Manuel de la Iglesia - Caruncho
Dedicado a la actriz chilena Mariel Bravo.
Con su breve perorata cortó, como de un hachazo, los viejos prejuicios familiares y sociales.
Apoyé la oreja en la puerta y agucé el oído. Me preparé para escuchar el eco de una sonora bofetada, el escenario más probable. Nuestro padre se había encerrado en su despacho con Clara, la mayor de mis hermanas. Todas considerábamos a nuestro progenitor como una persona comprensiva y con sentido común, pero había ciertas líneas rojas, las cuales tenían que ver con su religión, que le eran muy difíciles de cruzar. Y Clara había traspasado una de ellas, tal vez la más roja de todas.
Allí estaban ambos reunidos y allí estaba también yo, una mocosa con doce años, escuchando sigilosamente detrás de la puerta. El presagio era que estallaría una tremenda tormenta. Yo sabía lo que Clara iba a contar y la respuesta que se pronosticaba me llenaba de desazón. La resolución de aquellos problemas siempre había sido la misma: el bofetón, la expulsión de la casa familiar y la tachadura del nombre de la hija sinvergüenza de la relación de vástagos amados.
Permanecí en un silencio sepulcral para que nadie se percatase de mi presencia. Mis otras hermanas, Lucía y Gabriela habían salido y mi madre trajinaba en la cocina aparentando tranquilidad. ¿Sería que tenía la certeza de que la sangre no llegaría al río? Escuché entonces entrecortadas las primeras palabras de Clara y arrimé la oreja al quicio de la puerta para oír mejor.
Eso vaticinaba yo y tenía razones para ello, pero lo único que escuché fue el silencio. Buena cosa, pensé, si padre no se deja dominar por las primeras emociones.
Había antecedentes en la familia. Lo que se contaba siempre en voz baja era que el bisabuelo Aldo le había arreado un guantazo a mi abuela Estela, su hija, cuando le confesó que estaba encinta sin haber pasado por el altar. Estela decidió tener aquella hija de soltera, pues quien la embarazó fue tan mezquino que puso en duda su paternidad. Y gracias a esa decisión nació mi madre, y gracias a esa decisión existimos ahora mis hermanas y yo. Por suerte, mi abuela, a quien yo adoraba, contaba con estudios primarios, lo que no era poco para una mujer de aquella época, y pudo desempeñar distintos oficios hasta que recaló en una escribanía que le dio cierta estabilidad.
Los sucesos se repitieron años después en la rama paterna de la familia. Una de las hermanas de mi padre, la tía Julia, quedó embarazada antes del matrimonio, lo que le valió la furia de mi abuelo Álvaro y la expulsión de la casa bajo la terrible acusación de haber llevado allí la deshonra. También recibió su bofetada. A mi padre, su hermano pequeño, le hicieron creer que se había largado porque no los quería, lo que le generó un gran trauma infantil. Por suerte, Julia comenzó a verse con su madre, mi abuela Patricia, a escondidas, con lo que el contacto familiar no se perdió. Cuando se aclararon los malentendidos, mi padre recuperó a su hermana y yo a una tía maravillosa.
Y ahora había llegado otro momento de encrucijada. Los tiempos habían cambiado, sí, más no tanto. La juventud había comenzado una tímida rebelión ante las costumbres rancias de nuestros antepasados, pero la sociedad dominante, la “buena sociedad”, seguía siendo pacata y conservadora. Clara -la escuché un día haciéndome la dormida-, había mencionado a mis otras hermanas que no consentiría que nuestro padre le pusiera la mano encima; ella decidiría sobre su futuro y si tenía que irse de casa, se marcharía con la cabeza bien alta, como la abuela Estela y la tía Julia. A ambas las admirábamos por su arrojo y por lo avanzadas que habían sido para su época. A mis hermanas se les saltaron las lágrimas al escucharla pero Clara las tranquilizó: “El mundo no se acabará y las cuatro seguiremos unidas, queriéndonos y viéndonos con frecuencia”.
