La crisis económica como motor de la literatura

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Juan Manuel Costoya*

La crisis económica, al igual que el mal de amores, no parece tener fuerza suficiente para paralizar la creatividad artística. Antes al contrario y como ha demostrado la historia de la literatura en múltiples y diferentes ejemplos, las crisis, casi de cualquier tipo, pueden ser un revulsivo que canalice con efectividad la energía creadora.

Hay quien ha tratado de explicar la creatividad literaria tomando en consideración únicamente factores externos y ambientales. El mismo cielo azul que contempló el siglo de Pericles, el auge del arte y la arquitectura clásicas, de la filosofía, el firmamento que alumbró a Sócrates, Aristóteles y Platón, pero también a los sofistas y a Alcibíades, fue el mismo que agostó con su inmenso resplandor el desierto cultural griego que se extendió a lo largo de siglos bajo la sombra alienadora de la hegemonía otomana.

El estómago satisfecho y la autocomplacencia lindan con la alienación y el yermo literario. Por el contrario el espíritu lúdico o trágico, pero siempre alerta y crítico, son parte esencial de una fórmula insustituible en el arte literario. Y la crisis económica bien puede ser una oportunidad única para que los misteriosos engranajes creativos se pongan en marcha con resultados favorables e insospechados.

Los Buddenbrook

Al novelista alemán Thomas Mann (1875-1955) le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1929, un año que pasó a la historia colectiva por el crack bursátil que, con epicentro en la bolsa de Nueva York, arrasó financieramente el mundo occidental. Sus consecuencias directas fueron dramáticas y las indirectas se manifestaron en el devenir del siglo XX comenzando por un paro galopante y una inflación desbordada. El surgimiento de caudillos militaristas que polarizaran el descontento y que pusieran a Europa al pie de los caballos era sólo cuestión de tiempo.

Muchos años antes de esta deriva trágica de la historia, Thomas Mann escribió, en 1901, Los Buddenbrook, la primera de sus obras maestras.

Mann fue un hombre engreído y que hizo profundamente infeliz a su familia, sin embargo dos cualidades le redimen ante sus lectores. La primera, el distanciamiento desde la primera hora con las hordas nazis que tomaron el poder en su país, y la segunda, la intuición, casi milagrosa por lo certera, de cómo iba a evolucionar la historia política y económica de Europa desde los comienzos del siglo pasado.

En este sentido Los Buddenbrook funciona desde la literatura como una profecía que mantiene en la actualidad, y por razones obvias, toda su vigencia. Situado su argumento en la comercial ciudad de Lübeck, Mann desarrolla el ascenso económico, esplendor y caída de una familia de la alta burguesía germana.

En el capítulo sexto, insertado en la séptima parte del libro, una frase del autor resume con acierto los avatares económicos y sentimentales que dominan el espíritu de la obra: “Sé que con frecuencia las señales de la felicidad externa y perceptible, los indicios del encumbramiento, aparecen cuando en realidad todo camina ya hacia su ocaso”.

Las uvas de la ira

La depresión económica de 1929 y sus trágicas secuelas en una familia de braceros, los Joad, constituyen el argumento central de una de las mejores obras del también laureado con el Premio Nobel de 1962, John Steinbeck (1902-1968). El argumento desarrolla la emigración de una familia de granjeros que acosada por las deudas, los impagos y una sequía brutal, decide cambiar, en la búsqueda de la supervivencia, los eriales polvorientos de Oklahoma por la incierta promesa de las feraces tierras californianas.

El largo camino y sus avatares acaban con las esperanzas de todos aquellos desposeídos que ingenuamente creyeron que con valor, honestidad y trabajo duro tendrían acceso a una parcela del “sueño americano”. Parecidas conclusiones se extraen de otra de las obras de Steinbeck, De ratones y hombres, publicada en 1937 al arrimo de los dramas provocados por la recesión.

Llama la atención la perenne actualidad de estos dramas literarios inspirados por los acontecimientos económicos y cíclicamente repetidos en la vida real como si no existiera voluntad ni capacidad de aprender de los errores pasados.

Los Joad actuales no llegan a California con sus miserables enseres apilados en desvencijados camiones, como la familia a la que diera vida la maestría de Steinbeck. Los desposeídos son ahora distintos pero iguales y desembarcan en medio de una realidad aún más turbia y manipulada en las costas del sur de Europa ahogándose a tiro de piedra de las playas en medio de la indiferencia de la sociedad que los ve llegar. Está por llegar el Steinbeck que escriba una nueva obra maestra con estos mimbres desgraciados, pero la experiencia literaria afirma que llegará y, de nuevo, será olvidado.

Los análisis del escritor y catedrático de Economía, José Luis Sampedro, reunidos bajo los títulos Conciencia del subdesarrollo y Mercado y globalización han sido oportunamente reeditados y su vigencia se mantiene a pesar de que la primera edición de Conciencia del subdesarrollo se remonta a varios decenios atrás. Parece que la “mano invisible del mercado” que profetizara en su ingenuidad Adam Smith (1723-1790) en su célebre La riqueza de las naciones, no sólo no reparte sino que se ha convertido en un oligopolio que, amparándose en la dejadez y la ignorancia generales, exprime a la mayoría beneficiando sólo a una cada vez más poderosa y exigua minoría.

