LA COPROLALIA Y EL CASTELLANO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

A comienzos de los años ochentas comencé a notar entre amigas muy queridas, de vestir y hablar fino y elegante, la tendencia a soltar una que otra palabrota que me causaba una molesta sorpresa. Luego me fui percatando de que este tic se convertía en la forma habitual de comunicación entre adolescentes (v.gr; el «-ta que…»,1 el «che su»2’ y el “ya pe ‘on»3) y me empecé a preguntar por qué ocurría este fenómeno cuando en los años sesentas y en los setentas el lenguaje soez sólo lo usaban los hombres cuando estaban sólo entre ellos –como muestra de su varonía o machismo–, los hampones y los policías asociados cotidianamente con ellos por su trabajo.

Conforme se fue agravando la situación social, económica y cultural en el Perú creo que todos los peruanos nos volvimos gradualmente coprolálicos. Creo que la coprolalia como desorden siconeurótico, causado por algún trauma, está directamente vinculado con la vergonzante sordidez que caracteriza cada vez más a nuestra sociedad porque es forzada a asumir un papel que no le corresponde pero que le imponen las transnacionales que dirigen hoy el globo y la globalización.

Y si son los jóvenes los primeros en volverse coprolálicos es posiblemente porque ellos son precisamente los más afectados. Su futuro es el que se asesina mientras todos presenciamos impasibles este crimen. Después de todo, los que nacimos antes de 1980 hemos tenido jornadas de trabajo de ocho horas diarias, seguro social, licencias por enfermedad, pago de horas extras, sindicatos que nos defendieran, vacaciones pagadas, estabilidad laboral y considerábamos que el trabajo infantil y la esclavitud eran horrores del siglo XIX. En cambio los jóvenes hoy…

Comentaba con mi colega alemán Konrad Borst la desesperanza galopante que hoy percibimos en los peruanos, antes gentes alegres, simpáticas, reilonas que hasta cuando alan garcía4 destruyó nuestro país, entre apagones y bombas podían contarse un buen chiste que siempre estaban dispuestas a celebrar y a festejar la vida y la amistad (recuerden si no las fiestas ‘de toque a toque’ durante la dictadura militar) pero que hoy ya perdieron la esperanza de que sus hijos tengan un futuro decente en nuestro país y poco a poco remplazan con el rictus del estrés y el pesimismo las alegres líneas de la sonrisa y de la carcajada.

Comparábamos el fenómeno con lo que sucede en otras partes del globo y concluí en que los latinoamericanos –y por mucho tiempo (en gran parte gracias a las ONGs)– creímos que había esperanza de mejorar y que nuestros hijos tendrían un futuro viable en nuestros países. Después de todo en algún sitio leí que “hace 500 años que América Latina tiene un gran futuro”.

Los africanos, más sabios y experimentados que nosotros, ya sufrieron en carne propia la explotación radical: El primer mundo les robó y agotó todos sus recursos, los dejó sin comida, sin educación, con SIDA y sin esperanza. Entonces los africanos se dedicaron a estirar la mano y mendigar mientras su esperanza de vida se reduce a grandes trancos y se les considera oficialmente el continente perdido.

Los habitantes de la India, todavía más sabios que los africanos, comprendieron que el juego de Inglaterra y las otras potencias había consistido en enfrentar a los pobres entre sí mientras los explotaban y los saqueaban a todos por igual; comprendieron que estirar la mano tampoco sirve de nada y optan por la autodestrucción.

El resultado que el primer mundo espera es lógicamente que lo dejen dueño de los recursos ecológicos que tanto exigen que cuidemos para ellos, pero adecuadamente despoblados para evitarles mayores inversiones en matanzas, bombardeos y «no-guerras».

Al fin de cuentas esta probable guerra nuclear o suicidio masivo a los Indios quizás no les resulte tan atroz, ellos creen en la reencarnación, pero los que no creemos en nada estamos jodidos.

Y como pueden apreciar yo misma compruebo que esta enorme desazón, esta injusticia social tan agravante e insolente me sume en un pozo de angustia y lo primero que brota de mis labios es esa tremenda lisura. ¡Cómo será la patología de grave que ahora casi todas las mujeres incluyen varias lisuras en cada frase que pronuncian, cuando –según los siquiatras– la coprolalia es un problema tres o cuatro veces más frecuente en los hombres!

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Porque una cosa es decir una buena lisura en el contexto y en el momento precisos y otra muy distinta es usarla en forma compulsiva y casi permanente. El primer caso lo ejemplifica deliciosamente mi entrañable Ricardo Palma, que tímidamente ocultó por muchos años sus Tradiciones en Salsa Verde y quien al enviarlas a su amigo Carlos Basadre le dice: “le mando mis Tradiciones en Salsa Verde, confiando en que tendrá usted la discreción de no consentir que sean leídas por gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas. La moral no reside en la epidermis.