Cuando escuché carraspear a mi padre al otro lado de la puerta, puse fin a mis cavilaciones. Preguntó si podía saberse quién era el causante del embarazo, pues Clara no tenía un novio “oficial”, al menos que se supiera. Y ella apuntó a un amigo de la Facultad, con quien tenía “relaciones especiales”. Así dijo. “Sus apellidos no te van a decir nada, pues no es de las familias de toda la vida”, remachó, y cuando escuché eso pensé: “Ahora sí viene el bofetón”.
Pero no, no llegó, y lo que escuché me dejó emocionada. Fue una breve perorata con la que cortó, como de un hachazo, los viejos prejuicios familiares y sociales. Podría repetir sus palabras textualmente, tan grabadas quedaron en mi memoria: “Hija, no importa lo que yo piense sobre ese embarazo. Lo que importa es lo que pienses tú. Si decides tener el hijo, adelante. Si quieres quedarte a vivir en casa, procuraremos entre todos vuestra felicidad. Si eliges vivir con el padre, te apoyaremos en lo que necesites. Cuenta siempre conmigo, al igual que con tu madre. Por encima de todo, deseamos tu felicidad”.
Entonces salí corriendo, para que no me sorprendieran al abrir la puerta, y acabé, feliz, en los brazos de mi madre.
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Recordé esta escena esta tarde, cuando Cati, mi nieta preferida, me preguntó si había conocido a algún sabio en mi vida. O a alguna sabia, buena es mi nieta con el lenguaje feminista. Cati está dejando la adolescencia y he notado que busca cada vez más la compañía de esta abuela rebelde y contestataria. ¡Menuda preguntita!, exclamé, pero respondí sin titubeos: “Si, al menos a una: a mi padre, tu bisabuelo”.
Me preguntó entonces cómo era aquel señor que no había podido conocer, y le conté el episodio en el que, agachada detrás de la puerta, esperaba el sonido de una bofetada.
Tu abuelo era capaz de dejar a un lado sus propias creencias para tratar de comprender mejor las de las demás. Justo lo que hizo con mi hermana y con todas nosotras. Y añadí que daba gracias a la vida por la suerte de haber tenido un padre como aquel.
-Pero, escuchándote, ¿tu padre no sería más bien una persona buena que una persona sabia? -objetó ella, siempre veloz como el rayo.
-Mí hijita -argüí-, ¿acaso un sabio podría no ser alguien bueno?
-Sí, pero alguien bueno podría no ser sabio -contraatacó con su perspicacia característica.
-Podría, tienes razón, pero tengo para mí que una buena persona siempre muestra, a través de sus actos, una gran sabiduría. Y al final, ambas, la persona sabia y la bondadosa, llegan al mismo lugar: procurar la felicidad a los demás.
-Podría ser, exclamó pensativa mi nieta, e iba a añadir alguna reflexión más cuando vio acercarse al novio por una de las veredas del parque donde nos encontrábamos.
Eran las semanas de la “gran revuelta” y ambos, vestidos de negro y hartos de las élites conservadoras y codiciosas que regían el país, no se perdían una manifestación. “Sabes, abuela, me alegra lo que me acabas de contar. Lo voy a compartir con Mateo. Me gustaría que nos pareciésemos a mi abuelo”, dijo como despedida.
Y contemplé, sentada en mi banco, como se alejaba aquella parejita que significaba tanto para mí. Abrazándose y besándose felices, se dirigían a las protestas tan compartidas por toda la juventud de la nación, bajo la mirada orgullosa de buena parte de sus abuelos y abuelas.
Y desde luego, de la mía.
*Doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid, se especializó en Economía Internacional y Desarrollo. Trabajó para la cooperación española en distintos puestos en la Agencia Española de Cooperación Internacional en Madrid y durante casi quince años en Nicaragua, Honduras, Cuba y Uruguay. Publcado en Mundiario
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