, así como individuales, familiares, sociales, económicos y políticos que, a veces pueden generar comportamientos delictivos. Puede llegar a ser devastadora contra los que nos rodean o contra nosotros mismos, ya que cuando no somos capaces de resolver un problema, nos impacientamos y, para salir de la desesperación, generamos una rabia terrible, que si no es canalizada adecuadamente puede ser destructiva.
Las personas agresivas son, por lo general, individuos inseguros, irrespetuosos, ofensivos, frustrados, que pasan por nuestras vidas imponiendo sus puntos de vista, y su visión del mundo. Se aprovechan de las relaciones para satisfacer sus necesidades sin importarle en absoluto los sentimientos de la otra persona, empleando estrategias que generan miedo, culpa o vergüenza, así como la violencia física y verbal.
Se dice que la agresión, es hija de la prepotencia. El agresivo se siente con derecho a juzgar a los demás. Su objetivo es perderte en el mundo de la incomprensión, rompiendo los lazos universales entre tú y aquellos que están cerca de ti. Mientras más te dejes dominar por la agresión, más perderás el respeto por ti mismo y por los demás.
Aparte de causar daño físico a las víctimas, la agresión puede servir para coaccionar e influir en la conducta de otras personas y, así, demostrar el poder que tiene entre los subordinados y conseguir una reputación e imagen de líder –pues una de las formas de manejar nuestra ansiedad es por medio del poder: la agresividad genera miedo en los demás y este a su vez genera una sensación de poder.
Existe una agresividad activa, que es la que se ejercita mediante una conducta violenta y que se caracteriza por una actitud de pisoteo constante y sin escrúpulos hacia los derechos de las otras personas involucradas en el problema. Pero también existe la agresividad pasiva, mucho más difícil de detectar, que se ejerce mediante alguna forma de sabotaje.
Y hay además una agresividad secuencial, que es la que vemos en aquellas personas que se comportan pasivamente, aparentando renunciar a sus derechos, y que cuando ven que el resultado no les es favorable, se comportan en forma ofensiva.
La agresividad se puede manifestar en la persona de varias maneras: en lo físico, como lucha con manifestaciones corporales explicitas; a nivel emocional, a través de la expresión facial y los gestos, del cambio del tono y volumen en el lenguaje o en la voz; y en lo social –marco en el cual, de una manera, o de otra, toma forma concreta la– suele implicar, lucha, pugnacidad y formar parte de las relaciones poder/sumisión, tanto en las situaciones de parejas como en los grupos.
En un marco jurídico se puede entender como “un acto contrario al derecho de otro”. En su sentido más estricto puede entenderse como una conducta dirigida a causar lesión física a otra persona de distintas maneras.
En el mundo anglosajón contemporáneo, el término agresividad se ha “debilitado”: perdió su contenido originario de hostilidad y significa más bien, en especial en el campo de las relaciones laborales, asertividad, decisión, espíritu emprendedor. Su uso ordinario en inglés, no obstante, hace referencia a la reducción de los derechos de otro, forzándole a ceder algo que posee o que podría conseguir, utilizando para ello un acto físico o la amenaza de realizarlo, convirtiendo el demonio de la agresividad en los ángeles del estilo de vida contemporáneo.