La democracia chilena sigue enferma

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Wilson Tapia Villalobos.*

Pareciera que Patricio Aylwin tiene un don premonitor. Durante su gobierno, cuando debió enfrentar el horror de los atropellos a los DDHH llevados a cabo en la dictadura, lanzó esta frase: “Se hará justicia en la medida de lo posible”.  Quizá no imaginó que sus palabras irían mucho más allá de la justicia.

Tal vez trató de ser objetivo. De aplicar racionalidad en una situación en que el dolor obnubilaba y el poder castrense tenia fuerza suficiente para aventar, una vez más, las aspiraciones de los chilenos.

Pero esa frase maldita iba anidarse directamente en el corazón de la naciente democracia chilena. Y eso tenía que saberlo un político de su experiencia. Hoy estamos pagando las consecuencias. La democracia chilena sigue enferma.

Actualmente no es amenazada por fuerzas castrenses abiertamente desafiantes ante el poder civil. Pero es una democracia “en la medida de lo posible”. Y esa dimensión la siguen poniendo los poderes fácticos. Llámense éstos militares o grupos económicos.

Recientemente, los chilenos tuvieron oportunidad de enterarse de la calidad de su democracia. Trece militares y un marino enjuiciados por delitos de lesa humanidad, siguen percibiendo dineros de sus ex instituciones. Lo hacen gracias a contratos que hasta hoy se mantienen vigentes.

Las explicaciones oficiales han ahondado esta dramática percepción de que si bien la dictadura terminó, la democracia aún no ha llegado. El ministro de Defensa, Francisco Vidal, se limitó a decir que toda persona es inocente hasta que se pruebe lo contrario. Y, claro, la mayoría de los ex uniformados aún siguen sometidos a procesos que sus propias instituciones se han encargado de entrabar.

Baste sólo con recordar lo que ocurrió con la denominada Mesa de Diálogo. En 2003, el Gobierno de la época convocó a líderes de distintas esferas de la vida nacional. Los más destacados eran las cabezas de las organizaciones militares, dirigentes de distintos credos y baluartes morales. Porque lo que se trataría en esa Mesa, eran problemas que mantenían –y aún mantienen– a los chilenos separados.

Se pretendía conocer en profundidad la verdadera dimensión de las atrocidades cometidas durante la dictadura. Ojalá por boca de los altos mandos de las fuerzas armadas. Y, esencialmente, saber qué había pasado con más de un millar de detenidos desaparecidos. Se confiaba en poder, a través de la sinceridad, de la buena fe, del arrepentimiento y del perdón, que quedaran atrás los problemas del pasado.

Fue un esfuerzo vano.

Las instituciones armadas no dieron la información que sin duda manejan. Y se nos pretendió convencer que entidades de mando tan vertical permitieron que algunos de sus miembros pudieran torturar, matar, hacer desaparecer, por su cuenta y riesgo, a compatriotas que no estaban de acuerdo con el régimen militar.

La Justicia en la medida de lo posible apareció allí en toda su dimensión. La hipocresía armada imponía el rango de lo que se podía o no se podía saber. Y, en ese mismo momento, quedó claro que no era sólo la Justicia la afectada. La dañada era la democracia chilena. Pero como ya habíamos aceptado la mascarada de hacer esta justicia falsa, seguimos adelante sin chistar.

Luego debimos mirar hacia otro lado cuando vimos que el ejército, la marina, la fuerza aérea, carabineros seguían manteniendo esencialmente la misma vertiente ideológica que recibieran en dictadura. Parecía que, finalmente, los atropellos a los DDHH, las torturas, los desaparecidos, eran problema sólo de los deudos. O, peor aún, tales problemas podían resolverse por la vía de compensaciones económicas.

Los dirigentes políticos continuaron desviando la vista cuando fueron testigos de aberraciones como la tragedia de Antuco. En el año 2005, la muerte de 45 soldados se debió, básicamente, a la actitud irracional, fascistoide, de los mandos. Y el comandante en jefe del Ejército de la época, general Juan Emilio Cheyre, se mostró apesadumbrado, dolido, pero no tomó medidas para cambiar radicalmente la mentalidad de sus hombres.

Incluso, bajo su mando otros represores de la dictadura siguieron prestando servicios a su institución, pese a haber dejado las filas. Hasta ahora resulta evidente que para el Ejército es más importante el espíritu corporativo que la democracia del país. Y el actual comandante en jefe es el general Óscar Izurieta. Otro que, tal vez, igual que Cheyre, saldrá al mundo civil, cuando jubile, rodeado de una aureola de demócrata.

La democracia chilena sigue enferma. ¿Alguien se atreverá a aplicar el remedio adecuado? Eso le corresponde a los dirigentes políticos. Pero para ello hay que tener valor. No sólo limitarse a decir que se aplicará justicia en la medida de lo posible. Porque eso no es Justicia. Igual que no es democracia la que se vive en la medida de lo posible.

Y ello porque aquel posible lo ponen los contrarios a la democracia.
 

*Periodista y profesor universitario.

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