«Mil cordialidades. Su viejo amigo

«El Tradicionalista

«Lima, Febrero de 1904”.

Y recuerdo que en mi infancia, cuando mis padres salían y me quedaba sola en casa con mi abuelita, los temores de la noche me impedían dormir y mi abuelita Julia con su lamparita de noche prendida y sus risitas apagadas me invitaban cálidamente a refugiarme en su cuarto. Cuando echada entre ella y su libro yo fingía dormir, en verdad lo que hacía era leer estas traviesas tradiciones que por ello tienen para mí un doble valor: literario y sentimental. Y por eso comparto con ustedes esta pícara Tradición.

Un calembour

Fray Francisco del Castillo, más generalmente conocido por el Ciego de la Merced , fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770.

Cuéntase que habiendo una hembra solicitado divorcio, fundándose en que su marido era poseedor de un bodoque monstruosamente largo …. sucedió que se apartaba de la querella, reconciliándose con su macho. Refirieron el caso al ciego y éste dijo:

No encuentro fenomenal
El que eso haya acontecido
Porque o la cueva ha crecido
O ha menguado el animal.

Llegada la improvisación a oídos del Comendador o Provincial de los mercedarios, éste amonestó al poeta, en presencia de varios frailes, para que se abstuviera de tributar culto a la musa obscena.

Retirado el Superior, quedaron algunos frailes formando corrillo y embromando al ciego por la repasata sufrida.

–¿Y qué dice ahora de bueno, el hermano Castillo? –preguntó uno de los reverendos.

El hermano Castillo dijo:

El chivato de Cimbal,
Símbolo de los cabrones,
Tiene tan grandes cojones
Como el Padre Provincial.

Rieron todos de la desvergonzada redondilla, pues parece que el Superior, nacido en un pueblo del norte, llamado Cimbal, no era de los que por la castidad conquistan el cielo.

No faltó oficioso que fuera con el chisme a su paternidad reverenda, quien castigó al ciego con una semana de encierro en la celda y de ayuno a pan y agua.

Los conventuales, amigos del lego poeta, le dijeron que podía libertarse de la malquerencia del prelado aviniéndose a dar una satisfacción.

El Padre Castillo echó cuentas consigo mismo y sacó en claro que, siendo él cántaro frágil y el comendador piedra berroqueña, lo discreto era no seguir en la lucha del débil contra el fuerte; a esa sazón, paseaba su reverencia por el claustro y, arrodillándose ante él, nuestro lego poeta lo satisfizo con el siguiente, muy ingenioso Calembour:

Pues lo dije, ya lo dije;
Más digo que dije mal,
Pues lo tiene como dije
Nuestro Padre Provincial.

Calembour: juego de palabras utilizando parónimos.

fotoPasa el tiempo

Otra cosa es la lisura en la obra de Arturo Pérez Reverte, otro de mis autores preferidos. Disfruté de su epopeya histórica y trágico-cómica La Sombra del águila y de sus magistrales novelas La Tabla de Flandes, La Piel del Tambor, el Club Dumas y el Maestro de Esgrima, un poco menos me gustaron Alatriste y sus secuelas, aunque no dejo de reconocer en ellas un acucioso trabajo de investigación histórica y un sentido genuino de la aventura.

Sin embargo cuando empecé a leer Patente de Corso me sentí culturalmente golpeada por la procacidad de su lenguaje. Leyendo bien sus escritos comprendí que Arturo Pérez Reverte también ha sido afectado por el trauma de la violencia, de la injusticia y la muerte que ha presenciado tantos años como corresponsal de guerra. Por eso lo disculpé, poco a poco fui disfrutando sus exabruptos y sus lisuras me ha hecho reír a gritos –lo cual le agradezco mucho – y por si fuera poco con un texto magistral me ha educado en el uso y comprensión del terminejo que también Palma menciona: los cojones.

Se los presento, como un homenaje a grandes autores, con sensibilidad suficiente para amar y sufrir con sus pueblos. Si el uno rescata sus lisuras para la historia, el otro es genial aunque sea coprolálico.

Cuestión de cojones

El siguiente artículo está tomado del libro «Patente de Corso» de Arturo Pérez Reverte.