Orwell camarero

“Los orgullosos y los vagos no son buenos camareros” afirma George Orwell en Sin blanca en París y Londres (Down and Out in Paris and London). El autor sabía lo que decía ya que en esta obra se recogen las andanzas de buscavidas que hubo de sufrir en los años treintas, junto a otras mil historias chuscas, como empleado de hostelería en las dos grandes capitales europeas. La crisis golpeaba fuerte también en esta orilla del Atlántico preparando el advenimiento macabro del último conflicto mundial.

Mientras los grandes poderes económicos movían los hilos de la historia, los hombres y mujeres de las ciudades europeas tenían que trabajar duro en lo que surgiera, esperando los breves intervalos de asueto para alcanzar la engañosa liberación que proporciona el alcohol. Las experiencias como camarero, vagabundo y mendigo componen una de las obras más personales y tragicómicas firmadas por el autor de Homenaje a Cataluña o 1984.

En el mismo escenario, la ciudad de París, y pocos años antes de que Orwell buscase un magro sueldo trabajando en sus figones y restaurantes, Hemingway oficiaba como corresponsal de prensa. El aún no lo sabía con certeza pero en su interior germinaba ya una de sus mejores novelas, Adiós a las armas, una obra que recoge y fabula sus experiencias como conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial en el frente italo-austríaco.

El París de las apreturas y la pobreza contribuyó a hacer de Hemingway el escritor que más tarde fue. Refugiado desde primera hora de la mañana en los cafés para poder escribir en un ambiente templado, eternizándose ante el vaso de agua que presidía la mesa de mármol sobre la que extendía sus cuartillas, cazando palomas por necesidad al abrigo de miradas indiscretas en los parques parisinos, y al tiempo frecuentando librerías de lance o las elegantes tabernas parisinas donde la bohemia literaria y expatriada se sentaba en sus terrazas a espiarse mutuamente al tibio sol de mediodía.

Años después de su muerte se publicó un libro suyo hasta entonces inédito. Bajo el significativo título de París era una fiesta, se recogen aquellas andanzas y encuentros con los miembros de la que posteriormente fue conocida como “Generación Perdida” y que agrupaba, entre otros, a Scott y Zelda Fitzgerald, Gertrude Stein y Ezra Pound. Hemingway afirma en su libro que París fue su capital de juventud, un lugar encantado, en el que, según su propia confesión, fue “muy pobre y muy feliz”.

Tremendismo ibérico

Si a la crisis económica se añade un sentimiento de humillación colectiva y miedo el resultado puede lindar con la alienación absoluta. Tras la guerra civil española se instaló en la piel de toro la paz de los cementerios. Aún en estas condiciones tan penosas de represión interna y aislamiento internacional, con una política económica que bajo el nombre de autarquía inundaba de miseria a buena parte de la población, la literatura fue, de nuevo, una válvula de escape crítica y creadora.

Luis Martín Santos firmó en 1961 una edición censurada de Tiempo de silencio. El novelista, doctor en psiquiatría que ejerció su profesión en el Hospital psiquiátrico de San Sebastián a partir de 1951, nació en Larache (Marruecos) en 1924 y falleció en 1964 en Gasteiz a consecuencia de un accidente de automóvil. Su obra literaria fue tan breve como influyente y bien acogida por la crítica y los lectores. En su libro más conocido, Tiempo de silencio, supo reflejar con maestría el oscurantismo y la decrepitud moral y económica de una época representada por el Madrid de 1949 y analizada desde el punto de vista de los diferentes estratos sociales que componen la ciudad.

No fue ésta la única flor que germinó en el desierto. Los casi trescientos personajes que desfilan por La colmena, obra que Camilo José Cela dio a la imprenta en 1951 en Buenos Aires, conforman un retrato magistral de la clase media baja que erraba por las desoladas calles y los heladores pisos del invierno en el Madrid de 1942, mientras buena parte de Europa se mimetizaba bajo la alargada y siniestra sombra del nazismo. La Colmena, que hubo de esperar hasta 1963 para eludir la censura franquista, entronca con una fecunda tradición ibérica de novela picaresca al tener que sortear sus personajes la suerte adversa a base de insolidaridad, imaginación e iniciativa individual.

El mundo rural

Si la ciudad fue el escenario predilecto en el que las novelas describieron la durísima crisis de posguerra, el campo fue también el trasfondo escogido para reflejar lo que algunos críticos literarios han denominado “novela social de posguerra”.

El vallisoletano Miguel Delibes con obras como Los santos inocentes y Las ratas, y el ferrolano de nacimiento y gaditano de corazón, Luis Berenguer, con El mundo de Juan Lobón, escribieron literatura de altos vuelos reflejando una realidad rural dividida entre rentistas y señoritos, peones y furtivos.

Juan Lobón, el tío ratero, y el adolescente Nini, son los antihéroes que representan un mundo felizmente superado en lo material y que destila nostalgia por lo auténtico de sus pasiones. Delibes, periodista, y Berenguer, ingeniero naval y capitán de fragata, recogieron en sus novelas unos comportamientos, una sabiduría popular y un lenguaje, que entroncan con las raíces más profundas de Castilla y la Baja Andalucía, y que, a sólo cincuenta años de sus respectivas publicaciones pertenecen ya a un mundo desaparecido.

* Periodista.

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