Coincidiendo con el almuerzo dominical en Chile las agencias de noticias despacharon un par de cables a sus sedes: la familia había autorizado una segunda intervención quirúrgica a corazón abierto para mantenerlo con vida –es un decir–, luego del infarto padecido la víspera. Más sabia, la Iglesia le dio la extremaunción.
Todo indica que sus horas están contadas. Se muere con taimada retranca ante sus crímenes, muere sin pedir perdón por sus delitos propios y los delitos que consintió. Se muere con sus secretos. Si se lo recuerda, será del mismo modo como se recuerda una tormenta devastadora y oscura.
Aquellos que tanto le deben callan. No es que lo hayan olvidado, pretenden que los demás olviden sus trapacerías asociadas a la dictadura. A los más jóvenes, que si bien en cierto número ignoran los sórdidos antecedentes y circunstancias de su encumbramiento de antaño –debido a la mala educación que les brinda el sistema educacional chileno–, su vida y su muerte les tiene sin cuidado.
No vale la pena decir nada más sobre Pinochet.
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