Hace tiempo que mi madre no me da la bronca por abusar del lenguaje soez en esta página, y empiezo a preocuparme. O ella envejece y se acostumbra, o estoy perdiendo facultades y volviéndome lingüísticamente correcto. Por fortuna, todavía llegan cartas de algún lector o lectora inasequibles al desaliento, afeándome mi poca vergüenza. E incluso Nacho Iglesias, el baranda de esta barraca, recibe periódicas sugerencias para que en El Semanal me echen a la calle de una puta vez.

La última es de un señor de Oviedo, por la letra jubilado y por el membrete notario, que me afea el uso, e incluso el abuso, de la palabra cojones, e incluso sugiere la posibilidad de que yo saque tanto a colación el asunto por algún trauma personal relacionado con mi propia virilidad o, subraya el amable comunicante, mi ausencia de ella. «A ver si es maricón», concluye, por si no he captado los circunloquios preliminares.

En fin. Al margen de que yo pueda resultar más o menos maricón, la antedicha carta me viene al pelo para traerles a colación un impreso anónimo que hace tiempo circula por ahí –algún lector ha tenido el detalle de mandármelo–, y que, bajo el título Riqueza del castellano, enumera una exhaustiva relación de las diversas acepciones que en nuestra lengua, la de Quevedo y Cervantes, tienen los atributos masculinos. Y me van a perdonar el notario de Oviedo y mi madre, pero no me resisto a glosar el asunto y poner los cojones en su sitio.

Por ejemplo: según confirma con acierto singular el mencionado folleto, el sentido cojones varía según el numeral que le acompaña. La unidad significa algo caro o costoso (eso vale un cojón), dos pueden sugerir arrojo o valentía (con dos cojones), tres significar desprecio (me importa tres cojones), y un número elevado suele apuntar dificultad extrema (conseguirlo me costó veinte pares de cojones).

Del mismo modo, basta un verbo para darle variedad a los significados. Verbigracia: tener puede referirse a valentía (esa tía tiene cojones), pero también censura, admiración o sorpresa (¡tiene cojones!); expresión que, en su variante ¡manda huevos!, hizo recientemente popular, en sesión de las Cortes, mi paisano y compañero de maristas Federico Trillo.

Siguiendo con los verbos, acompañado de poner puede significar reto o aplomo (puso los cojones encima de la mesa), y el verbo tocar implica molestia, hastío o indiferencia (me toca los cojones), vagancia (se toca los cojones), e incluso desafío (anda y tócame los cojones). El término es también acepción de lentitud (viene arrastrando los cojones). Y en cuanto a amenaza, su uso es frecuente (te voy a volar los cojones) e incluso se recurre a ello para describir agresión física (fue y le pateó los cojones).

Los prefijos y sufijos también son importantes de cojones. Por ejemplo, a- significa miedo (acojonado), des- implica regocijo (descojonarse), y -udo implica calidad o perfección (cojonudo). También las preposiciones matizan lo suyo: de alude a éxito (nos fue de cojones) o intensidad (hace un frío de cojones), hasta define ciertos límites (hasta los cojones) y por alude a intransigencia (por cojones). También se recurren a ellos como lugar de origen para definir cierto tipo de actitudes intrínsecamente españolas y como origen de voluntad inapelable (porque me sale de los cojones).

En cuanto al color, textura o el tamaño del asunto, los significados son ricos y diversos como la vida misma. Un color violeta define bajas temperaturas (se me quedaron los cojones morados de frío). Posición y tamaño son decisivos, tanto para precisar pachorra o tranquilidad (se pisa los cojones) como coherencia (lleva los cojones en su sitio). Sin que falten referencias cultas o históricas (tiene los cojones como el caballo de Espartero).

Así que ya me dirá usted, señor notario. A ver cuándo Shakespeare, o Joyce, o la madre que los parió, en esa jerga onomatopéyica y septentrional que usaban los pastores para llamar a las ovejas, y los piratas para repartirse el botín contando con los dedos, fueron capaces de utilizar, con todo su Oxford, la palabra equivalente con tanta variedad, y tanta riqueza, y tanta prosapia como la usa hasta el más analfabeto de nuestros paisanos.

Tres mil años de griego, latín, árabe y castellano respaldan el asunto. Lo que, se mire por donde se mire, es un respaldo lingüístico de cojones.

Después de Patente de corso no me queda más remedio que leer el provocativo libro Con ánimo de ofender de este gran autor español.

Y ¿qué haremos con la coprolalia? Como dice el refrán: Muerto el perro se acaba la rabia.

1 puta que.
2 concha de su madre.
3] ya pues, huevón.

4 Así, en minúsculas, las pestes no merecen mayúscula alguna (Nota de la autora).

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* Traductora y escritora peruana avecindada en Bélgica. El texto es de hace varios años, lo que se desprende de la referencia a Alan García.

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